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Poesía que palpita

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Vallejo en Niza, 1929

Una visita a la tumba del gran poeta peruano en Montparnasse dispara los recuerdos del escritor uruguayo Fernando Aínsa.

El pasado mes de marzo, más precisamente el día 16, se cumplieron 124 años del nacimiento de César Vallejo (1892-1938). Estaba yo por aquellos días en París por razones familiares y esa mañana de cielo encapotado y gris, decidí visitar la tumba del poeta en el cementerio de Montparnasse. Allí está enterrado desde el 3 de abril de 1970 cuando Georgette, su esposa y fiel compañera de amores e infortunios, trasladó sus restos desde la tumba familiar de Montrouge para cumplir la que había sido voluntad del autor de Trilce: ser enterrado en el camposanto de Montparnasse.

Orientarse en un cementerio nunca es fácil y menos en París donde la desorientación suprema la da el famoso Pere Lachaise de torcidos senderos ascendentes por la colina. No le va a la zaga el de Montparnasse, donde tuve que munirme de un plano para buscar la 12º División, 4º Línea del Norte, Nº 7, donde yace Vallejo. No sin titubeos y desconcertados equívocos, pude dar finalmente con ella. 

Ante el epitafio de la lápida —"J'ai tant neigé pour que tu dormes"— que leí en voz alta como si alguien pudiera escucharme, recordé mi larga relación con la poesía de César Vallejo: cómo había leído sus Poemas humanos (1931-1937) en mi adolescencia en Montevideo, cómo había intentado imitar la intensidad de los versos de España, aparta de mí este cáliz (1939) en mis juveniles escarceos poéticos espoleado por la militancia antifranquista. Reviví mis primeras lecturas en los pequeños libros de la colección Contemporánea de Editorial Losada que dirigía el crítico español Guillermo de Torre, exiliado en Argentina; renovadas luego en la edición de su poesía completa de la Colección Archivos coordinada por el especialista en la obra vallejiana, Américo Ferrari y, recientemente, en su poesía completa publicada en Venezuela por el crítico y poeta Víctor Bravo. Montevideo, gracias al poeta Andrés Echeverría, no es ajeno a esa revalorización, ya que ha publicado una edición de Los heraldos negros y las cartas de César Vallejo a Pablo Abril de Vivero. 

Su poesía sigue vigente, traspasando mi vida desde el feliz descubrimiento de los años cincuenta a esta madura reflexión, realizada a la sombra de los árboles que anuncian la primavera en este cementerio donde ahora también reposan Jean Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Julio Cortázar, Carlos Fuentes y otros ilustres escritores. Entonces repito, frente a la lápida de su sepultura, con palabras de Georgette:

Tú no sabes
cómo te hubiera llamado
si te hubiera perdido

Y me digo: Vallejo está vivo. No murió enfermo y empobrecido el 15 de abril de 1938. Sigue vivo y cumplió 124 años. 

César Vallejo, ese constante fugitivo que pasó breve e intensamente por la vida, ese nómada de la pobreza que hizo de la condición itinerante, del cuarto de hotel, el domicilio precario de la poesía, el mismo que había percibido en su temprana juventud el "vaporcito encantado siempre lejos", cumplió 124 años cargado de la gloria póstuma con la que no pudo soñar en vida, cuando decía, "Yo nací un día que Dios estuvo enfermo". 

París es la ciudad donde Vallejo "se muere de nada, de no se sabe qué" —como se pregunta César Miró— después de haber vivido los últimos catorce años de su vida en un luchar cotidiano contra el hambre, ese sufrimiento que lo llevaría a confesar: "Dios sabe hasta qué bordes espeluznantes me he asomado colmado de miedo, temeroso de que todo se vaya a morir a fondo para mi pobre ánima viva".

Un temor que era, en realidad, un coquetear permanente con la muerte, su compañera desde los días de Los heraldos negros (1919), muerte con la que convive —"No paseo para expresar mi vida sino mi muerte", nos dijo — como si tuviera abierta siempre la herida en la que señala, mordaz e irónico, el sitio en que está clavado el cuchillo.

