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Donde los tesoros fueron libros

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Contrabandistas de libros. Dibujo Renzo Vayra

El épico legado de Tombuctú

El rescate de miles de manuscritos y textos antiguos de las manos de Al Qaeda.

Dibujo Renzo Vayra
Joshua Hammer
Los contrabandistas de libros. Joshua Hammer.

El valor de la palabra escrita, su prolongada discusión con la fe y el desaliento volvió a ponerse a prueba hace cinco años, no en las universidades, foros o bibliotecas de Occidente sino en las arenas del desierto de Mali. La historia es asombrosa por la rusticidad, la tradición y la violencia anotada por el periodista norteamericano Joshua Hammer en Los contrabandistas de libros, una crónica del esfuerzo por salvar 370 mil manuscritos antiguos de las furias de Al Qaeda en la lejana ciudad de Tombuctú.

En los confines del sur del desierto del Sahara, Tombuctú es una ciudad de 55 mil habitantes formada en su mayoría por construcciones de barro, con su mezquita, la universidad de Sankoré, y calles de arena que se pierden en el desierto, pero floreció en la Edad Media por hallarse en el camino de la sal y de los traficantes bereberes que introducían mercaderías desde las costas del Mediterráneo al interior del continente a través del río Níger, a escasos once kilómetros. A través del Sahara, las caravanas de camellos traían sal, joyas, dátiles, especias magrebíes y telas europeas; a través del Níger llegaban esclavos, oro, algodón, marfil, harinas y mieles. Cuando en 1324 el emperador de Mali, Mansa Musa, peregrinó a la Meca desde Tombuctú, llevó y regaló tanto oro que hundió su valor en El Cairo durante una década. En 1526, el viajero conocido como León el Africano publicó un libro titulado Descripción de África y de las cosas peregrinas que allí hay, y lo que vio en Tombuctú fue un reino de mercados rebosantes y ciento ochenta instituciones académicas integradas por mezquitas y eruditos asociados a la universidad de Sankoré. Un tercio de los cien mil habitantes de la ciudad eran estudiantes de leyes, literatura y ciencias. Entonces un proverbio sudanés decía: “La sal viene del norte, el oro del sur y la plata de la tierra del hombre blanco, pero la palabra de Dios y los tesoros de la sabiduría solo se pueden encontrar en Tombuctú”. Los libros se hacían con papel de trapo, sobre piel de antílope o de pescado, en folios sueltos sin numerar, guardados en carpetas de piel de cabra que ataban con cordeles. De El Cairo, Córdoba y otras ciudades llegaban coranes, hadices (dichos de Mahoma recopilados por sus compañeros), obras de jurisprudencia, también tratados de álgebra, trigonometría, física, química y astronomía, libros del sufismo (la variable moderada y mística del islam) en muchas lenguas africanas¹ , y se traducían al árabe las obras de Ptolomeo, Hipócrates, Aristóteles y Platón en los talleres de copistas que proliferaban en la ciudad. Los más entrenados copiaban una obra en dos meses, a un promedio de ciento cincuenta líneas de caligrafía al día, y si consta es porque en el colofón de cada libro figuraba la fecha de inicio y de conclusión, el lugar donde había sido escrito, el nombre del copista, el del corrector, el del vocalizador (que marcaba las vocales cortas, sin representación en la escritura árabe) y a veces el del cliente que había encargado la obra. A los artesanos se les pagaba con pepitas y oro en polvo, fueran copias o ensayos, crónicas y poemas de artistas locales.

Las ilustraciones con pan de oro de 22 quilates y tintas artesanales reproducían figuras geométricas, bajo la prohibición del islam de representar la figura humana, pero no había ortodoxia en Tombuctú. La mayoría de la población no ayunaba durante el Ramadán, dedicaban gran parte de las noches a cantar y bailar, bebían alcohol, los eruditos discutían la esclavitud, la poligamia, y en ocasiones se otorgaba a las mujeres el derecho a faltar al lecho conyugal, en paridad con los hombres. Entre los sabios destacó Ahmed Baba, un erudito negro apodado “El Sudanés”, que escribió sesenta libros para la universidad de Sankoré, tratados de astronomía, uno de ellos en verso, y autor de un diccionario biográfico de los sabios de las sectas sufis. Poseía una colección menor de dos mil volúmenes, pero cobró reputación por su inteligencia y su excentricidad. Vestía enteramente de negro y se untaba sombra negra en los ojos.

