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Un balneario con aires de pueblo

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El balneario surgió a impulso de Gregorio Linares Sierra a mediados de 1920. Fotos: Fernando Ponzetto.

Pese a su playa con cantos rodados, Las Flores tiene un público fiel que encuentra allí su lugar de pertenencia.

El que llega una vez, vuelve siempre". La frase se repite como un mantra en el balcón del Club Balneario Las Flores, en la provisión de Juan José Palomino, en la casa de veraneo de la periodista Ligia Almitrán, entre las paredes del taller de la artista Cecilia Mattos, en medio de la huerta orgánica de la educadora preescolar Andrea Bentancourt y en la charla con el fotógrafo Leo Barizzoni. Pequeño, discreto, con más aire de pueblo que de balneario y pese a una playa tapizada de piedras, Las Flores conquista con una impronta que solo quienes llegan hasta allí son capaces de explicar. Y lo hacen con convicción.

"Yo no tengo nada místico ni esotérico, pero el que se instala acá se empieza a acostumbrar", lanza Ligia sentada en el jardín de María, la casa que alquila junto a Luis Hierro López desde hace 23 eneros, cuando su hija Antonia tenía apenas tres meses. Y en busca de una explicación racional que a veces se hace esquiva, agrega: "Creo que es por aquella cuestión de amparo que te da esa mezcla de pueblo contra el mar, que no se logra en otros balnearios de la costa".

Es que, más allá de los cantos rodados, Las Flores no se parece a ninguno de sus vecinos. Ubicado en el kilómetro 89 de la Ruta 10, flanqueado por Bella Vista al Oeste y Playa Verde —su eterno rival, confiesan viejos veraneantes— al Este, el lugar fundado por Gregorio Linares Sierra se distingue, a primera vista, por esa dinámica de poblado de casas de madera y piedra a lo largo de la ruta. Hacia el mar, hay terrenos de no más de 500 metros cuadrados, construcciones cuidadas, niños en bicicleta y santa ritas. Hacia los cerros, son unas pocas cuadras habitadas y mucho campo abierto y aún agreste.

"Proximidad", "intimidad" y "calma" son algunas de las sensaciones que conquistaron a Ligia. "¿Por qué se vuelve a Las Flores? Porque este es el lugar al que finalmente se termina perteneciendo, es el lugar donde uno va construyendo historia", dice la periodista. Aquel primer verano no se "amigó mucho con nada" y el debut en la playa "fue una desazón". Pero, casualidades de la vida, volvió al año siguiente. Y ya no pensó en cambiar.

En ese sentimiento de pertenencia, juega un rol fundamental el club del balneario, sobre la playa y activo desde hace 60 años. Punto de reunión, comilonas y juegos, es el centro neurálgico —o más bien el corazón— de Las Flores. "Este es un club privado pero abierto. Acá puede venir cualquier persona aunque no sea socia", dice Luis Rodríguez Silva, concesionario desde hace siete años. Si bien existe una "cuota mínima y simbólica", explica Luis, el club se mantiene por sentimiento, "un sentimiento de querencia" que se transmite generación tras generación. "Este es uno de los pocos clubes de balneario que tiene una comisión directiva, hay asambleas generales, se cambia el presidente cada dos años... Por eso este club es tan famoso y hace que el balneario sea famoso gracias al club", dice Luis con un juego de palabras que deja en evidencia esa dupla indivisible.

El club es, entonces, su pilar más evidente. Pero no el único. El otro es la playa. Sí, esa extensión —no demasiado extensa— de arena con restos de cáscaras de mejillones en la orilla y cantos rodados bajo el agua se transformó, paradójicamente, en una gran virtud. "Finalmente, la playa no se ha convertido en un obstáculo, sino casi en una manera de que Las Flores se mantenga como un lugar reducido y no haya una invasión". Sus habitués, los más y los menos afectos a los baños de mar, agradecidos.

El entorno.

