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Judy del Bosque: “Con 18 años nací. Antes no estaba”

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Judy del Bosque. Foto: cortesía

EL PERSONAJE

Primero fue profesora de matemática, física y química por 25 años, pero la mística la conquistó hasta que se convirtió en “la maga uruguaya” con proyección internacional.

Fue hace 20 años o un poco más. Era ella, la misma, el pelo siempre suelto, los ojos intensos, la boca grande, la magia en el bolsillo. El apetito voraz por descubrir que el mundo, que la vida, era mucho más, que había rincones donde podía encontrar pedacitos de algo que la ayudarían a construirse como lo que es hoy: la maga. Y ahí ocurrió, con un paquete de chicles baratos en el bolsillo.

“Empecé a viajar de mochilera. Me llevaba los chicles para no comprar en otro lado o pilas para el MP3”, dice Judy del Bosque. “Estaba en uno de los ómnibus de doble piso, los rojos de Londres. Escucho que empieza a toser una persona atrás, bastante más atrás, ahogándose. A nadie le importaba. Yo pensé ‘tengo estos chicles de mentol, le voy a dar, le van a servir’. Era una china. Me acerco y le doy un paquetito, me fui a sentar adelante. Ella hablaba chino, yo español, inglés y hebreo, imposible comunicarnos. A los diez minutos me toca el hombro. Me da algo envuelto en un pañuelito de papel y se baja del ómnibus. Abro, un prendedor dorado, divino, era como una hoja. Ella estaba tan agradecida conmigo que me quería regalar algo, pero no tenía nada, así que se sacó el prendedor que llevaba puesto. Todavía lo tengo. No necesitás ningún lenguaje, no precisás plata. Hubo un acto de magia”.

Judy se desveló a las cuatro de la mañana del día que me recibió. Se venían horas cargadas de actividades y la mente la mantuvo ahí, en vilo. Sin sueño, tomó el celular y empezó a escribir lo que quería contar.

Lo primero, algo sobre un truco de magia en el que la página de un libro desaparece y aparece debajo de la persona. “Es un milagro. Si me voy de un show y al menos un espectador pudo recordar que los milagros existen, mi alma le guiña un ojo a mi mente. Ya está”, escribió. Eso, así, sin más, es la magia para ella. Lo demás es un juego: “Un mago sin magia propia es un presentador de trucos”.

Lo que Judy necesita es hacer al espectador “delirar”. Desconectar de la racionalidad, darle rienda suelta al “hemisferio derecho del cerebro, el emocional, el que siente y vibra. Ahí la magia se cumple”. 

Afuera del escenario quiere replicar eso. Dice algo sobre la película de 1992, El lado oscuro del corazón, donde el protagonista necesita estar con una mujer que pueda volar. Ella, Judy, la maga uruguaya, necesita lo mismo. Busca rodearse de quienes vuelen con ella.

“Si una persona no sabe volar, no tengo mucho para hacer a su lado, porque no me vas a entender. No vas a estar hablando de la tierra, es mucho más interesante volar. Con Moria (Casán), por ejemplo, nos tomamos un café y nos quedamos fascinadas las dos. Es una persona que vuela. Y si en mis shows no puedo hacer que alguna de las personas vaya a volar conmigo, no sirvió para nada. Solo fue un acto de magia divertido”.

Con ella misma, no deja que el miedo la paralice y va dando pequeños pasos que, asegura, la han convertido en la maga que es hoy: con escenarios en varias partes del mundo, con amistades como David Copperfield o Uri Geller, con presencia en la televisión argentina. “Me doy el gusto de ser, después veo qué pasa, pero me doy el gusto”.

Judy del Bosque. Foto: cortesía
Judy del Bosque. Foto: cortesía

Un día le preguntaron si sabía patinar sobre hielo, la querían contratar para una publicidad y había buena plata de por medio. Dijo que sí. “Corté el teléfono y me quería matar. Pero terminé patinando y haciendo magia a la misma vez. Si hay un tren del que después me puedo bajar, me subo siempre”.

El sentido

 “Yo nací a los 18 años”, dice. “Sí, recién a mis 18 que comencé a habitar en mí”, responde cuando le pregunto sobre los recuerdos de su infancia. “Y dije ‘¿pero esta quién es?’ Me tuve que empezar a conocer, no sabía quién era. Era como haber estado siempre sin vida, y de pronto te nace algo adentro de vos. Me empecé a tallar por dentro: de qué me quiero llenar, qué quiero ser. Entonces empecé a elegir de qué quería estar compuesta: quién era yo, qué me emocionaba, qué me gustaba”.

Judy hace de cada conversación un espectáculo. Es como si su living de tonos crudos y rosa con un reloj cucú que suena cuando quiere y unos faroles coloniales que trae desde su primer apartamento fuese el mismísimo escenario. Está acostumbrada a llevar el guion sola frente a un público y cualquier persona que se le siente en frente para hacer preguntas sobre su vida parece transformarse, automáticamente, en un espectador. Judy sabe lo que quiere contar y lo que no. Sabe qué ha dicho mil veces y qué se guarda para ir develando cuando el corazón o el instinto se lo digan.