La dicha de Tombuctú terminó en 1591, cuando el sultán de Marruecos sitió la ciudad, persiguió a los eruditos, y a otros como a Ahmed Baba los llevó prisioneros a Marrakech. Más tarde la ciudad quedó en manos de los tuaregs, la tribu bereber que dominaba el Sahara. En la primera mitad del siglo XIX, unos reformadores yihadistas clausuraron la Gran Mezquita de Djenné y expurgaron las bibliotecas de Tombuctú de obras impuras, pero permitieron a los bibliófilos seguir comerciando libros. En 1883 los franceses ocuparon Bamako, la capital de Mali, y extendieron su dominio colonial por todo el país. Temerosos de que volvieran a saquear sus bibliotecas, los eruditos escondieron sus libros, los soldados y académicos se llevaron a Europa las obras que lograron encontrar y muchas familias enterraron sus libros en patios, jardines y cuevas por todo el territorio.

Bajo la administración colonial, el francés pasó a ser la lengua de instrucción en las escuelas y al cabo de pocas generaciones desapareció la tradición escrita. En 1963 el historiador británico Hugh Trevor-Roper declaró a la BBC: “Tal vez en el futuro haya algo de historia de África que enseñar, pero en la actualidad no existe nada. Solo existe la historia de los europeos en África; el resto es oscuridad”. Reiteraba la confusión de David Hume: “Sospecho que los negros son naturalmente inferiores a los blancos. Entre ellos no se dan ni ingeniosos procesos de fabricación, ni artes ni ciencias”; la de Immanuel Kant: “Los negros de África no han recibido de la naturaleza ningún sentimiento que se eleve por encima de lo insignificante”, y la de Hegel, que en sus Lecciones sobre la filosofía de la historia universal argumentó que África no tenía ni sistemas indígenas de escritura, memoria histórica ni tampoco civilización.

UN JOVEN CON IDEAS.

Mali logró la independencia en 1960 y en 1973 el gobierno de Kuwait financió la biblioteca y el instituto de Enseñanza Superior e Investigación Islámica Ahmed Baba. Enviaban partidas de empleados en vehículos todo terreno a buscar los libros escondidos en aldeas y tiendas de beduinos, pero sus dueños se negaban a dárselos, siquiera a mostrarlos. La mayoría de sus propietarios no sabían leerlos ni protegerlos de las termitas y el deterioro, pero formaban parte del patrimonio familiar y no estaban dispuestos a desprenderse de ellos. La llave la encontró Abdelkader Haidara, el joven hijo de un erudito de la ciudad, que en 1984 comenzó a viajar para el instituto con una mochila llena de miles de dólares, siempre solo, en burro o en camello, y sustituyó la palabra “compra” por la de “intercambio”. Adquiría los manuscritos a cambio de la construcción de una escuela, mezquitas para el pueblo, o ganado en pie. Cuando diez años después dejó el trabajo, había conseguido más de 16 mil manuscritos, y aprendido a identificar los más valiosos.

Con la experiencia reunida y los cuarenta mil volúmenes antiguos heredados de su padre, Haidara se propuso fundar una biblioteca. Quiso comprársela Gadafi, pero se negó, y al cabo de varios años de recibir rechazos a sus solicitudes de financiamiento, en 1997 consiguió cien mil dólares de la Fundación Mellon de Nueva York para crear un archivo digital con el catálogo de los manuscritos. Apenas recibió el dinero Haidara contrató un arquitecto y construyó un edificio para albergar la biblioteca, preocupado por las malas condiciones en que estaban los libros, pero una temporada excepcional de lluvias acabó con él —lo habían levantado en una llanura de aluvión— y se vio obligado a volver a pedir fondos. Después de una previsible irritación, la Fundación Mellon aportó recursos adicionales y se sumó la Fundación Ford para levantar un edificio de hormigón armado, que inauguraron en enero de 2000.

