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Un título generoso

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Michael Cunningham

Nueva novela del ganador del Premio Pulitzer Michael Cunningham, con protagonistas que buscan atrapar señales desesperadas.

Hay títulos tan atractivos como para ser usados una y otra vez, sin que eso augure por supuesto nada acerca de los resultados. Este parece ser uno. Hans Christian Andersen se lo puso a uno de sus mejores cuentos; Elvio Gandolfo a una nouvelle de 1977 varias veces reeditada y que revisitaba de manera brillante Los adioses de Onetti; la española Carmen Martín Gaite a una novela de 1994 sobre un ex convicto que lucha por rescatarse mientras recuerda el cuento de Andersen.

Michael Cunningham (Ohio, 1952) también lo toma de base para esta nueva La reina de las nieves (2014) que no se parece en nada a las anteriores y podría decirse que es una novela muy “Cunningham” –levemente apasionada- si bien no ha vuelto a los niveles creativos de cuando ganó el Premio Pulitzer con Las horas (1999).

En La reina de las nieves Cunningham arranca ambientando una Nueva York nevada y preelectoral en el año 2004, donde dos hermanos confían en que lo imposible no ocurra en un plano (que Bush sea reelecto) y sí ocurra en otro (que la pareja de uno de ellos no muera de cáncer). Por otro lado saben que lo que parece imposible a veces se da: la madre de ambos murió por la caída de un rayo en un campo de golf, evento que filosóficamente moldeó sus vidas.

Tyler Meeks es un músico de cuarenta y tres años, sin suerte, cocainómano, cuya novia, Beth, está muriendo y para la que compone una última canción. Su hermano Barrett, de treinta y ocho, se ve a sí mismo como un “soldado del amor” en batallas perdidas. De hecho, ha sido abandonado por su última pareja gay con un mensaje de texto, y espera que la luz celestial que cree ver en Central Park una noche helada de invierno signifique algo. Atrapar señales desesperadas parecer ser la tónica de todos los personajes, excepto quizá de Liz, una cincuentona que vive en pareja con un chico de veinticinco años pero sabe bien que los anhelos equivocados no se suelen cumplir. La historia de todos y de alguno más se entrelaza en esta apología de la fraternidad y elegía anticipada por la juventud perdida que realiza Cunningham, con una simpatía absoluta por personajes que parecen de una pieza y no lo son, como se revela hacia el final.

El escollo del libro no es lo que cuenta ni la atmósfera emocional que describe; todo eso funciona. Patina como en una rampa de hielo su tono, la voz de un narrador en tercera persona que toma demasiado a menudo la subjetiva de sus personajes autoinvestigando su propia interioridad, comentándose a sí mismos todo el tiempo o rizando el rizo de lo ya dicho a base de paréntesis y digresiones que restan en lugar de sumar. Ejemplos a montones como estos: “Beth se despertará cuando se despierte (lo de que duerma tanto ¿es un indicio de curación, está su cuerpo reorganizando sus asaltadas reservas o solo está…ensayando la muerte?)”, o “No aspira (en el fondo no…, bueno, tal vez un poco, a veces) a ser un genio”, o “Su madre (tuya y de Barrett, esfuérzate en recordarlo) está sentada en la grada”.

El libro también tiene aciertos, como las grandes elipsis con las que avanza el relato (básicamente muertes, separaciones), algunos diálogos entre los dos hermanos, y, en general, todas aquellas instancias en las que Cunningham no comenta o subraya lo ya dicho. Es ahí que La reina de las nieves crece en efectividad narrativa, ya sea que su prestado título aluda a la cocaína, a la nieve neoryorkina, a la vejez que avanza, o a todo eso junto.

LA REINA DE LAS NIEVES, de Michael Cunningham. Lumen, 2016. Buenos Aires, 265 págs. Traducción de Miguel Temprano García. Distribuye Penguin Random House.

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