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El poema como materia sin edad

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Eduardo Milán

Poéticas de Milán

Eso pasa cuando uno hace cosas que no tienen edad.

Estamos envejeciendo, poema. Pero el poema no está envejeciendo. Vino Raúl y me dijo al verme en el lobby del hotel de Buenos Aires: “se nos está acabando la carrera”. Venía como de lejos, de un tiempo atrás, con noticias de aquel tiempo: “se nos está acabando la carrera”. O yo tenía tristeza o él tenía tristeza. O los dos. Pero nadie dijo nada. O los dioses que no existen enviaban un mensajero que sabe traer noticias de los dioses. Los dueños del tiempo. Los que saben de eso. Lo cierto es que el poema no está envejeciendo. Eso pasa cuando uno hace cosas que no tienen edad. Un poema puede hablar del paso del tiempo. Hablar del cuerpo que cae abatido por un golpe de tiempo. El tiempo golpea. A veces sale de una noche furiosa de tormenta isabelina y camina hacia la puerta, levanta la aldaba de hierro y golpea. Un tiempo empapado de lluvia y viento. Eso es Shakespeare. Pero el poema no está envejeciendo. Puede ser un beat —el poema golpea. Puede ser una primera persona, un Ginsberg en “Wichita vortex sutra”, y empezar así: “Im an old man now”. Pero el poema deja que hable Ginsberg, deja que Ginsberg diga que ahora es un hombre viejo. Porque el poema es una materia que no tiene edad ni tiene tiempo. Los que hacemos cosas con el poema somos los llenos de tiempo y de edad que caemos bajo su peso, bajo su ritmo asonantado que suena como esto. Lo asonantado tiene su lamento. Me recuerda al “Canto de guerra de las cosas” de Joaquín Pasos en el momento en que fija a los marineros en medio del océano. Nada se mueve. Ya no hay tiempo. “Nunca estuvo en el extranjero./ Estuvo preso./ Ahora está muerto./ Mas recordarle cuando tengáis puentes de concreto/ grandes usinas, plateados graneros./” Eso lo dice de Pasos Ernesto Cardenal en un poema que no está viejo. Tiene esa cosa medio castiza de los poetas nicaragüenses, los más coloquiales de América latina, paradójicamente. Cardenal ahora tiene más de noventa años. Lo conocí en México. No habla mucho. Es más bien quieto. Hermoso nombre Nicaragua, a la que nunca vi, esa tierra de Carlos Martínez Rivas, Julio Cabrales, Pablo Antonio Cuadra, José Coronel Urtecho. Me pregunto si Nicaragua, “tierra de grandes poetas” —uno ya no sabe cuando la metáfora empieza a asomar su hocico de hoja quemada, de papel amarillento, de cielo ardiendo por violeta, Van Gogh, por cierto— se merece lo que está viviendo, el hervidero miserable de unos antiguos héroes metidos a represores de un pueblo entero. Porque el poema no está envejeciendo. Creo que uno no debe decir que uno está viejo. Puede decir que es anterior. Y se entiende.

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