Con la narradora y traductora uruguaya
Acaba de publicar más cuentos en el libro Cráteres artificiales.
Rosario Lázaro Igoa nació en Salto (1981) pero “viví toda mi vida en La Paloma”, dice, mientras revuelve el café. Es multifacética y le gusta estar aquí y allá, en ningún lugar y en todos a la vez. Su obra édita permite entrever una prosa explorativa y cálida que parece estar continuamente enseñándose a sí misma. Como traductora literaria tradujo a varios autores del portugués al español. Traducir es dialogar, y por eso es muy fácil hacerlo con Rosario.
—Contame sobre el proceso de escritura de Cráteres artificiales, donde volvés al cuento, tomando como punto de referencia lo realizado en Peces mudos, 5 años atrás.
—Había una vez una pandemia, un posparto, un mundo dado vuelta… Yo tenía (y tengo) una novela entre manos. En cuarentena, empecé a salir de la cama en plena madrugada para escribir. Y eran cuentos, la novela no se movía. Primero escribí “Se hacen solos”, un texto sobre una madre llena de cirugías y el hijo que la visita. Pasé semanas en eso. Después se fueron sumando otros que también exploraban los linajes, las tensiones familiares, la arremetida de la experiencia sobre el cuerpo físico. El último en incorporarse fue “Un muerto más”, que terminó abriendo el libro. A diferencia de Peces mudos, son textos de un arco temporal más breve, más intenso tal vez.
—Este libro tiene más hondura dramática, sin perder textura poética y psicológica, rasgos muy caros a tu escritura.
—No fue deliberado, pero la vida impuso su urgencia dramática. Creo que escribir es una forma de meterse de lleno con el dolor, la oscuridad, la muerte. Es bucear a pulmón tanto en los sueños, como en eso que se llama realidad y que, a pesar de los pesares, tiene sus momentos conmovedores. En estos cuentos no hay solo tensión, sino que pasan cosas bastante trágicas.
—Si bien hay asuntos que se mantienen, también aparecen tópicos nuevos, como la maternidad y cierta exploración por aspectos sobrenaturales.
—No es moco de pavo el embate de gestar, parir y criar. Es una transformación radical, y la más habitual de todas. Además, te estampa contra tu propio linaje. No quise hacer algo autobiográfico y sí explorar los matices del cuidar para la sobrevivencia, del amor despiadado y de la alienación que surgen ahí. Como escribe Sylvia Plath en uno de sus poemas al respecto: “Embarqué en el tren del que no se desciende”. En estos cuentos hay madres y padres e hijos, pero sobre todo peligros que acechan. Ahora, lo sobrenatural surge expreso en “Ada”, aunque es más una indagación de los límites de la cordura, de los sueños y de sus territorios intermedios, como también aparece en “Un muerto más”.
—¿Ibas al taller de Mario Levrero?
—Sí, en el último tiempo. No es como para salir a decir “yo era tallerista de Levrero”. Hay gente que vivió esa experiencia de una manera más profunda que la mía. Empecé en su taller el mismo año en que falleció (2004) y fue muy decisivo, sobre todo como una mirada externa. Algunos textos de Mayito (2006) empezaron en el taller.
—Así que llegó a leerlos.
—Algunos textos sí, pero muchas cosas no. Era un excelente lector. Muy perceptivo, muy fino.
—¿De qué trata Mayito? Es bravo definirlo.
—Se trata de apuntes dispersos con un hilo conductor, donde hay varios lugares geográficos, mucha crónica, mucha influencia de Clarice Lispector y del Discurso vacío. Fue mi primer intento de largo aliento para escribir algo que tuviera presente a un lector.
—El narrador es polifónico. Me hizo acordar a la prosa de Inés Bortagaray. Ustedes comparten ese tono bajo, bastante poético.
—La leí a Inés, sí, y creo que ha sido una voz que he acompañado con mucho entusiasmo. Incluso la traduje al portugués, así que conozco de cerca su prosa. Una generación que me marcó fue la de Fernanda Trías, Inés y Daniel Mella. Hay cierta reverencia a ellos como generación inmediata y además porque, de alguna manera, estuvieron ligados al taller de Levrero o compartieron algunas condiciones de publicación.
