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El desafío de ser la primera generación de la familia en llegar a la universidad

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Rodrigo Camelo. Foto: Leonardo Mainé
ND 20190322 Foto Leonardo Maine archivo El Pais Rodrigo Camelo

DE PORTADA

Sus abuelos, padres y tíos no pudieron estudiar, pero sembraron el camino para que estos jóvenes puedan ir a la universidad

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Hay familias en las que el sueño de la universidad no es de uno, es de todos: de padres, de hermanos, de tíos, de generaciones. El abuelo de Antonella (25) pidió ser el encargado de enmarcar el título de su nieta cuando ella se recibió de psicóloga en la Universidad de la República. Así que el documento viajó casi 400 kilómetros hasta Paysandú, la ciudad de origen de Antonella, para convertirse en cuadro. “Cuando estuvo pronto, fue papá a buscarlo y me mandó una foto de mamá con el título en mano. Ahí es cuando caigo en la importancia que tenía el haber logrado algo que no se había dado antes en mi familia”, comenta Antonella.

En la casa de Catherin (27), en la misma pared en la que está el cuadro de sus 15 años, cuelga su título. Su madre lo puso allí como parte de la cronología de logros y anécdotas de vida de su hija. Ese papel, o los conocimientos que simboliza, es algo que nadie nunca le podrá sacar a Catherin. Eso le inculcó su madre, después de vivir su propia vida añorando más oportunidades.

Los padres de Facundo (20) siempre le inculcaron la idea del estudio, y este año se mudó de Melo a Montevideo para empezar Relaciones Laborales. Su sueño era ser jugador de fútbol, pero el tiempo pasaba y no aparecían las oportunidades, así que se inclinó por el lado más seguro: hacer una carrera, y así convertirse en el primero de su familia en acceder a la universidad. Sus padres tuvieron que trabajar desde jóvenes, pero su madre siempre le habló de la importancia de estudiar y buscar futuro, y de Montevideo. Porque en Melo no había posibilidades.

Según el último censo de la Universidad de la República, realizado en 2012, un 54 por ciento de la población universitaria era primera generación familiar. Como Facundo, Antonella y Catherin, hay muchos chicos que sin precedentes familiares deciden ir a la facultad. Vienen de hogares donde el trabajo era la primera y única salida, pero donde sus propias familias les trazaron caminos con más opciones.

Sueños

De niño, cuando la vida en Ansina era suficiente, Rodrigo (foto principal) quería ser maestro. Allí, en una localidad de 3000 habitantes a 50 kilómetros de Tacuarembó, vivía junto a su madre, sus tres hermanas y los perros. Pero Rodrigo empezó a crecer, arrancó el liceo y los intereses fueron cambiando. En principio, quería estudiar ingeniería civil. Tanto en su localidad como a la redonda las oportunidades no eran muchas. En su familia tampoco.

“Mis padres se divorciaron cuando yo tenía seis años, y desde entonces siempre fuimos solo mi hermana mayor, mi mamá y yo, hasta que nacieron las más chicas. Estudiar en Montevideo no era algo cercano a lo que podíamos pensar”, cuenta Rodrigo. Hoy tiene 22 años y sabe que ese freno no era adrede. Que cuando su madre le decía que no había chance de emigrar, había un motivo económico. “En realidad, ella quería que estudiáramos. Lo noto ahora y lo demuestra. Pero en ese momento, por nuestra situación, por la familia, por cómo vivíamos, se daba cuenta de que -por más que quisiera-, era algo que no podíamos pagar”, añade. Su preocupación principal era que sus hijos comieran y tuvieran lo necesario para ir al liceo. Montevideo ya significaba el costo del alojamiento, de los libros, de los pasajes.

La gran importancia de los pares

Tanto a Luciano como a Rodrigo les fue fundamental llegar a la facultad conociendo gente a través de WhatsApp. Desde las respectivas instituciones a las que asisten (Derecho y Medicina) y los gremios estudiantiles de ambas, se encargan de generar encuentros virtuales, y luego personales, para que los alumnos nuevos se integren.

Rodrigo, que ingresó a Relaciones Internacionales en 2017, conserva los mismos amigos desde el primer día de clase. Los conoció a todos por el grupo de WhatsApp de su generación, y desde el inicio se sentaron juntos, compartieron materiales, clases y horas de estudio.

