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Bruselas vuelve a brillar

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En Bruselas, 40% de la población es extranjera.

Seis meses después de los atentados, la capital europea hace esfuerzos por recuperar sus rutinas y visitantes.

Suenan sirenas en el barrio de los anticuarios de Bruselas. Uno, dos, tres autos de la Policía corren por sus calles y desaparecen en pocos minutos. Sobre la iglesia Notre Dame du Sablon, un helicóptero vuela formando círculos. Dos mujeres españolas, sentadas en la terraza de Sushi Shop, levantan la mirada y se preguntan qué está pasando. Una de ellas consulta su celular y termina con las dudas: dos policías fueron apuñalados en un barrio lejano al centro de la ciudad y los portales de noticias anuncian que están buscando al sospechoso. Miran el reloj y resoplan, casi al unísono. Son las ocho de la noche de una jornada atípicamente calurosa de comienzos de setiembre. El sushi no llega y las sirenas no paran. Entre murmullos, no pueden evitar entrar en estado de alerta. Y recordar los ataques terroristas que hace seis meses, el 22 de marzo, sacudieron el aeropuerto Zaventem y la estación de metro de Maelbeek. El miedo inicial pasó, dice una de ellas, radicada en la capital belga hace dos años por trabajo, pero la vida todavía no volvió a ser la misma.

Bruselas no es una capital europea más. De hecho, es el centro de gravedad de toda la Unión Europea (UE). Y, en consecuencia, es una pequeña porción de tierra —solo 161 kilómetros cuadrados— donde viven poco más de un millón de habitantes pero conviven 183 nacionalidades, 20.000 lobistas, más de 1.000 corresponsales extranjeros, 5.400 diplomáticos y unas 2.200 asociaciones internacionales. Detrás de Singapur, es la ciudad donde se realizan más reuniones internacionales —hace diez años desbancó a París de ese trono—. Sin embargo, con todas esas credenciales ni sus autoridades ni su población estaban realmente preparadas para ser objetivo de un atentado.

"En cualquier otra ciudad después de un ataque en el aeropuerto se cierran todas las estaciones del metro… pero eso acá no pasó, hubo media hora de tiempo entre una explosión y otra", comenta Frederick Boutry, productor de eventos, durante una cena en el marco de Eat! Brussels, la feria gastronómica que se realiza cada setiembre. Las explosiones cuya autoría se atribuyó el ISIS —igual que las de noviembre de 2015 en París y en julio de este año en Niza— los tomaron por sorpresa, abriendo grietas en su espíritu anfitrión e integrador.

El aeropuerto, que acababa de terminar obras de reestructuración en el área de controles y tránsito por 110 millones de dólares, estuvo cerrado 12 días. La red de metro mucho menos. Pero más allá de los ciudadanos de a pie —que poco a poco recobraron su ritmo habitual— y las grandes instituciones —probablemente, principal blanco de los ataques—, según el Ministerio de Economía belga uno de los sectores más golpeados fue el del turismo, afectando desde a los comercios minoristas hasta las actividades culturales y la hotelería. En el primer trimestre de 2016, la facturación en los hoteles (hay más de 200, 12 de ellos cinco estrellas) cayó 4% y la ocupación hasta un 36%. A simple vista, durante varias semanas también hubo menos gente en los bares y restaurantes, más allá de las zonas y las billeteras.

Pero el corte de verano durante julio y agosto hizo lo suyo. Como cada año, la ciudad quedó vacía para volver a comenzar en setiembre. Una temperatura más alta de la habitual acompañada por un inusual cielo celeste ayudaron a que Bruselas viviera el comienzo del año lectivo con una energía, al menos, distinta. A seis meses de los ataques, Patrick Bontinck, CEO de Visit Brussels, el organismo oficial de turismo, se anima a decir que están "casi recuperados". "El turismo de negocios alcanzó los mismos niveles que el año pasado… el ocio es un poco más complicado pero está mejorando. Inmediatamente después de los atentados se redujo alrededor de 30% y ahora estamos 15% por debajo de las cifras de 2015", explica. Salvo alrededor de la pequeña estatua del Manneken Pis —depositario de decenas de leyendas urbanas e ícono indiscutido de todas las postales— y de los puestos callejeros de waffles, no hay aglomeraciones. Y aunque la presencia de los oficiales del Ejército es evidente en más de una esquina de esta ciudad construida sobre siete colinas, después de las cinco de la tarde los bares y sus terrazas, comienzan a llenarse otra vez.