—Los nombres que mencionaste tienen una lógica de publicación bastante similar y peculiar entre sí, y sacan un libro cada tanto.
—Sí. Puede haber un eco en la producción de ellos pero en Mayito hay mucho más de la producción de Clarice Lispector. No es que sea deliberadamente ese estilo, pero era una lectura que tenía presente, principalmente sus crónicas. El descubrimiento de esa forma a medio camino entre lo vivencial y lo poético, y que se encuentra muy ligada.
—¿Eso lo hizo más placentero de escribir?
—De repente fue más placentero sí, o más intuitivo te diría, menos mediado por una experiencia que luego me dejó varios años sin escribir.
—Casi diez.
—Sí. Estaba muy crítica conmigo misma. Y además apareció algo: la traducción. En esa época empecé a traducir. Eso determinó que la visión de lo textual, tanto de lo propio como de lo ajeno, se tornara mucho más micro y me empecé a dar cuenta de cosas. Para mí la traducción fue como una escuela de escritura y sigue siéndolo.
Vida acuática
—¿De Salto a Montevideo?
—No, de Salto a La Paloma, donde viví toda la vida, y luego me vine a Montevideo a hacer Comunicación y Letras, que dejé.
—Es lo único que te “falta”.
—Me falta esa formación de base, sí. En su momento evalué que no iba a ser ni investigadora ni docente, lo cual es…
—Mentira...
—Exacto. Creo que me hubiera dado una formación más sólida en cosas que luego tuve que ir buscando en otros lados.
—Sos traductora, cronista y narradora. Así y todo, no estabas mucho en la escena literaria hasta Peces mudos, ¿no?
—No meto boliche lo que pasa. Esa es la verdad de la milanesa.
—Ja ja.
—A mí me interesa mantener esas distancias, porque me permiten tener libertad y, sobre todo, por la condición de periodista y de traductora, tengo la posibilidad de mantener un pie en cada lado y no me gustaría perder esa condición. La maestría y el doctorado me abrieron el universo de referencias. No sé si es algo bueno en sí mismo o malo, pero te da un tránsito más fluido entre ambientes intelectuales y ambientes creativos.
—En Peces mudos presentás trece cuentos donde de manera reiterada aparece una especie de “violencia poética” sobre el lenguaje.
—¿En qué sentido?
—De estar explorando la realidad a través de los sentidos y de la palabra al mismo tiempo, me refiero a esa dualidad como apuesta de escritura.
—Entiendo. Creo que en ese conjunto de cuentos tuve más tiempo para dedicar a ciertas estrategias narrativas.
—El agua cumple una función crucial en algunos cuentos, por ejemplo, en “Los diques”, donde también se toca el entramado de un sueño. También hay cuentos de neto corte realista que conviven con otros que no lo son.
—Sí. Creo que para entender la relación con la naturaleza de estos personajes es determinante entender a Quiroga, y lo digo como lectora. A mí lo que me gusta es trabajar la naturaleza como una proyección de los personajes, no de su psicología, como una especie de correlato de sus estados internos, de sus luchas, de sus angustias.
—El tremendismo de la naturaleza en Quiroga aparece sin mediar la voluntad de los personajes, es como una fuerza superior, latente y que configura un personaje más en muchos casos.
—Claro, es independiente del accionar humano. En mis cuentos la naturaleza es partícipe.
—Como testigo.
—Más como un reflejo. La segunda sección del libro reúne cuentos menos afinados, más tirados a cuadros de situación que los de la primera sección, donde hay elipsis temporales y un trabajo con la psicología de personajes.
—¿Qué pasa entre medio de Mayito y Peces mudos?
—Me fui de Uruguay a hacer una maestría en Brasil, luego el doctorado (2011-2015) y me fui quedando, me dediqué a traducir y a la academia. Traduje para Yaugurú, del portugués al español, tres de los tomos de la colección Boca a boca: a Raymundo Carrero, a Beatriz Bracher y a Rodrigo Lacerda.