Y entonces explica eso. Que a los 18 años nació. Lo anotó en sus apuntes de la madrugada de insomnio. 

“En la escuela no existía. En el liceo bullying. Me iba llorando todos los días. Yo no estaba conmigo. Yo no estaba, más bien. Mi mejor amiga de ese entonces falleció. Mi amiga de toda la vida, de escuela y liceo. Me quedé solita”. 

Lo demás era cumplir con una curricula cargada de actividades toda la semana. Gimnasia, piano, natación, expresión corporal, manualidades, pintura. “Es algo que igualmente lo agradezco. Primero, porque mis viejos hicieron todo lo que creían que mis hermanos y yo teníamos que hacer para realizarnos. Segundo, porque me llenaron de estímulos, por eso no me quedo quieta nunca”. 

Como la vez que se quedó sin trabajar por unos meses y entonces, para “revolverse”, hizo arte vitraux —practicó hasta que se sintió conforme con el resultado— y se fue con todo para vender en los alrededores del Mercado del Puerto. Su puesto era una tabla de planchar cubierta con la colcha violeta que tenía en su cama y arriba 35 vitraux. Vendió todo, a buen precio, y con eso pagó los gastos comunes. “Soy una buscavidas”.

Así también se fue a París. Una mesita improvisada, dos mazos de cartas, alguno juegos que había aprendido y con eso se pagaba la comida. “Pasitos, siempre pasitos”, repite.

A los 18, mientras se convertía en profesora de matemática, física y química —fue docente por 25 años—, también se le presentó la magia. “Conocí brujos buenos”, dice. Empezó a estudiar en el Polizón Teatro y allí Enrique Permuy le dijo que los viernes de noche, en el altillo, se juntaban con otros brujos. “Él me vio toda el alma así de un toque, y me dijo tenés que venir. Yo no sabía de qué me hablaba, yo venía de ser un soldadito. Pero entonces los viernes de noche compartíamos cosas que escribíamos. Era un altillo horrible, pero lleno de mística, no se necesita nada para tener magia. Es encontrarle la magia a las cosas”.

Algunas veces los visitaba un chamán, hacían temazcal, una ceremonia chamánica en un bosque en la que se imita el vientre materno. Piedras, fuego, vapor, meditación, ojos cerrados. “Y yo, sedienta de magia, de belleza, de poesía, de leerla pero también escribirla, es que me enamoro de mi lugar en el mundo”. 

En el medio de todo eso, su judaísmo. Los viernes por la noche encendía en ese altillo las velas del Shabat y todos quedaban encantados.

Eso también era parte de la magia. Conectar: “Podés conectar con todas las formas, no importa ninguna cosa porque está la magia que nos une”.

—¿Y toda esa mística se conecta de algún modo con la racionalidad de la matemática?

—Cuando vos lo hacés desde la pasión, vos seducís a un chico de 16 años con trigonometría, aunque te parezca que es la cosa más repugnante que el chiquilín va a vivir, que es una clase de matemáticas, resulta que está pasándola bomba y quiere venir a tu clase. A mí me gustaba lo que estaba haciendo, y cuando te encanta lo que estás haciendo, es casi imposible no hipnotizar. Empecé a estudiar magia porque quería que la gente se acordara de la magia real, que la magia verdadera existe. No podía encontrarme a la gente en la calle y decirle: la magia existe. Yo no tengo problema pero la gente se asusta”.

Sus cosas

Un libro
Juan Salvador Gaviota

Juan Salvador Gaviota

A los 12 años leyó por primer vez Juan Salvador Gaviota, de Richard Bach. De esa lectura aprendió, por ejemplo, sobre la importancia de vivir el momento. “El personaje le está enseñando a volar a la gaviota y le preguntan cuál es la mejor velocidad, la más perfecta. Él dice algo así como que la velocidad perfecta es estar ahí”.

Opción de vida
Comida vegetariana

El vegetarianismo

“A los 15 años me invitan a comer un asado, y llego y está la vaca arriba de la parrilla. Lloré, no podía creer lo que estaba viendo. Entonces dije: ‘ayer fue el último día de mi vida que comí carne’. Evito los asados. No puedo creer lo que están comiendo. Si te invito, comés mis ensaladas de colores. ¿Cómo van a estar livianos si comen almas muertas?”

Una película
La sociedad de los poetas muertos

La sociedad de los poetas muertos

“La vi cuando era chica y me partió la cabeza. No podía creer que hubieran plasmado en el cine lo que yo estaba sintiendo, era perfecto. El profesor les dice que ellos tienen que ser piezas únicas, extraordinarias, y yo siempre siento eso, que cada persona tiene que encontrar su camino sin importar lo que te dicen los demás”.

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