“Yo me imaginaba que iba a llegar el primer día y no iba a saber para dónde agarrar”, admite por su parte Luciano. Pero desde el inicio tuvo la guía de los tutores (alumnos de grados superiores) que los acompañaron desde para matricularse hasta para encontrar un salón. Una vez comenzado el año, estos estudiantes siguen disponibles ante cualquier duda de los recién llegados.

No obstante, Rodrigo tenía una meta. Para que su intención de ser ingeniero lo llevara a la Facultad de Ingeniería, diseñó un camino. Como muchos otros chicos del interior, sabía que si primero se iba a la Armada Nacional, podría terminar el liceo en la capital y tener un trabajo que le permitiera sustentarse, para luego sí ir a la universidad. Entró a la Escuela Naval. Al año siguiente, por amor, se fue a Buenos Aires, donde empezó ingeniería civil en la Universidad Nacional de La Plata. Pero se sintió solo, se dio cuenta de que aquella no era carrera para él y regresó a Ansina. Una vez en el pueblo, se tomó tiempo para pensar una nueva estrategia y una nueva carrera: si conseguía las becas del Fondo de Solidaridad y de Bienestar, podría “bancarse” hasta graduarse.

Hace unas semanas supo que aprobó lo que le quedaba del tercer semestre de Relaciones Internacionales, y ya empezó con todo el entusiasmo el año nuevo. Ahora sumó algunas materias de abogacía. Todo va bien. Tiene ganas de trabajar, pero el primer objetivo es tener el título. Después quiere convertirse en ejemplo y sostén para que sus hermanas menores tengan opciones. Además, trata de motivar a su madre para que termine el liceo. “Mi madre terminó la escuela y en esa época en el campo ibas a trabajar, ayudabas a la familia con el cuidado de los hermanos chicos. Tampoco tuvo la posibilidad de elegir. Tuvo el sueño y no lo pudo cumplir. Entonces quiero ser quien le diga ‘Mamá, estudiá, te ayudo, te explico’. Yo siento que es mi deber poder hacer que ella alcance sus sueños, cuando ella es la que lucha para que yo alcance los míos”.

Mitad y mitad

El padre de Catherin no terminó primaria, y su madre hizo el curso de analista contable en UTU. De ahí, directo a trabajar toda la vida. “Pero yo viví siempre con mi madre, y para ella la única opción que había era terminar el liceo y estudiar. Ella siempre se sintió poco valorada, y pensó que tener un título hacía que si en algún lugar te sentías mal o veías que no te daba lo suficiente, era una herramienta para buscar otra cosa”, comenta.

Catherin Sosa. Foto: Gerardo Pérez
Experiencia. Catherin descubrió el comercio exterior en el trabajo.. Foto: Gerardo Pérez

Y sí, una vez que Catherin defendió su memoria de grado en Comercio Exterior, después de llorar y abrazar a su madre, después de festejar con sus amigas, supo que si algo tenía en la vida, eran opciones, y con el título, muchas más. “Todos mis amigos estaban en shock porque nunca lloro por nada. Era el descargar los nervios y de decir: ‘Al fin’. Esto que aparentemente era reimportante, quedó, está, existe, es mío, lo tengo’”.

El título es “algo que no nos pueden sacar”

Antonella reconoció la importancia que daba su familia a su carrera cuando vio una foto de su madre con el título universitario enmarcado. “Mi padre siempre nos decía que no hiciéramos lo mismo que él, que no dejáramos de estudiar, porque después había que irse revolviendo. Tampoco es que tengo la vida salvada por tener un título en casa, pero te abre muchas puertas”, opina.

Para Luciano, que quiere ser médico, el título no es sinónimo de felicidad, pero significará la confianza de muchas personas en él. La que tuvieron los que lo apoyaron en la carrera, y la que tendrán quienes lo reconozcan como doctor.

Catherin ve en ese papel, un reflejo de sus logros, de sus años de estudiar y trabajar, y además, opciones.

Todos concuerdan en que el día de mañana podrán sacarles todo, menos eso tan valioso que alcanzaron: conocimiento.

Llegar al título no fue así nomás. Al principio, Catherin pensaba que sería arquitecta porque disfrutaba dibujo. Pero entró a la facultad y le costó lo técnico. Además, empezó a trabajar y los tiempos no le daban. Sin embargo, trabajar para ella —más que una traba—, fue un puntapié. Su primera experiencia laboral fue en una importadora y ahí conoció el comercio exterior, investigó, hizo primero un curso corto para confirmar su gusto y al tiempo consiguió una beca y estaba inscrita en la carrera de Comercio Exterior de la Universidad Católica. “Pienso que mi desarrollo fue mitad por el estudio y mitad por el trabajo, que también me dio muchísimo conocimiento. Alcancé un punto profesional en el que me gusta donde estoy, y por ahora no necesito más”, sostiene.