La artista plástica Cecilia Mattos, veraneante desde 2008 y vecina full time desde 2016, es una de ellas. "Las Flores permaneció como un lugar especial porque la playa es así, porque a la gente no le gusta que haya piedras, entonces no tuvo ese boom que hubo en otro lados. ¡Y menos mal! Acá no se construyeron cosas horribles sobre la playa, eso no pasó... La gente ama esta playa o la odia, no les da igual. Muchos vienen y dicen nunca más". Cecilia, en tanto, capitalizó los atributos de la costa: sus trabajos más recientes surgieron de allí. "Desde que llegué mi obra se modificó por el entorno". En agosto expuso en el Centro de Exposiciones Subte El manto de la sirena y ahora está trabajando con residuos del mar, sobre todo plásticos y madejas formadas por hilos, redes y tanzas.

"Cuando llegué me iba a poner a pintar en el taller y no pude, hay momentos en que el entorno te va tomando", recuerda. Así, se convirtió literalmente en una beachcomber. Claro que ese proceso también tendrá sus frutos creativos; ya está trabajando en un proyecto con su hijo, el poeta Martín Barea. "Para crear este lugar es una belleza. Salgo a caminar por la playa un lunes de invierno y digo pah, qué millonaria que soy. La gente laburando en Montevideo y yo acá", reflexiona Cecilia y remata con una ruidosa carcajada, de esas que la caracterizan y que, en medio de su jardín, suenan aún más fuertes y auténticas.

La primera vez que pisó Las Flores fue hace unos 20 años. Pero su casa, Morgana, llegó bastante tiempo después, en 2008 y gracias a una herencia familiar. "Pasé un día, vi el cartel de se vende y me encantó que era una casa antigua". Consultando mapas históricos confirmó que, justamente, fue una de las primeras del balneario, levantada allá por 1945. Más tarde compró el terreno lindero, donde construyó su taller, con paredes de piedra y techo de pasto, que alquila en verano.

En 2016 cambió de estatus: pasó de ser veraneante a ser habitante. Transformó un viejo garaje en otro taller y levantó el piso de cemento de su jardín para plantar frutales y hacer una huerta. "Es mi última conquista", dice. "Lo que tiene vivir en un lugar así es que tu biorritmo se amolda a la naturaleza y la simbiosis se crea. No es como en la ciudad, que entrás y creás un microclima. Acá vivís en la naturaleza. Entonces el invierno es de introspección y germinación, la primavera es para afuera, el verano de relax y tiempos lentos y el otoño de cosecha... Y eso lo incorporás".

Desde siempre Las Flores fue el lugar elegido por artistas e intelectuales. Hoy es Cecilia, pero mucho antes había llegado hasta su costa Carmelo de Arzadun, quien construyó allí una casa de veraneo y se dedicó a pintar su playa. Así, a través de Arzadun, también conoció el balneario el fotógrafo Leo Barizzoni. En 2001 hizo una nota sobre el pintor para la revista Galería y, algunos años después, en busca de una casa para pasar sus vacaciones familiares, los caminos lo llevaron a Las Flores. "El comienzo fue por Arzadun y hoy se cerró un círculo porque alquilo una casa que está en el mismo punto donde él pintaba muchos de los cuadros. Hay una duna y un punto de vista desde donde veo lo mismo que veía él", cuenta.

Con el ojo entrenado por el oficio, lo que más le gusta al fotógrafo es la estética del balneario. "Me encanta. He ido en invierno y también es divino. Es muy fotográfico, muy pictórico, quizá por la influencia de Arzadun, pero veo los cuadros y me fascina conocer cada uno de los lugares que pintó". Además de las fotos "de recuerdos" familiares, Leo disfruta de salir, simplemente, con la cámara al hombro. "No pretendo fotografiar Las Flores, pero sí las situaciones que se dan allí. Me gusta sacar ese tipo de fotos que me permiten transmitir con una imagen lo que yo siento allí". Además, para solaz personal armó una colección de "piedras con cara" que recogió en la playa, fotografió y colgó en el patio de su casa. Cada tanto, también las expone al público.

El pueblo.

Como en todo pueblo, en Las Flores se duerme la siesta. Después del mediodía, las calles quedan desiertas y el único lugar que sigue de pie y en movimiento es el Club. "Acá venís a comer y los niños se quedan jugando al pool, al ping pong o con los animadores. Si tenés hijos es la zona ideal para venir a veranear. Los niños de seis o siete años andan solos, en bici, que en otro lado no se puede. Y esa es parte de la gracia", dice Luis Rodríguez, quien tras vivir en varios puntos de la costa de Maldonado se mudó permanentemente a Las Flores.

