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El dueño del último segundo

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En la cancha, es un desborde de energía que nunca se achica.

A fuerza de lograr tantos en instancias clave, Sergio Llull es el mejor jugador del básquetbol europeo. La NBA le coquetea, pero él se resiste a dejar el Real Madrid.

La tramontana es un viento inclemente y tenaz que sacude con fuerza episódica Mahón, el extremo más oriental de la cartografía española. Cuando llegaban las lluvias o las frías turbulencias a la ciudad, los niños del colegio de La Salle se recogían apiñados en el pabellón del centro escolar para continuar con su bullicio de carreras, tiros y encestes. Para los mayores, las pistas principales; para los pequeños, apenas unos palos de color naranja con una base y un aro, sin tablero. En aquella amalgama comenzó a abrirse paso, en los primeros años de la década de los noventa, la pasión por el baloncesto del que ahora es el jugador más decisivo de Europa. Sergio Llull representa la aleación perfecta de talento, perseverancia e intrepidez. A todo ello añade un fascinante pacto con el cronómetro.

"Se trata de dominar tiempo y espacio. Entrenamos mucho y jugamos 100 partidos al año. Las dimensiones de la cancha me las conozco de memoria. Siempre tengo localizado el aro para dar la intención y la fuerza necesarios a la pelota para meterla", cuenta el base del Real Madrid. "En alguno de esos tiros influye la suerte, pero hay mucho de repetición, de reflejo aprendido desde la infancia. Muchas canastas entran por convicción y por deseo, no por técnica. Hay que creer hasta el final. La suerte es para el que la busca, para el que trabaja e intenta esforzarse siempre", relata para explicar su ecuación de la parábola. La misma que le ha llevado a protagonizar con éxito tantos finales inverosímiles en los últimos tiempos.

A la cita en las pistas del madrileño pabellón de Valdebebas llega acariciando la pelota. A sus 29 años, Llull encarna la imagen de un deportista en plenitud. Iluminado, febril y heroico, el menorquín domina los partidos con bravura y simboliza un homenaje a la competitividad. "Necesito la adrenalina de disputar un título cada tres meses, la pasión de las finales. Ese es uno de los grandes motivos por los que me quedo aquí y no me marcho a la NBA. Allí tienen la mejor liga del mundo y jugaría con los mejores, pero yo quiero hacer historia en el Madrid", explica.

"Me apasiona la sensación de ganar. Es algo brutal. La felicidad es estar donde quieres, sentirte a gusto contigo mismo y tener la vida que deseas al lado de los que te quieren. El dinero no lo es todo", añade.

Elegido en el puesto 34º del draft (lista de los nuevos jugadores seleccionados por los equipos del campeonato estadounidense) de 2009 por los Denver Nuggets, que después traspasaron sus derechos a los Houston Rockets, Llull ha respondido siempre con negativas a la NBA, la última en el verano de 2015. La franquicia texana volvió entonces a la carga ofreciéndole un contrato irrechazable de 24 millones por tres años. Dudó como nunca. Pero, finalmente, la propuesta de ampliación de contrato que le ofreció el Real Madrid hasta 2021 le reafirmó en su idea de quedarse aun cobrando tres veces menos que en Estados Unidos.

"No le doy muchas vueltas a la renuncia. Hay muchos que sueñan con jugar en la NBA; yo desde pequeño anhelaba estar donde estoy y sigo viviendo ese sueño", repite cada vez que se reabre el debate. Los que le conocen afirman que ser dueño de su destino es la mayor demostración de un carácter indomable forjado desde niño. Quedándose abrillanta sin cesar un estatus que se resetearía en la meca del baloncesto. La invitación sigue latente, pero en su horizonte inmediato solo está el reto de agrandar la colección de títulos con su equipo y la boda con Almudena, el 1 de julio, tras seis años de noviazgo.

Maniático del orden y la limpieza, apasionado de los mariscos y el helado de vainilla, admirador —"como todos"— de Michael Jordan, madridista de cuna, asiduo al Bernabéu, fotógrafo de las celebraciones de su equipo, recolector de todas las redes de la gloria y disc jockey del vestuario blanco y de la selección, Llull comenzó a jugar al básquetbol nada más salir de la escuela infantil y no tiene pensado parar nunca. "No sé aún qué quiero ser de mayor", confiesa. El hijo de Toñi, empleada de la Transmediterránea en el puerto de Mahón, y de Paco, alero tirador en sus tiempos mozos y después dueño de una aseguradora en la isla, creció dando lustre a su expediente de buen estudiante destacando en matemáticas, flojeando en filosofía y sufriendo en plástica. Los piques con su hermano Iván, cinco años menor, forjaron una personalidad irreductible que eclosionó en el partido que marcó su porvenir. "No me gusta perder", repite como eslogan.