Pese a que la poesía de Vallejo es poesía enervada de llanto, de una soledad y desesperación que son su constante carga, no es poesía que refleje un auto-compasivo mirarse en el propio espejo, como hacen tantos poetas. Su poesía es, por el contrario, la expresión de una nerviosa impaciencia por abrir brechas en la injusticia, por transpirar las miserias de los demás, por arrojar al rostro de los intelectuales fosilizantes puñados de mundo renovado.

Aunque a veces diga "por qué me dan así tanto en el alma" y labre los surcos de sus emociones con un arado que le duele profundamente, Vallejo quiere lavar a la poesía del gusto almibarado que le da la sensiblería reinante y devolverle, sin frenos de meditada intelectualidad, su original pureza, que no es otra que "pureza de mar, no pureza de agua destilada", como precisara José Bergamín.

El mismo Bergamín que ante Trilce (1922) exclama: "Por este desconyuntado lenguaje, por esta armazón esquelética se transmite, como por una apretada red de cables acerados, una corriente imaginativa, una vibración, un estremecimiento de máxima tensión poética: por ella se descarga a chispazos luminosos y ardientes, el profundo sentido y sentimiento de una razón puramente humana".

Vallejo no guarda, pues, nada para sí: suelta el carrete de sus versos hasta que el hilo tenso pueda pasear la cometa de la esperanza por un lejano cielo, hasta que la palabra toca los nervios, cartílagos y huesos de su aterida humanidad. "Se despoja por eso —como dirá Mariátegui— de todo ornamento retórico, se desviste de toda vanidad literaria, llega a la más austera, a la más humilde, a la más orgullosa sencillez en la forma, es un místico de la pobreza que se descalza para que sus pies conozcan desnudos la dureza y la crueldad de su camino".

Vocablos nativos y castellanos, palabras de todos los días y adjetivos inesperados se funden en un crisol a la temperatura de la sangre mestiza que recorre sus venas. Grita Vallejo: "Y lábrase la raza en mi palabra,/ como estrella de sangre a flor de músculo". Una temperatura que le permite exclamar: "Esos golpes sangrientos son las crepitaciones/ de algún pan que en la puerta del horno se nos quema".

El poeta Vallejo, "el cholo Vallejo", el "Huaco", como lo llaman sus compatriotas, el "Valle Vallejo" al que canta Gerardo Diego, no es otro que el Vallejo que sella "la primera verdadera alianza poética de la lengua española con los labios del indio", como sostiene Pablo Antonio Cuadra, el "hombre que este pueblo nuestro escogió para decir su pesadumbre y su esperanza, para cantar su tristeza y sonreírse de la muerte", como lo define César Falcón.

Un poeta que transita de la comarca al mundo, que se encrespa con sus versos desde su pueblo nativo a la condición única del hombre universal; un poeta capaz de escribir "Jamás tan cerca arremetió lo lejos", no puede ser indiferente a nadie con un mínimo de sensibilidad.

Por eso quise darle a este cumpleaños festejado en la soledad del cementerio de Montparnasse la dimensión del hombre que trata de reconstruir una renovada unidad a partir de su condición fragmentaria, ese hombre reconciliado con los otros y consigo mismo, el que busca las raíces de lo particular en el sueño de un nuevo humanismo universal.

Pero si esta es la vocación explícita en que puede reconocerse la poesía de Vallejo, no podemos olvidar en el marco de este cumpleaños lo que irónicamente nos advertía él mismo:

"¡Y si después de tanta historia sucumbimos.
no ya de eternidad,
sino de esas cosas sencillas, como estar
en la casa o ponerse a cavilar!"

El eterno femenino de una imaginativa pintora
Vallejo en Niza, 1929

FESTEJANDO EN PARÍS A CÉSAR VALLEJOFernando Aínsa

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