El gusto.

Es que en esto de rearmarse como destino turístico, la gastronomía es uno de los puntales. Bruselas, ciudad cosmopolita por excelencia —40% de su población es extranjera—, funciona como una suerte de parcours culinario en el cual se puede probar desde comida del Congo hasta argentina (no, no hay parrilladas uruguayas por ahora), pasando por vietnamita, china o cubana. "Al haber diferentes tipos de culturas que conviven en la ciudad, también hay distintos tipos de cocinas. Y de muy buena calidad. Tenemos los mejores restaurantes griegos fuera de Grecia", señala Bontinck. Entre otros trofeos, la capital de la UE también se jacta de contar con un restaurante japonés con una estrella Michelin, Kamo, en el municipio de Ixelles.

Durante los primeros días de setiembre, la ciudad le rinde honores a sus platos y bebidas. Primero con el Fin de Semana de la Cerveza Belga, durante el cual se celebra la tradición en la fabricación de cervezas de todo tipo y color. Pocos días después, el Parc Royal se transforma en una gran cocina a cielo abierto con Eat! Brussels, una feria donde se dan cita los mejores restaurantes de la ciudad en compañía de largas mesas donde se exponen y sirven los vinos de la vecina región de Burdeos. Tras pasar un estricto control policial, con zapatos cómodos y una copa en la mano, el público recorre los stands en busca de un plato que sorprenda su paladar. Y hay para entretenerse.

Pero más allá de los grandes nombres, hace tiempo que Bruselas apuesta a los pequeños emprendedores. Alejado de la zona céntrica, en el barrio de Uccle, está el local de Bouchéry, donde más que comida se comparte un estilo de vida. "Acá comemos, sí. Pero también vivimos. Y respiramos, tragamos y saboreamos. Con la lengua, los labios, los ojos y los sentidos. Dentro de la justa proporción entre fondo y figura. Y hay palabras para eso: coherencia y armonía", reza el sitio web de esa cocina bajo la batuta del chef Damien Bouchéry. Allí, en una casona de colores neutros y decoración nórdica, los platos cada vez tienen menos carnes y más flores. Hay menos productos importados y más vegetales de estación, orgánicos, locales. "Hace seis años comencé con este proyecto y sigo evolucionando para cocinar cada vez más fresco y saludable", dice Damien al recibir a un grupo de empresarios y periodistas extranjeros. Además de los platos del menú —breve y estacional—, Bouchéry ofrece la opción de hacer una degustación improvisada en el momento por el chef. En Trip Advisor las críticas ampliamente elogiosas ya le auguran una estrella Michelin.

"El éxito y la reputación de la comida de Bruselas no solo se debe a la buena atención sino a la calidad de los productos", asegura la ministra de Comercio Exterior de la región, Cecile Jodogne. Lo dice y señala a su alrededor, poniendo a Bouchéry como ejemplo del tipo de empresas a las que el gobierno apuesta para devolverle al turismo y la economía belga el dinamismo que había ganado en el último lustro. "Para nosotros cada vez son más importantes las iniciativas de los pequeños emprendedores", explica. Hoy, la ciudad es sede de unas 450 empresas con menos de 50 empleados, muchas en el sector gastronómico y ligadas a dos grandes banderas belgas: los chocolates y la cerveza. En ese contexto, no es casual que allí se dicte el primer máster en Food Design de Europa.