Un 6 de noviembre de 2002, a nueve días de cumplir los 15 años, un torbellino pasó por el polideportivo municipal de Alayor. "Nos jugábamos la liga en casa del segundo clasificado y me salió un partido redondo. Anoté 71 puntos, repartí 19 asistencias y ganamos 105-117. La noticia salió en Internet y comencé a entrar en las convocatorias de las categorías inferiores de la selección", recuerda. Semejantes cifras hicieron saltar los radares de la Federación Española de Baloncesto (FEB). "Le localizamos y le convocamos a una miniconcentración. No pasó el corte, pero se quedó bien apuntado en la agenda", cuenta Ángel Palmi, exdirector deportivo de la FEB.

"En 2004, poco antes del Europeo Júnior de Zaragoza, se lesionó el base titular y nos acordamos de él, aunque era un año más joven que el resto. Físicamente no era ni la mitad de lo que es hoy, pero corría y corría sin parar y tenía la misma voluntad que ahora. Se esforzó siempre por mejorar en su oficio, se propuso hacer historia y lo está consiguiendo", añade Palmi. "Ya entonces era un caballo desbocado. Llegaba antes que nadie al campo contrario. Disfruta de lo que hace y lo deja todo en la cancha. Vive en el último segundo", refrenda Luis Guill, técnico ayudante en aquel campeonato.

Un año antes, Llull había dejado la casa familiar en busca del gran desafío de su vida. "Me fui a Manresa en 2003 para intentar que el baloncesto fuera mi profesión. Era una de las mejores canteras de España, allí se habían formado grandes jugadores y me parecía el mejor sitio para crecer. Soñaba con dar el salto a un equipo profesional", confiesa. "Fue difícil. Me fui a vivir a un piso compartido con otros dos compañeros de equipo. Y ahí te toca madurar muy rápido, por pura supervivencia. Tuve que aprender a poner el lavarropas, a planchar, a cocinar, a limpiar…".

En Manresa le adoptó el que aún considera su hermano mayor en el baloncesto, Rafa Martínez. "Dio el estirón y quemó etapas muy rápido. En su cuarto año aquí le cambió la vida. Esa temporada empezó jugando muchos minutos, pero con el cambio de entrenador ficharon a otro base y dejó de contar. En esas edades son épocas de muchas dudas, de seguir o no seguir, pero él se refugió en el trabajo. De ahí en adelante ya no paró", explica el ahora jugador del Valencia Basket.

"En unas semanas pasó de ser el tercer base del Manresa en la Liga Española de Baloncesto Oro (de segunda división) a ganar con el Madrid la ACB, la principal liga profesional. Le llegó su sueño con 19 años y lo ha aprovechado al 100%. Un día nos íbamos por la tarde a Los Barrios (Cádiz) a jugar el play off y me llamó al mediodía para decirme que no iba a venir, que había firmado por el Madrid, habían pagado la cláusula y el Manresa estaba de acuerdo. Me quedé helado. Me alegré por él, pero me fastidió que se marchara. No pudimos celebrar el ascenso juntos. Llevaba unos días raro, supongo que porque estaba concretando el fichaje y no quería decir nada. Estaba ilusionadísimo", rememora Martínez.

SUS COMIENZOS.

Un desborde de energía que nunca se achica.

Debutó con el Real Madrid en la Liga ACB el jueves 17 de mayo de 2007, disputó 2 minutos y 15 segundos y no lanzó al aro; solo una asistencia figura en su primera ficha como madridista. Pero apenas un mes más tarde estaba celebrando ante el Barça en el Palau. "Su verdadera carta de presentación fue el partido amistoso contra el Toronto en octubre. Fue la primera victoria del Real Madrid ante un equipo de la NBA y él hizo un partidazo con 17 puntos. Allí apareció el grito de la afición: ¡Llull, Llull, Llull…!. Ahí comenzó su conexión con la tribuna. La gente vio en él un chico entregado y humilde que se ha ganado a pulso todo lo que le ha sucedido. Es un jugador a la antigua usanza, de los que les apasiona su trabajo. Por eso le quieren tanto", analiza Joan Plaza, su técnico entonces. "Tenía velocidad y dureza, pero se trataba de darle confianza para que perdiera los complejos. Había que liberarle del miedo al error. Antes o después de cada entrenamiento hacía series de lanzamiento de 30 a 45 minutos todos los días. Le grabábamos desde todos los ángulos, sacábamos sus estadísticas e intentábamos encontrar similitudes entre su mecánica de tiro y la de otros jugadores, buscábamos la biomecánica más parecida a grandes tiradores de la NBA como Ray Allen o Kyle Korver", prosigue Plaza, que atisbaba semejanzas entre el estilo de Llull y el del base estadounidense Chauncey Billups. "Jamás vi un joven con esa ambición. Desbordaba energía en el equipo y no se arrugaba ante ningún rival. Se hizo uno más del grupo en apenas unas semanas. Ahora está a un nivel solo comparable al del mejor Juan Carlos Navarro", explica Álex Mumbrú, uno de los líderes de aquel vestuario madridista.

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En la cancha, es un desborde de energía que nunca se achica.

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