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El poeta que viajó por amor a la vida

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Robert Louis Stevenson en el trazo de Ombú.

Poemas de R.L. Stevenson

Robert Louis Stevenson (Escocia, 1850- Samoa, 1894) tiene merecida fama como narrador por novelas de aventuras como La isla de tesoro o La flecha negra, así como también por esa alegoría sobre la lucha entre el bien y el mal que es El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, o los relatos breves de Fábulas, entre otros títulos. Su calidad como narrador fue reconocida por los nativos de Samoa, donde pasó sus últimos años, tanto que lo llamaron Tusitala: el que cuenta historias. Jorge Luis Borges lo admiró por el ritmo y fuerza de sus relatos, así como también por la calidad de su prosa. Sin embargo, en su breve vida marcada por la tuberculosis y los viajes, en los que tuvo el apoyo constante de su esposa Fanny Osbourne, publicó tres libros de poesía que, sumados a otras publicaciones póstumas, lo hacen autor de más de trescientos cincuenta poemas.

UN ADJETIVO INJUSTO. El narrador, articulista, traductor Javier Marías (Madrid, 1951), miembro de la Real Academia Española de la Lengua, ha seleccionado sesenta y seis poemas de ese corpus. Con fino criterio, ha preferido captar y comunicar el aire de los textos, su espíritu, sin ceñirse a la métrica original y sobre todo a la rima, casi obligatoria en los poetas victorianos, y a menudo malsonante cuando se la conserva en las versiones castellanas. Lo que hizo Marías denota amor por los textos y por el autor, con pasajes en los que su versión es un logro tan o más alto que el original. Sirva como ejemplo “Katharine”, dedicado a Katharine De Mattos, prima Hermana de Stevenson: “We see you as we see a face/ That trembles in a forest place/ Upon the mirror of a pool/ Forever quiet, clear and cool;/ And in the wayward glass, appears/ To hover between smiles and tears,/ Elfin and human, airy and true, / And backed by the reflected blue”. Javier Marías lo traduce así: “Te vemos como vemos a una cara/ que en un lugar boscoso se estremece/ sobre el espejo móvil de una charca/ por siempre clara, silenciosa y fresca;/ y en el cristal huidizo parece/ entre sonrisa y lágrima cernerse,/ humana y mágica, real y etérea,/ ceñida por azul que se refleja”.

En su útil y didáctica introducción, el poeta Luis Antonio de Villena (Madrid, 1951) califica a Stevenson como un “buen poeta menor”. El planteo es interesante, porque aclara que la mayoría de las buenas lecturas que pueden hacerse, por fuerza corresponden a textos de autores menores, en tanto que la condición de escritor “mayor” sólo puede otorgarla el paso del tiempo y el juicio crítico de las futuras generaciones. La condición de escritor menor, entonces, no implica para nada que la obra creada sea de mala calidad. Villena es sabio al sugerir que se valore la poesía leyendo poema a poema y hasta verso a verso. Sin embargo, al leer los textos seleccionados por Marías -aunque quede claro que la poesía de Stevenson no podría haberle dado la fama que sí obtuvo por su narrativa- se concluye que el adjetivo menor es injusto.

MUERTE Y NOSTALGIA. Consciente desde muy temprano de que moriría joven, los viajes de Stevenson no fueron una huida cobarde ante la muerte sino una muestra de amor a la vida. Amó viajar, amó hacerlo junto a su esposa y amó el paisaje y las gentes de Samoa, su último lugar en el mundo. Sin embargo, nunca dejó de cantarle a su Escocia natal, a la ciudad de Edimburgo, a los amigos de la juventud, y al orgullo de ser parte de una familia de excelentes constructores de faros, en las ásperas costas del mar del Norte.

Como amaba la vida, supo también asumir con serenidad la muerte, y por eso llego a proponer en “Requiem”, el que sería luego su epitafio: “Aquí yace donde quiso yacer;/ de vuelta del mar está el marinero/ de vuelta del monte está el cazador.”

La esperanza, lúcida y a la vez terca, campea por estas páginas. Sea en el amor de su mujer, en su tarea de escritor, en las labores honestas de los hombres y sobre todo en la naturaleza misma, halla motivos para superar la enfermedad, la melancolía y la certeza de la muerte, en su caso siempre cercana. Pinta su propia disposición anímica cuando en “Si la fe fuera esto” escribe: “seguir eternamente y fallar y volver a seguir,/ y dar en tierra maltrecho y volverme a alzar,/ y luchar por la sombra de una palabra y algo que no se ve con los ojos:/ y por almohada, a la noche la mitad de una rota esperanza/ de que lo recto de algún modo es lo recto/ y que lo suave brotará de lo áspero…”.

Asoman en otros poemas algunos amores -incluso cierto asunto con una criada que hizo disgustar mucho a Fanny- pero la devoción y gratitud por su mujer son cuerdas que Stevenson pulsa con acierto. En uno de sus últimos poemas, “A mi mujer”, le concede a ella, que además de abnegada compañera fue crítica severísima, el mérito de su obra: “Así que ahora, al final, si de bueno hay algo en esto,/ si algún logro hay conseguido, si algún fuego/ arde en la imperfecta página, para ti sea el honor.”

El libro incluye tres curiosos apéndices vinculados tanto con el poeta como con el traductor, que dan cuenta completa hasta el 2013 de todas las distinciones, títulos y cargos otorgados por el a la vez real e imaginario Reino de Redonda -una isla de dos kilómetros cuadrados en el Caribe, antigua posesión británica, bajo jurisdicción de Antigua y Barbuda- de la que Marías es Rey desde los ’90. Así lo detalla en su novela Negra espalda del tiempo, aunque no sin disputa de otros pretendientes al trono. El Reino confiere honores a literatos y artistas de todo el mundo, y Stevenson fue uno de los primeros agraciados.

El libro tiene pocas erratas, sólo una de ellas seria: situar la tumba de Stevenson a cuatro mil metros de altura, cuando el Monte Vaea, donde se ubica, mide menos de quinientos metros.

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