En equipo

El día que defendía su tesis para recibirse de psicóloga, Antonella habló con su madre por teléfono y caminó por Tristán Narvaja llorando. El día antes, cuando sus padres se disponían a viajar de Paysandú a Montevideo para festejar con ella, a su madre la ingresaron en CTI. Lloraba por los nervios o por lo que pasaba en Paysandú o por la situación totalmente distinta a lo que había imaginado cuando, cinco años atrás, empezó la carrera. “Cuando me dicen: ‘No vamos. Los valores dieron mal, mamá tiene que quedar internada’, se me vino el mundo abajo en ese momento”, recuerda. A pesar de todo, cuando tuvo que pararse frente a los docentes, sintió calma y disfrutó hacer la defensa.

Antonella Luaces. Foto: Gerardo Pérez
Psicóloga. Antonella fue la primera de su casa en obtener un título universitario. Desde entonces no paró y ahora está enfocada en los posgrados. Foto: Gerardo Pérez

“Cuando tengo que dar trabajos orales, puedo tener todo sumamente claro e igual estar muy nerviosa. El día de mi tesis te juro que sentía paz, mis amigas me sacudían y me decían: ‘Te estás por recibir y estamos más nerviosas que vos’. También fui la primera de nosotras en recibirme, entonces estaba la emoción del grupo, y ellas que sabían lo particular del momento. También mi novio, aguantándome esos días antes. Y además estaban mi tía y mi hermano para acompañarme”. Antonella estaba contenida. Su festejo fue comer unas pizzas con sus amigas, y luego regresar a Paysandú para acompañar a su familia.

A los 15 años, Antonella ya había decidido que quería ser psicóloga, aunque no conocía a nadie que lo fuera ni había hecho terapia. Cree que fue vocacional, un devenir de haber sido por mucho tiempo la que escuchaba a sus amigas e intermediaba cuando era necesario: “De grande me di cuenta de que en casa también tenía ese rol”, reconoce. Ya en cuarto de liceo supo que lo suyo era la psicología pero para trabajar con niños. Una cuestión de feeling. Hoy, después de recibirse en 2016, sigue estudiando posgrados y entre otras cosas, trabaja como acompañante de niños con TEA.

Aunque en su familia no había ningún universitario, siempre dieron por sentado que ella sí se mudaría a Montevideo para estudiar algo: “Para mí era lo esperado, pensaba que era obvio que en algún momento me iba a ir. No tenía la noción, no entendía lo importante que era para mi familia”. Pero significaba tanto para todos que incluso su abuelo y su tío colaboraron para que los gastos de su estadía capitalina fuesen más llevaderos. “Al día de hoy, mi abuelo me sigue dando una mensualidad, aunque yo le explico que no preciso, que estoy trabajando. Pero él es feliz, y me paga la caja profesional”, cuenta, entre la ternura, el humor y la satisfacción de que su logro fue cosa de todos.

El momento

“Llevo en los hombros todo el progreso de una familia que logró llegar a un lugar a lo largo de varias generaciones”, responde Luciano. Tiene 18 años y unas ideas muy firmes sobre quién es, dónde está, por qué está ahí y a dónde quiere llegar. No le gusta el “asunto de la meritocracia”, eso que dice que el que tiene algo “se lo ganó”. Porque, dice, él no se ganó de ninguna forma que su madre pueda trabajar lo suficiente como para que él esté en la universidad: “Mi bisabuela era costurera, mi bisabuelo albañil, y si yo hubiera nacido en esa época, no hubiese aspirado a lo mismo que ahora. Creo que es el momento en el que nací. Sí hice valer los méritos de mi familia por otros chicos de mi generación, que por su momento familiar distinto no accedieron, y tampoco merecían no acceder. Es un azar de donde uno nace, tiene su gusto amargo eso”.

Luciano Rey. Foto: Francisco Flores
Luciano cree que llegó a donde está por el proceso familiar. Foto: Francisco Flores

Tampoco le gusta la frase “el que es pobre, es pobre porque quiere’ o ‘el que no estudia no estudia porque no quiere’.” Está convencido de que es cuestión de posibilidades, y tiene como ejemplo a su familia. Su padre es fallecido, pero Luciano sabe que apenas terminó la escuela primaria ya tuvo que trabajar, porque su abuela murió y su abuelo se volcó al alcoholismo: “Quedó muy desamparado”.