Ya entonces Haidara había fundado la Asociación Sabama con veinte familias dueñas de manuscritos, y las había convencido de que debían reparar sus colecciones. Buscaron financiación común y la encontraron en varios países europeos, de modo que se montaron talleres de reparación y volvieron a proliferar los estudiantes. Solo doscientos, a diario, en la de Haidara, pero ahora formaban una red que sumaba decenas de miles de volúmenes, mientras de las bolsas enterradas en lejanos parajes regresaban nuevos tesoros. No todos los manuscritos de Mali son libros completos, pero sus fragmentos, a veces una página suelta o dos, del siglo XII, por ejemplo, llevan en los márgenes comentarios de sucesivos eruditos árabes, que solían discutir de ese modo los contenidos de su tradición.

ARENAS BLANCAS, JEFES NEGROS.

Durante la primera década de 2000 los servicios norteamericanos y franceses detectaron en el Sahara movimientos insurgentes que se hicieron fuertes en el norte de Mali y no tardaron en asociarse a los grupos de Al Qaeda. El avance sobre la región del Níger estuvo a cargo de tres jefes.

Mojtar Belmojtar había nacido en el Sahara argelino, se sumó al yihadismo muy joven, combatió en Afganistán, también en Kabul, y regresó a Argelia sin un ojo, luego de que le estallara un explosivo en la cara. Las feroces matanzas en las que veía un obstáculo para conseguir el apoyo popular lo apartaron durante un tiempo de la organización y se convirtió en “Mr. Marlboro”, el hombre que dominó el contrabando de tabaco norteamericano y europeo, desde las costas de África Occidental a Egipto, Libia, Argelia, Marruecos y Túnez, primero por el río Níger, luego en caravanas de camiones, todoterrenos y motocicletas a través del desierto. Acumuló una enorme fortuna y volvió a radicalizarse cuando los yihadistas argelinos le encargaron el contrabando de armas y municiones.

El líder más temido fue Abdelhamid Abu Zeid, un beduino de sonrisa cínica nacido en 1965 en el Sahara, que ganó influencia pese al raquitismo que doblaba sus huesos y piernas, y se convirtió en el ideólogo más furibundo y despiadado. El tercer jefe, un tuareg del desierto llamado Iyad Ag Ghali, peleó con Gadafi en el Líbano y luego organizó una rebelión de bereberes contra el gobierno de Mali que, paradójicamente, lo convirtió en asesor presidencial en seguridad, del gobierno que pretendía derrocar. Durante un tiempo fue el negociador de Mali con las tribus rebeldes y luego de vacilar entre los dos bandos se decidió por el yihadismo. Sus admiradores lo veían como una especie de Clint Eastwood, John Wayne y el Che Guevara, “todo en uno”. Le gustaba la música, había compuesto varios poemas que se convirtieron en himnos, y en el año 2000 fundó el llamado “Festival del Desierto”, dos días de carreras de camellos y música en vivo, una suerte de Woodstock africano del que participaron, en sucesivas ediciones, Manu Chao, Robert Plant (fundador de Led Zeppelin), Bono y su grupo U2, Damon Albarn, el líder británico de Blur, y primeras figuras internacionales junto a los músicos del Sahara. La princesa Carolina de Mónaco dio los premios a las carreras de camellos en 2006. Pero entonces Ghali ya había abrazado la yihad, repudiaba la música y como el señor Marlboro y Abu Zeid, conseguía importantes recursos para la guerra que preparaban con los millonarios rescates que pagaban los gobiernos europeos por los secuestros y el tráfico de cocaína a las costas del Mediterráneo desde Guinea Ecuatorial, bajo control de los traficantes colombianos. Bien equipados con vehículos y armas modernas, en marzo de 2012 llegaron a las orillas del Níger, el señor Marlboro se instaló en Gao, 600 km al sureste, y Abu Zeid plantó la bandera negra del yihadismo en Tombuctú.

