TURISMO
A 169 kilómetros de Cusco, esta desconocida ciudadela inca es “hermana” de la célebre peruana. Para llegar hay que caminar 63 kilómetros en cinco días y el esfuerzo y la visita valen la pena.
Todo comenzó cuando mi amiga Silvina vio en una revista de viajes un recuadro que apuraba a ir a Choquequirao antes de que lo tomaran las masas. Uno de esos sitios arqueológicos aún vírgenes al turismo que no lo sería por mucho tiempo. El día previo a la partida, el guía Diego Choque García se encargó de detallar, mapa en mano, las largas horas diarias a caminar, la altura a trepar, el peligro de los precipicios y la importancia de que cada cual librara de toda responsabilidad a la empresa en caso de accidentes con una firma. Más allá de eso, la íbamos a pasar genial.
Los primeros días
Cachora es un pueblo colonial de adobe que formaba parte de la hacienda de San Pedro de Cachora, gran parte de cuyos tres mil habitantes se dedican a la agricultura o a arrendar mulas y equipo a los caminantes que emprenden el ascenso de 63 kilómetros de ida y vuelta que lo separan del Parque Arqueológico Choquequirao. Son tan pocos los que lo visitan, que aún no existen los puestos de souvenirs y los alojamientos se cuentan con los dedos de una mano.
Somos ocho turistas, acompañados por un guía, dos muleteros y sus siete mulas, un arriero con dos caballos de soporte, un cocinero y su ayudante. Además, una mochila de siete kilos por caminante que cargan las mulas, carpas, bolsas de dormir, los bártulos necesarios de cocina y varios kilos de comida para los cinco días.
El día uno de caminata es tranquilo: un recorrido de dos horas por chacras cultivadas con pendiente poco pronunciada nos conduce al Abra Capuliyoc, un balcón con vista a la imponente Cordillera de Vilcabamba. El camino serpentea la ladera de la montaña a 700 vertiginosos metros del río Apurimac, “el río que habla”, por su estruendoso ruido. La cena en Chiquisca es bien temprano, ya está oscuro a las 6.30 de la tarde y no hay mucho por hacer.
Cuando llegamos, las carpas están armadas y las colchonetas infladas. Solo hace falta estirar las bolsas de dormir. Eber, el cocinero, y Apolinario, su ayudante, nos sorprenden con una comida de lujo: saltado de lomo con papas, sopa de verduras, arroz y, de postre, duraznos en almíbar.
Al otro día, la caminata comienza a las 6.30, el momento de menos calor. Unas horas de trekking al siguiente punto de descanso y un merecido snack calórico. Agua y más agua. Las mulas ya cargadas nos pasan a paso firme, con el menor de los esfuerzos. Cocineros marchan detrás a toda velocidad. Más caminata y a almorzar. Un breve descanso y más esfuerzo. Cuatro o cinco horas hasta el próximo campamento. Merienda, sobremesa y cena y a recuperar fuerzas hasta el día siguiente.
Paso corto y sostenido
Los Covarrubias son la familia que monopolizó Marampata. Un caserío a 2.900 metros donde primos, abuelos, nietos, y sobrinos de 12 familias viven en feliz comunidad. Tienen cuises, bananas, paltas y papayas y otros cultivos. También viven del turismo, pues alquilan sus baños, casas para cocinar y sus terrenos a los campamentistas.
Para nosotros son como un oasis: llegamos a mitad del segundo día tras un ascenso mortal. Desde Playa Rosalina apenas cruzado el Apurimac la subida se pone dura: cuatro horas y media de 50 grados en zigzag sin un solo sector plano.
Desde Marampata, aún queda un trecho más hasta el campamento base en Choquequirao, el destino que a esta altura es un pretexto más.

Reclamada por la selva
Se dice de Choquequirao que es la hermana sagrada de Machu Picchu por la semejanza estructural y arquitectónica con esta. La ceja de selva en la que se sitúa tiene un gran parecido geográfico. Pero por algún motivo, a Machu Picchu le tocó la portada y las 2.500 visitas diarias y Choquequirao quedó en el olvido, cubierta por la selva. Es una sorpresa enterarse que fue también el arqueólogo Hiram Bingham quien llegó en 1909 aquí, dos años antes de redescubrir la más popular Machu Picchu. También es un enigma pensar por qué él y otros que llegaron antes, la subestimaron de ese modo.
El verdadero premio para quienes caminan hasta la ciudadela inca perdida es la soledad con que se visita las ruinas. Por ahora, y quién sabe durante cuánto tiempo más, el recinto arqueológico es solo para unos escasos 20 turistas diarios. Y en eso reside su encanto. Aunque esté excavado en un 30%, aunque cueste unos 63 kilómetros de ida y vuelta llegar a pie con un desnivel de 1.700 metros y la selva lo tape, aunque los datos acerca de ella no sean del todo claros y la información contradictoria, nada importa. Los ocho miembros de nuestra pequeña expedición nos sentimos verdaderos exploradores y comenzamos nuestra visita privada a las ruinas haciendo una ofrenda a la Pachamama. De un pilón de hojas de coca, cada cual elige las mejores tres, agradece y las ofrece a la madre tierra en medio del “Ushnu”, gran cima truncada y plataforma ceremonial inca en lo alto de la ciudadela a 3.100 metros sobre el nivel del mar y a 1.500 sobre el profundo cañón del río.
Una ciudadela completa
Se cree que Choquequirao (“cuna de oro” en quechua) fue un centro cultural y religioso. Es considerada uno de lo últimos bastiones de resistencia y refugio de los incas que por órdenes de Manco Inca abandonaron Cusco cuando en 1535 la ciudad se encontraba sitiada por los españoles. A Choquequirao, los invasores nunca la encontraron. Tuvo lugares de culto, un sofisticado sistema de riego y acueductos de provisión de agua potable para la población, que se estima fue de unas 8.000 a 10.000 personas.
Los nueve sectores que componen el complejo tenían funciones específicas. Algunos son bien distinguibles: se puede ubicar la parte superior (Hanan), los depósitos (Qolqa), la plaza principal (Huaqaypata), el sector inferior (Hurin), el sistema de andenes de cultivo inmediatos a la plaza principal (Chaqra Anden), la plataforma ceremonial (Ushno), la vivienda de los sacerdotes, las edificaciones administrativas, y las Llamas del Sol. Todo se visita con total libertad.
A la ciudadela la rodea un impresionante sistema de andenes construido sobre laderas prácticamente verticales. Sirvieron como plataformas de cultivo y como soporte de construcción.
Para poder ver las “Llamas del Sol” hay que bajar unos empinados 30 minutos más por una escalera que atraviesa los propios andenes y acceder a un mirador. Para los incas, las llamas eran sagradas e imprescindibles: se mueven con increíble facilidad por la alta montaña y son un buen transporte, su lana es fuente de abrigo, su excremento combustible, y su carne, alimento. Es por eso que aparecen constantemente representadas en la arqueología inca. Pero lo que se aprecia en estas 59 terrazas ornamentales es único. Las 24 figuras de llamas en contrastante cuarzo blanco, son mayores que el tamaño real y su forma muy sencilla y esquemática. Miran todas al norte, donde está su pastor. Son la joya oculta de la visita a Choquequirao.
El regreso es inevitable y se siente mucho más difícil. Al desandar el camino, se añora la motivación de la ida. Pero la satisfacción es plena y da un buen resto hasta llegar al quinto día de caminata, cuando a cada uno lo aguarda un caballo para cubrir la última media jornada hasta Cachora.