—Gracias a Ida Vitale, la traducción literaria uruguaya ha tenido un poco más de visibilidad. Aunque mucha gente no sabía que ejercía ese trabajo.
—Sí, tenés a la Generación del 45 que batalló bastante en la trinchera de la traducción. Pero hoy en día no creo que la traducción literaria tenga en Uruguay un lugar más privilegiado que hace algunas décadas. Sí creo que en Argentina, de la mano de algunas traductólogas, Mariana de Dimópolus, Patricia Willson o Griselda Mársico, ha cobrado más relevancia porque han logrado imponer a nivel editorial instancias donde se reúnen distintos actores para discutir aspectos más finos con relación al tema. En Uruguay casi no se traduce y eso es un problema. Necesitamos traducir, porque es una forma de activar un universo de referencias y afinidades por vía propia.
—¿Pensás que falta apoyo?
—Fondos hay. Lo que falta es gente que se interese y que las editoriales apuesten. Con unas colegas nos preguntábamos, ¿por qué esta generación literaria es tan ajena a la traducción? No tengo la respuesta. Lo que sí, creo, es que se invisibiliza muchísimo la tarea del traductor. Por ejemplo, en la carrera de Traductor Público no hay espacio para la traducción y la investigación en lo literario, ni tampoco formación en este sentido.
Melancolía eufórica
—Hablame de Mário de Andrade y de las Crónicas de melancolía eufórica que reuniste y tradujiste.
—Este libro sale de mi tesis, que en verdad era una antología comentada de cronistas brasileros del siglo XIX y el siglo XX. Y sucede que Mário de Andrade era el más digerible y el más plausible para ser presentado en un libro como este. Quería hacer algo que pudiera salirse de la academia y esa fue la intención.
—Me encantó la cercanía que lograste con la traducción de las crónicas de Andrade. Su coloquialidad chispeante se conserva, se trasluce, está ahí.
—Cuando lo estaba traduciendo empecé a observar una tensión especial en las preposiciones. El régimen preposicional en portugués es bastante diferente al del español, y empecé a tensar el español. Esto pasaba porque me encontré con un autor que tiene cierto estilo que rompe con lo vigente de su época, y uno también busca cómo tomar en cuenta esas manifestaciones en la traducción.
—En el prólogo decís una frase muy interesante: “traducir es una excusa para dialogar”. En este diálogo fronterizo que se establece con Mário de Andrade, ¿qué relación encontrás entre ellas y Uruguay?
—Estoy pensando por qué. Es una prosa muy analítica y tiene una visión muy crítica de la realidad, irónica, de autoanálisis. Creo que esa actitud puede tener un eco en nuestra propia tradición literaria. Cuando estaba traduciendo a Mário de Andrade me acordaba mucho de Felisberto Hernández, y esas afinidades surgen. Estos escritores tienen una experimentación radical y creo que se leen de una manera colorida porque hablan de Brasil, y Brasil en nuestro imaginario es así, aunque él hable de otro Brasil, principalmente de un São Paulo gris en el que se pierde la individualidad, en el cual se añora el Amazonas con nostalgia. Hay una seducción implícita en ese universo que Andrade va introduciendo a nivel temático y geográfico.
—¿Por qué “melancolía eufórica” usada como oxímoron? ¿Cómo sentís que esa imagen lo representa?
—Sí. Hay un dispositivo textual de su escritura que es el uso del signo de exclamación seguido de puntos suspensivos, y que nos llevó a muchas discusiones. Incluso era algo inentendible y yo decía ¡no!, ¡es funcional a su estilo!, porque él lo usa mucho a lo largo de sus crónicas. Ese continuo estar y no estar como recurso, esa indeterminación, esa lástima de sí mismo, se pueden leer también en clave del imaginario felisbertiano. Y a mí me gusta trabajar ahí, en esos simulacros.
Los libros
Rosario Lázaro Igoa publicó en 2006 su primera novela, “Mayito”. Luego, en 2016, la colección de cuentos “Peces mudos”. Ahora llega con más cuentos en el libro “Cráteres artificiales”. Es traductora literaria, y obtuvo un Doctorado en Estudios de Traducción.