El sueño de su madre era hacer arquitectura, y lo intentó, pero cuando sus padres se divorciaron tuvo que trabajar: su ingreso era uno de los pilares de la casa. Da clases de inglés desde que tiene 15 años, intentó hacer el IPA o Licenciatura en Educación, pero tampoco le dieron los tiempos. “Mi madre quiere terminar el IPA para tener un mejor trabajo, yo le dije que más adelante podría hacer arquitectura, ella cree que no es el momento. Pero es una gran profesora, se le da muy bien. Ha dado clases en aulas comunitarias y cárceles”, dice Luciano, orgulloso.

Luciano sorprendió en su casa cuando, ya en primero de liceo, dijo que quería ser médico. Pasaron los años y el interés por la profesión se mantuvo. Ahora hace tres semanas que empezó la carrera, y comenta que a diferencia de muchos que ya quieren que pase el tiempo y recibirse, disfruta de cada etapa. Y mientras es un “médico en proceso”, tendrá que definir si se inclina por la neurocirugía o se va por otra rama porque no le gusta tanto lo micro. “Mi madre siempre me motivó a estudiar y me dijo que hiciera lo que me gustara”, y en eso está pensando.

Ciencias

Paula no recuerda si fue Papá Noel, los Reyes Magos o en un cumpleaños, pero cuando tenía 8 o 9 años le regalaron un juego de química, y la atrapó. “Me gustaba mezclar cosas, los colores, que saliera humito, y se ve que me quedé con la idea de ir para ese lado de la ciencia”, cuenta.

Creció en el límite entre La Teja y Belvedere, fue a la escuela Canadá, hizo ciclo básico en el Liceo 47, de ahí al Bauzá y después la Facultad de Ciencias. Hoy, con 30 años, está haciendo un doctorado en química, es docente e investigadora.

Los “mutantes”, un grupo al que se debería prestar atención

Luis Correa, decano del Instituto Universitario de psicoterapia de la Asociación Uruguaya de Psicoterapia Psicoanalítica explicó a Domingo que cuando se estudia la eficacia de los sistemas educativos, se valora a aquellos que producen “mutantes”.

Tomado de la biología, es aquel ser que se aparta de su especie porque tiene alguna anomalía genética que a le sirve para adaptarse mejor al medio. En el sistema educativo, los mutantes son aquellas personas que logran un nivel educativo por encima del de su grupo de pertenencia. Pero en la sociedad, aunque esa mutación positiva permite adaptarse mejor, las dificultades son mayores. “Más si hablamos de un ‘mutante superior’, que es aquel que alcanza la universidad por primera vez en generaciones. En la escuela hay muchos elementos que acompañan al chico. Pero la universidad en general presupone que ya no trabaja con seres inmaduros, que hay un nivel de autonomía y que por lo tanto el que llega se la tiene que arreglar de alguna manera”, añade. Se descuida a “los mutantes superiores”, y esto se refleja en una gran deserción a nivel universitario.

Cuando definitivamente llegó el momento de elegir la carrera, ya no se trataba de un juego, sino de la vida y del futuro. Lo que quería era encontrar soluciones a problemas, la ciencia le daba eso. Estudiando, Paula obtenía dos cosas: por un lado, herramientas para devolver algo a todos los que hicieron posible que ella llegara hasta ahí; por el otro, conocimientos. Al final, la ciencia no solo le dio instrucción para el laboratorio, sino que la sacó al mundo.

“Estudiar te remueve desde el vamos. Primero la posibilidad de los lugares donde uno se puede mover desde la academia; pero también desde el reflexionar, desde el salir del laboratorio y compartir el conocimiento. Criticar y que te critiquen, para crecer”. Le ha tocado ir al interior, donde admira los alcances científicos que ve en las escuelas; y ha podido viajar por el mundo, desde la Base Científica Antártica Artigas en la Antártida a la Escuela Politécnica Federal de Lausana en Suiza, donde trabajó con el químico Michael Grätzel por una pasantía.

Con su hermano (37, licenciado en Educación), son los primeros de la casa en hacer facultad: “Mis padres no tenían ni herencia, ni propiedades, y lo único que podían dejarnos era que nos formáramos. Trabajaron duro los dos para que pudiéramos acceder y estudiar. Fue una conversación constante el cómo nos iba, el qué queríamos hacer. Nunca hubo un palo en la rueda”.

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