A diferencia de otros balnearios, las casas están próximas unas de otras y —todavía— todos se conocen. Desde la caja de la Provisión Las Flores, Juan José Palomino vio crecer niños que hoy son jóvenes y peinar canas a jóvenes que empezaron a frecuentar el lugar igual que él, hace más de 40 años. "Una cosa que la gente valora es que esto no parece un balneario sino que tiene características de pueblito del interior, donde todos se conocen y saludan", opina él, oriundo de Solís Grande.

En ese sentido, Ligia recuerda cuando una vez a raíz de un "episodio político" importante desde Montevideo querían localizar al ministro de Economía Danilo Astori (entonces vicepresidente), también habitué de Las Flores, y como no lo encontraron lo llamaron a su marido, el exvicepresidente Luis Hierro López. "Y entonces Hierro fue en bicicleta a buscarlo hasta la casa. Astori también baja a la playa, va al Club, son tres cuadras... es imposible no cruzarse".

En esa dinámica de pueblo y a falta de plaza principal, todos los comercios están juntos, concentrados sobre la Ruta 10 en apenas dos o tres cuadras, casi la extensión total del balneario. Además de la provisión —con una elogiada carnicería—, hay panadería, farmacia, ferretería y dos restaurantes (el clásico La cueva del sapo y el recientemente inaugurado Barcino), una diversidad poco habitual en la zona. "Las Flores tiene poca gente y poco tránsito, pero no es de los balnearios que quedan desiertos en invierno", dice Cecilia Mattos. "Acá tenés la sensación de estar viviendo en un poblado, no cambia ni abren negocios porque sea verano. Tengo una amiga que vive en La Barra y es terrible, termina la temporada y queda todo tapeado... ¡Te morís de angustia!".

Allí todas las calles tienen nombre a flores. Por Las Amapolas, un par de cuadras de la ruta hacia los cerros, vive la actriz y educadora preescolar Andrea Bentancourt. "Siempre digo que vine a comer un asado a Las Flores y me quedé a vivir". Montevideana de nacimiento, en busca de un cambio radical primero evaluó mudarse a Rocha. Pero nunca llegó. "No es solo lo que vos elijas, el lugar te elige a vos —opina—. En el caso de Las Flores es la combinación de la sierra, el mar y el campo... más lo que uno quiera de sus procesos de vida, claro".

De aquel día ya pasaron 12 años. Y aunque ya no come carne, allí construyó una casa y una familia, que integran su pareja Marcelo Hernández y sus hijos Caetano, Candela y Valentino. Su prioridad es el contacto con la naturaleza y en su casa, hecha de paja y barro, no hay luz eléctrica ni saneamiento. "Solo tenemos una radio y un celular, buscamos las cosas que son realmente necesarias". Como sustento, Marcelo y Andrea cocinan por encargo y llevan productos a la feria orgánica de los sábados en Playa Verde. "Ese es el ingreso principal y no precisamos más. Trabajamos para no tener cuentas fijas, pero como es todo tan funcional y orgánico no es un trabajo, o al menos no lo es desde el lado del sacrificio", dice Andrea.

Más allá de la singularidad de cada historia vinculada al balneario, el sentimiento de pertenencia es unánime. "¿Cómo separás la belleza de un lugar de la historia que tú tenés con ese lugar?", se cuestiona Ligia. "Yo no tengo ninguna objetividad… ¿Hay casas brutales? Sí, por supuesto. Pero no lo puedo separar de la historia que tengo acá. Me unen cosas muy gratificantes. Cuando llego, los dueños de la casa tiene las fotos de mi hija con las suyas en los portarretratos. ¿Cómo rompés eso? Esa es una historia mínima pero es mi historia. Debe haber mares, puestas del sol y maravillas a lo largo de toda la costa, yo elegí esta".

Un club con un balcón privilegiado.