Lejos de los circuitos más turísticos hay una corriente que crece lento pero seguro: es la Slow Food y su apuesta a generar productores locales, orgánicos, naturales, sabrosos y saludables. Un ejemplo de ello es lo que ocurre en la pequeña fábrica de Generous, donde desde hace cuatro años se hornean los típicos speculoos (de masa firme y fina) y galletitas de vainilla, chocolate y limón sin gluten. Otro caso, aún más joven, es Bons Plaisirs, que produce platos dulces y salados para personas alérgicas o intolerantes a algunos ingredientes. "Las recetas son compatibles con un gran número de intolerancias, además de con dietas veganas. Y los efectos positivos en la calidad de vida son enormes", dice su fundador, Philippe Thewissen, mientras convida un brownie de chocolate sin huevo, manteca ni harina de trigo.

En la calle —sobre todo en las zonas más turísticas como la Grand Place—, el buque insignia de la gastronomía todavía siguen siendo los mejillones con papas fritas, que se pueden encontrar en más de un menú por unos 12 euros (unos 400 pesos). Y, claro, para terminar están los clásicos waffles, que en los puestos cuestan desde un euro y se pueden coronar con chocolate, crema chantilly, frutillas o… todo eso junto.

El sentimiento.

Por las calles del Sablon se entremezclan los anticuarios con las chocolaterías. Unos y otros se suceden en las veredas de uno de los barrios más elegantes de Bruselas como si compitieran por la mejor vidriera. "Esta es la zona cheta, donde en las terrazas de los bares se toma mojito y champagne", resume Pierre Massart, encargado de prensa de Visit Brussels. Allí, en una proa, la tienda de chocolates de Pierre Marcolini bien podría pasar por una galería de arte. Con su fachada todavía tapizada de flores en tonos rosa —esa es su decoración de verano, que cambia a fines de setiembre—, invita a disfrutar de su "colección" estival con los bombones y tabletas exhibidas como verdaderas joyas detrás de escaparates de vidrio y ordenadas según su origen, concentración de chocolate y tamaño.

Marcolini, italiano de nacimiento y belga por adopción, entró al negocio en el año 2000 y, dicen los entendidos, cambió el concepto del chocolate, viajando por el mundo en busca de los mejores granos de cacao y pagando hasta ocho veces más del precio del mercado. El valor de sus productos, en promedio un euro el bombón, es clara consecuencia de ello. Hoy es uno de los pocos chocolatiers —elabora su propia pasta de cacao— en el país del chocolate. En Bruselas tiene 11 tiendas, pero su mayor mercado están en Japón, donde para el día de San Valentín abre 110 pop-up stores por todo el país. Para los paladares menos exigentes (o los bolsillos menos abultados), alrededor de Marcolini hay firmas como Neuhaus o incluso Godiva, con precios más accesibles.

A pocos pasos de la Place du Sablon nace la empedrada Rollebeck, una calle repleta de bares y tiendas que aleja al peatón de la elegancia extrema y lo introduce en un universo más popular y ruidoso, donde en las mesas en lugar de copas se amontonan botellas de las más variadas cervezas. Es que en Bélgica la tradición cervecera no es un capricho sino el resultado de una industria con historia y empuje. De hecho, es el primer productor del mundo y se dice que sus habitantes beben una media de más de cien litros al año.

Más allá de las más de las 450 cervezas diferentes que se elaboran en las alrededor de 115 fábricas que hay en el reino, Bruselas tiene su propia variedad. Se llama Gueuze-Lambic y es la única del mundo con fermentación espontánea, es decir, sin adición de levaduras. Además de los templos cerveceros más famosos, como Delirium Café, la ciudad tiene cada vez más bares donde se pueden probar decenas de variedades artesanales, entre ellas la Lambic, que también puede prepararse macerada con frutas como cerezas o duraznos. Uno de esos sitios recomendado por los paladares más avezados es Moeder Lambic, donde para acompañar las bebidas hay tablas de quesos belgas, entre ellos el Herve, el más típico y que hoy solo una granja produce. Menos ortodoxa aún es la propuesta de Brussels Beer Project, un emprendimiento de un grupo de jóvenes con ganas de "refrescar" la tradicional cerveza belga. Empezaron en 2013 en un garaje y con el tiempo lograron armar su propia destilería en el centro de la capital, donde elaboran una nueva receta cada dos semanas y sirven, entre otras creaciones, su bestseller, Delta.

