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Percibir el precipicio

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Antonio Muñoz Molina. Foto. Jesús de Miguel

Siempre vuelve a Lisboa, esta vez para explorar la mente de un magnicida y, de paso, la propia.

EL NUEVO opus de Antonio Muñoz Molina, que es novela pero también autobiografía y ensayo múltiple, relata dos historias centrales en su superficie: los últimos días que James Earl Ray pasó en Lisboa luego de haber asesinado a Martin Luther King, escapando de una cacería mundial, y un episodio clave en la vida del propio Muñoz Molina cuando se trasladó, siendo joven, a la propia capital lusitana para concebir el libro que sería su pieza consagratoria, El invierno en Lisboa (1987). El relato establece un contrapunto entre las vivencias del prófugo y las del joven escritor e impone un clima denso, sofocante, donde la humedad subtropical de la ciudad de Memphis —sitio del asesinato— tiene una rara continuidad en las húmedas orillas del Tajo, allí donde el río ya casi es mar.

Eso es lo visible. En otros niveles, menos evidentes, el gran autor español lleva a cabo una indagación de los procesos que se dan en la mente a la hora de escribir, de amar, de traicionar, de intentar dar sentido a un mundo que poco tiene de hogar y mucho de ajeno, incomprensible. Lo hace navegando a través de la cabeza de ambos protagonistas. Por ejemplo, para intentar explicar los mecanismos ocultos que funcionan en la mente de un magnicida como James Earl Ray, alguien que es nadie porque nunca nadie lo quiso, lo amó, un ser humano que no tuvo la más mínima chance de construirse como persona para poder amar, compartir, construir. Un Ray que recuerda un episodio doloroso de su infancia, el día en que volvió de la escuela y encontró que su madre había usado la mitad de su libro de texto de Geografía para encender la hornalla de la cocina, y la otra mitad estaba colgada de un gancho en la casilla exterior del baño. Un sujeto que quiere desesperadamente ser alguien, ser reconocido y, como no lo logra, compra una identidad entre los estereotipos que el mercado de consumo pone a su disposición. Elige, entonces, ser un hombre blanco puro, fuerte, no contaminado. Fantasea con la huida a un paraíso de hombres blancos luchadores y heroicos, un país africano llamado Rhodesia, donde mercenarios blancos y fornidos mantienen a raya en una guerra colonial a negros que él considera impuros, inferiores, pues quieren cambiar el orden establecido. Pero Ray no llegará más allá de Lisboa.

Si el viaje hacia esta mente psicótica es revelador, el periplo hacia la propia psiquis de Muñoz Molina provoca en el lector niveles insólitos de auto análisis. Magistral a la hora de revolver en su propia mente, lleva al lector de la mano por esa búsqueda límite, donde es posible percibir el precipicio, el abismo de lo desconocido, eso dentro de nosotros que no podemos —o queremos— indagar. Lo hace, por ejemplo, a través de vínculos universales como el de un padre con su hijo. Nada más poderoso, a la hora de buscar la empatía del lector, que intentar comprender las razones últimas de la incomunicación intergeneracional, de por qué jóvenes y viejos no se entienden y parecen vivir en mundos paralelos e irreconciliables.

Eso sí, una advertencia para el lector uruguayo: en ese proceso introspectivo que lleva adelante Muñoz Molina aparece sobre el final un Juan Carlos Onetti fuerte, demandante, una feroz inteligencia que jugó un rol clave en el desarrollo intelectual del autor español. Para peor, es el relato vívido de lo ocurrido en el propio apartamento madrileño del autor de El astillero. A este cronista la presencia de Onetti —por su uruguayez, por su cercanía insondable, angustiante— le quebró la magia que le venía provocando el libro, y lo hizo en mil pedazos. No es lindo que te quiten así, de golpe, un disfrute mayor. Pero es algo que a cualquier otro lector hispanoamericano no le ocurrirá, como quizá tampoco al lector advertido.

COMO LA SOMBRA QUE SE VA, de Antonio Muñoz Molina. Seix Barral, 2015. Buenos Aires, 534 págs. Distribuye Planeta.

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Antonio Muñoz Molina. Foto. Jesús de Miguel

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