Son casi las cuatro de la tarde y en la terraza del Club Balneario Las Flores todavía hay mesas ocupadas. La gente hace sobremesa o, simplemente, espera que baje un poco el sol. En el interior, se cuentan decenas de niños y adolescentes repartidos entre el pool y la mesa de ping pong. Las bicis se amontonan en la entrada. Esa es la foto de una tarde de enero, pero la postal se repite a diario entre diciembre y marzo. Y con un poco menos de concurrencia el resto del año. "Este es el mejor club de la zona, las vista sobre la playa es impagable. Y tiene una vida social como ninguno", dice orgulloso Luis Rodríguez Silva, concesionario desde hace siete temporadas. Por definición, este es un club abierto: abierto a cualquier que quiera ir y abierto todo el año. Pero en verano, claro, la oferta se multiplica. Durante la zafra hay dos recreadores que trabajan ocho horas todos los días, se organizan fogones, actividades deportivas, tardes de plástica y un largo etcétera. Los 29, los niños cocinan ñoquis. Y los viernes hay cine con pantalla gigante, una propuesta que se extiende todo el año, convocando unas 40 personas por semana. Además, en baja temporada también abren a pedido, sobre todo por las noches.

Hoy el club tiene poco más de 200 socios fijos. "Para ellos el mayor beneficio de ser socios es poder decir soy parte de esto", resume Rodríguez.

¿Estación o balneario?

Como la mayoría de los balnearios de la zona, Las Flores nació y creció a impulso de un visionario inversor. En este caso fue Gregorio Linares Sierra, dueño de los campos que empezaron a lotearse a mediados de la década de 1920. Con los años, el ferrocarril terminó de definir su perfil. Al comienzo solo se accedía desde la Estación Las Flores, ubicada 2 kilómetros al Norte (que todavía existe, en su calidad de pueblo). Los primeros terrenos fueron adquiridos por los empleados del tren, algunos de origen inglés.

De casas, terrenos y habitantes.

Las Flores no vivió el mismo boom de la construcción que algunos de sus vecinos costeros. Las casas se siguen concentrando sobre la Ruta 10, con muchos terrenos disponibles todavía. Según datos de la Inmobiliaria Piriápolis, un predio de 600 metros cuadrados a pocas cuadras del mar puede valer 40 mil dólares; el precio de una casa sólida oscila entre 140 y 190 mil. Según el Censo 2011, Las Flores tiene 241 habitantes, más del doble que en 1975.

Desde Arzadun a Onetti, el descanso de los intelectuales.

El pintor Carmelo de Arzadun es quizás el artista más famoso que llegó a Las Flores. Pero sin duda no fue el único. De hecho, el balneario tiene fama de convocar a lo más selecto de la flor y nata intelectual y también política. Aún hoy, en la charla informal suenan los nombres de Luis Hierro López, Danilo Astori, José Pedro Barrán, Cecilia Mattos, la familia Fontaina y Juan Fló, hoy uno de los más veteranos veraneantes, con una casa en la primera línea contra el mar.

Arzadun llegó a Las Flores en 1940 y lejos de representar un impasse en su carrera, sus vacaciones allí se convirtieron en uno de sus períodos más fructíferos. Durante sus largas estancias en el balneario, el entonces profesor de dibujo y director del Museo Municipal de Bellas Artes Juan Manuel Blanes, conjugaba los óleos, la vida familiar y los encuentros con los Petit Muñoz, los Espínola y los Cáceres, con quienes se generaban interesantes debates. También se dice que Juan Carlos Onetti estuvo más de una vez por allí.

El balneario surgió a impulso de Gregorio Linares Sierra a mediados de 1920. Fotos: Fernando Ponzetto.
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Allí los niños pueden jugar y moverse solos, caminando o en bici.
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El gusto por Las Flores se transmite de generación en generación, coinciden los veteranos.
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El Club es punto de encuentro, comilonas y hasta funciones de cine.
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La periodista Ligia Almitrán veranea allí desde hace 23 años y no lo cambia por nada.
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La artista plástica Cecilia Mattos compró casa en 2008 y desde 2016 es habitante full time.
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Maestra preescolar, Andrea Bentancourt llegó a Las Flores a comer un asado y se quedó a vivir.
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Cada verano, en el club hay animadores para organizar actividades para niños y adolescentes.
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La playa con cantos rodados lejos de ser un obstáculo se convirtió en una fortaleza al impedir que se volviera un balneario masivo.
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