EL VIAJE DE LAS PALABRAS.

La ciudad formó un comité de crisis para entenderse con los hombres de Abu Zeid —con intérpretes, porque ellos hablaban francés y los invasores, árabe—, pero poco pudieron contra las prohibiciones sobre los celulares, el alcohol y el tabaco, los castigos públicos, la caza de infieles, las mutilaciones de pies y manos a los que transgredían la sharia, y lo que Haidara no tardó en comprender es que pese a la promesa de respetarlos, tarde o temprano irían contra los manuscritos, fatalmente contrarios a la ortodoxa del islam.

La ciudad contaba con cuarenta y cinco bibliotecas que entre institutos y archivos privados reunían 377 mil manuscritos. Haidara le propuso a sus colegas dispersar las colecciones y esconder los libros en casas particulares para que no fuera sencillo destruirlos. Entonces la Fundación Ford acababa de otorgarle doce mil dólares para que viajase a Oxford a estudiar inglés, y con ese dinero apeló a su joven sobrino, Mohammed Touré. Le encargó que junto a otros jóvenes, archiveros, secretarios y guías turísticos, salieran a comprar baúles metálicos en todos los barrios de la ciudad. Cuando se acabaron los baúles de Tombuctú fueron a la ciudad ribereña de Mopti y transformaron barriles de combustible en arcones. En un mes reunieron 2500 baúles y comenzaron a embalar los libros una hora después del anochecer. Tenían escasas dos horas hasta el toque de queda, cuando andar en la calle equivalía a ser arrestado. A la noche siguiente envolvían los baúles en mantas, los subían a carros tirados por mulas y los distribuían en las casas de los parientes decididos a colaborar. La operación les llevó alrededor de un mes, sin otro percance que el sufrido por el sobrino de Haidara con un jefe de Al Qaeda, que lo llevó detenido y finalmente fue liberado gracias al respaldo del comité de crisis de la ciudad.

Los yihadistas comenzaron a demoler los monumentos y santuarios sufís cuando Haidara permanecía en Bamako. Había sido convocado para una reunión de emergencia de la UNESCO y se quedó en la capital, ocupado en imaginar la forma de sacar los libros de Tombuctú. Colaboraba con él Emily Brady, la conservadora de manuscritos del estado de Washington, y juntos consiguieron de distintas instituciones, varias holandesas, los 700 mil dólares que calcularon les saldría contratar cientos de camiones, vehículos todoterreno y taxis, pagar a los choferes, las reparaciones mecánicas, sobornos, etcétera, en caso de que los vehículos consiguieran recorrer mil kilómetros de distancia por carreteras sin asfaltar en la zona de guerra.

La prueba la realizó el joven Mohammed Touré, con cinco grandes baúles cargados con 1500 manuscritos en un Land Cruiser. De su éxito o fracaso dependía la operación. Pasó dos controles yihadistas, pero fue detenido por los retenes de las tropas del gobierno, la primera vez dos días, luego una vez más, y cuando comprendió que la única forma de que no lo detuvieran era viajar con una escolta militar, le dijo a los soldados que tenía dinero para pagarles, contrató una partida y consiguió llegar a Bamako una semana después. A partir de entonces las tropas del gobierno se acostumbraron al tráfico de baúles y en tres meses correos y choferes consiguieron sacar 270 mil manuscritos de Tombuctú. Pero los yihadistas se hacían cada vez más fuertes² .