Por su tamaño y densidad, Bruselas es una ciudad que se hace a pie. Después de los atentados de marzo hay gente en vez de viajar en metro volvió al tranvía o la bicicleta. Además de sus dos idiomas oficiales (flamenco y francés) todos saben inglés e intentan con el español. Mientras muchos analistas hablan de crisis económica —calificándola incluso como la peor desde la Segunda Guerra Mundial—, Bruselas sigue siendo una urbe pujante. Con el paso del tiempo, la tensión general se volvió costumbre y sus habitantes se resignaron a una mayor presencia militar y policial en las galerías, los mercados y las estaciones de metro, sobre todo en "zonas sensibles" como el barrio europeo o las más densamente pobladas como Montgomery.

A Valentina Reynoso, una uruguaya radicada en Bruselas hace 18 años, los atentados le hicieron cambiar su rutina. Para evitar el metro en las horas pico, entra y sale un poco más tarde del trabajo, justamente en la administración pública europea. Además, le aconsejaron subirse siempre al primer vagón, que aparentemente es más seguro. También está más atenta a su entorno cuando usa el transporte público y desde entonces evita las actividades multitudinarias. Aquel 22 de marzo, Valentina se había pedido el día libre en el trabajo porque su padre llegaba a visitarla desde Buenos Aires vía Madrid. "Si no hubiera sido por la llegada de mi padre, yo estaba en el metro, como todos los días, en la misma línea, en esa estación, exactamente a esa hora. Y si el aterrizaje de mi padre hubiera estado previsto una hora antes, mi marido y yo estábamos en el aeropuerto a la hora de los atentados. Tuvimos mucha suerte".

Casada con un belga y madre de dos niñas, esta uruguaya dice que no vive con miedo pero sí con las "antenas paradas" y un cuestionamiento casi permanente sobre si quedarse en Bruselas o volver a Uruguay. Patrick Bontinck, de Visit Brussels, admite que la situación en Bélgica "todavía es difícil" pero es optimista sobre la capacidad de la gente de "superar este problema" en el futuro. "Y creo que la mejor respuesta es no cambiar nuestra forma de vivir. Tenemos que seguir viviendo y viajando con normalidad, no frenarnos solo porque un pequeño grupo de gente quiere destruir nuestro estilo de vida". *Invitada por Brussels Invest&Export.

Un ida y vuelta que crece con Bélgica.

La presencia belga más importante en Uruguay se ubica en un sector donde Bélgica es muy activa: transporte, operaciones portuarias y logística. Desde 1997 el grupo Katoen Natie/Seaport Terminals de Amberes viene invirtiendo en el país y en 2001 obtuvo la concesión por 30 años para la administración, construcción, conservación y explotación de la Terminal Cuenca del Plata del Puerto de Montevideo. En 2015, el comercio entre ambos países alcanzó los 67 millones de dólares. Los principales productos uruguayos exportados fueron arroz y carnes. De Bélgica, se importa maquinaria vial y agrícola, carne porcina congelada, papas fritas y chocolates, entre otros.

La apuesta para 2017.

En 2017 el gobierno de Bruselas prevé lanzar una campaña de 4, 5 millones de dólares "para darle la mejor imagen de la ciudad al mundo". Aunque su principal fuente de visitantes fuera de Europa es Estados Unidos, Patrick Bontinck, CEO de Visit Brussels, opina que América Latina "es un mercado importante" al que le tiene "mucha confianza". De hecho, hasta 2015 el turismo de Brasil venía creciendo alrededor de 25% cada año, superando, entre otros, a China.

En Bruselas, 40% de la población es extranjera.
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Bélgica produce 450 variedades de cervezas. La típica de Bruselas es la Lambic.
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Bruselas es famosa por ser gay friendly; los homosexuales se pueden casar desde 1984.
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Las historietas, con Tintín a la cabeza, forman parte de la cultura de la ciudad.
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Sus restaurantes, incluso en un tranvía, son parte de su atractivo turístico.
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El Sablon, el barrio de los anticuarios y las chocolaterías.
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El "barrio europeo" es la sede de las grandes organizaciones internacionales. Foto: Visit Brussels.
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vea la fotogaleríaDANIELA BLUTH*

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