Hacia fines de 2012, François Hollande y Hilary Clinton advirtieron que el gobierno de Mali había perdido las dos terceras partes del territorio y que la situación amenazaba desestabilizar toda la región. En enero de 2013 Ghali y sus hombres tomaron la ciudad de Konna y los jefes amenazaron marchar sobre Bamako. El ejército maliense se había replegado; convencido de que no podría detenerlos, el comandante planeaba distribuir sus tropas en los montes y acosar a los yihadistas con tácticas de guerrilla. Cuando la embajada estadounidense comenzaba a preparar la evacuación, François Hollande reunió a su gabinete y luego de consultar con Barack Obama decidió una intervención militar. En la tarde del 11 de enero bombardeó con helicópteros y aviones Mirage las posiciones yihadistas en Konna, obligando a Ghali a huir hacia el norte. A fin de mes había cerca de tres mil tropas francesas en el terreno, transportadas por aviones norteamericanos, que también sumaron logística de reabastecimiento y drones.

Entonces muchos correos de Haidara, con sus baúles y manuscritos, habían quedado atrapados en las carreteras. Aun permanecían cerca de ochocientos baúles con cien mil manuscritos en las casas de Tombuctú y decidió sacarlos por el Níger, la opción menos querida por el riesgo de un accidente que los destruyera en el agua. Habló con los barqueros del puerto de Kabara y diseñó el plan: en cada barca dos correos y dos capitanes para poder navegar las 24 horas, quince baúles por embarque para minimizar las pérdidas y un recorrido de 350 kilómetros hasta Djenné, donde una flota de camiones los llevaría otros quinientos kilómetros detrás de las líneas, hasta Bamako.

El primer viaje de prueba fue interceptado en la noche por un helicóptero francés, que obligó a los tripulantes a abrir los baúles bajo amenaza de hundirlos. Cuando vieron que se trataba de papeles los dejaron seguir, pero al acercarse al lago Débo les salió al cruce una banda de piratas con fusiles Kaláshnikov que pretendió quedarse con los baúles. Agotadas las negociaciones, los correos pusieron al jefe en conversación con Haidara mediante un celular. Aceptaron el cuantioso rescate que les prometió, obligado a pagarles esa misma semana porque en los días sucesivos debían pasar muchas barcas más, y así completaron el salvamento sin perder un solo manuscrito.

Los cazas franceses bombardearon las posiciones de Al Qaeda en Tombuctú a fines de enero. Antes de abandonar la ciudad, los hombres de Abu Zeid entraron en las salas de restauración del instituto Ahmed Baba y quemaron en el patio 4200 textos de álgebra, química y ciencias del siglo XV. Los habían ignorado durante cerca de un año, los destruyeron con el dañado orgullo con que amenazaron de muerte a los que se burlaran de su retirada.

Abu Zeid murió acorralado por tropas de elite francesas en las montañas de Sahel, frontera con Argelia. En julio de 2015 Mojtar Belmojtar, Mr. Marlboro, fue nombrado por Al Qaeda emir de África Occidental y desde entonces se lo ha dado varias veces por muerto. Desde 2017 Ghali lidera una coalición yihadista en el área del Sahel.

Instalado en Bamako, Abdelkader Haidara hoy coordina el catálogo, la restauración y la digitalización de los manuscritos salvados en Tombuctú, la ciudad de arena y barro donde los tesoros fueron libros.

LOS CONTRABANDISTAS DE LIBROS, de Joshua Hammer, Malpaso Ediciones, 2016, Barcelona, 286 páginas. Distribuye Océano.

¹ La catalogación de los manuscritos permitió descubrir que al contrario de lo que se creía, muchas lenguas africanas ejercieron la escritura.

² El lector encontrará en YouTube y en la web muchos videos sobre los manuscritos, la epopeya de Haidara, el Festival de Desierto y los jefes de Al Qaeda del Magreb, mencionados en este artículo.

Joshua Hammer (Nueva York, 1957) ha sido jefe la de oficina de Newsweek en cuatro continentes, es corresponsal del New Yorker, del New York Review of Books, y el New York Time, entre otros medios. Fue secuestrado en la Franja de Gaza en 2001. Actualmente vive en Berlín.

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