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Panero el desaforado

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Leopoldo María Panero

Un caso de poesía y locura

El psicoanálisis, la psiquiatría y su rol en la vida y obra del poeta español, en un nuevo ensayo. 

EN 1976, a menos de un año de la muerte de Franco, se estrenaba en España El desencanto, un film documental de Jaime Chávarri. Tras un polémico recibimiento, fue un éxito inesperado, permaneciendo meses en cartel en Madrid y Barcelona. Se convirtió luego en una película de culto que algunos consideran entre las diez mejores del cine español. La temática y el desempeño de sus "personajes" desenmascaran la fragilidad y oscuridades de la familia burguesa, retratan la sociedad española y su sistema literario en tiempos del franquismo y posfranquismo, por medio de la pulverización autoinfligida de un grupo familiar: viuda e hijos del poeta Leopoldo Panero (1909-1962), quienes aceptan exponer sus rencores y excentricidades ante la advertida, aguda y fascinada cámara de Chávarri.

LOS PANERO.

Quizás fue Neruda el primero que empleó el plural para denostar a los hermanos Juan y Leopoldo Panero, ambos poetas, y como fórmula que involucraba a otros de su círculo Luis Rosales, Dionisio Ridruejo, cuando se refirió en Canto general a "la caterva infiel de los Panero/ los asesinos de los ruiseñores". La acusación aludía a la toma de partido a poco de comenzar la Guerra Civil Española y a las simpatías falangistas de los integrantes del grupo, que los hacía cómplices para Neruda de muertes como las de Lorca o Miguel Hernández. Juan Panero también muere joven, a causa de un accidente, en 1937, y Leopoldo sobrevivirá en la España del nacionalismo triunfante, cultivando versos depurados, religiosos, intimistas, que le valieron su consagración como poeta oficial del régimen.

Del matrimonio de Leopoldo con Felicidad Blanc, asentado en Astorga, localidad natal del poeta, nacerán tres hijos que deberán sobrellevar no sin conflictos la pesada figura del padre. Al mayor, Juan Luis, toca asumir el nombre de dos tíos muertos durante la Guerra Civil. El menor, José Moisés (Michi) llevará el nombre de los abuelos, y el segundo, Leopoldo María, cargará con el nombre paterno, además de repetir el de un hermano muerto al nacer. El duelo preside la onomástica familiar y desencadenará el estallido de una catástrofe emocional y económica tras la muerte del padre, hombre difícil y gran bebedor. La película de Chávarri comienza con la inauguración de su estatua, en paralelo a su despedazamiento en el seno de las peleas familiares, cuando Juan Luis y Leopoldo María ya con varias internaciones psiquiátricas se disputan el reemplazo del liderazgo familiar y poético.

El contexto del estreno del film propició interpretaciones que superaban la crónica de familia disfuncional: se trataba de un clan emblemático del catolicismo franquista, y la crudeza del exhibicionismo desenmascaraba la hipocresía de una época y un sector social. El aniquilamiento del padre en el documental coincidió con la necesidad social de "destaparlo" todo y derribar simbólicamente a Franco, el "padre" oficial. Tras esa etapa, Ricardo Franco vuelve sobre los Panero en un documental de 1994, Después de tantos años, que realinea las posiciones literarias, públicas y privadas, así como da cuenta del inminente trágico fin del linaje.

PSIQUIATRÍA Y LITERATURA.

Si los Panero crecieron saturados de literatura, Leopoldo María sumó a eso un gran conocimiento de teoría psicoanalítica, especialmente de Freud y Lacan, pero también incorporó a Deleuze y Guattari, y se vio fascinado con la antipsiquiatría. Desde sus primeros traspiés juveniles comportamiento transgresor, escandaloso y agresivo, inculpación y condena social inicial por el consumo de marihuana, rebeldía política, posteriores intentos de suicidio y abuso de alcohol y otras drogas conoció los tratamientos al uso: internación compulsiva, encierro, electroshock. Durante casi toda su vida adulta fue tratado por las instituciones médicas a las que combatió en sus escritos y manifestaciones públicas. Un caso tan excepcional que desborda cualquier categoría de análisis convencional (de su poesía, de sus diagnósticos, de su historia personal) interesó a Raquel Capurro, psicoanalista uruguaya de la escuela lacaniana, quien asumió el desafío de Lacan al inducir a sus discípulos a "intervenir cuando estén inspirados por algo del orden de la poesía". Capurro analiza la obra literaria de Panero "en coyunda" como gusta decir con su vida. El resultado, Leopoldo María Panero, La locura llevada al verso, es un libro sólido y estimulante que, recogiendo amplia bibliografía, va anudando testimonios, entrevistas, artículos y datos clínicos, para mejor leer cómo la experiencia de locura es transformada en una escritura que la interpreta y a la vez impugna la psiquiatrización, a la que, por otra parte, Panero se sometió muchas veces voluntariamente.

DENUNCIANTE INCÓMODO.

Este libro profundiza en algunos aspectos de la compleja relación vida-arte, sobre todo a partir de análisis de textos según un recorrido cronológico. Atraviesa la cuestión de la identidad y la identificación que se juega en el nombre propio respecto del nombre del padre, el duelo por la infancia perdida, manifiesto en la atracción por las historias de terror, los cuentos de hadas e infantiles y sus personajes, en especial la recurrencia de Peter Pan como figura autorreferencial. También propone una lectura del furor como "lujuria de vivir", una tendencia al exceso que pondría en acto otro sentido oculto en el nombre (el "pan-eros"), que lo llevó siempre al límite de la autodestrucción. Capurro devela en la obra claves y abundantes citas míticas, bíblicas, literarias, cinematográficas y de la cultura pop, que ensanchan las posibilidades de comprensión.

Su análisis funciona por el respeto y la cautela con que se posiciona frente a la producción de conocimiento, sus posibilidades y sus alcances, en ese territorio común al psicoanálisis y la crítica literaria que es la interpretación de la palabra. La escritura de Panero admite múltiples valoraciones. Puede entreverse como estrategia terapéutica cuando algo del dolor pasa al decir, propiciando un camino de salida, y habilitando casi la única alternativa de comunicación en el ensimismamiento de la locura. La calidad y el reconocimiento de su poesía, su excéntrica vida, su radicalismo innegociable que le valió una notoriedad sostenida, parecerían confirmarlo, tras varias décadas, como sustituto paradójico del padre.

Leopoldo, nombre de origen germánico, significaría "audaz o valiente con el pueblo y la gente". Incluso este valor al que apunta la etimología podría remitir al padre homónimo, poeta político al fin, a despecho de la mayoría de sus versos. El hijo asumió o encarnó el nombre, haciendo de vida y obra un gesto político de carácter casi sacrificial: anárquico, desmitificador, denunciante incómodo de los abusos del poder. Llevó al extremo del sufrimiento sus contradicciones entre la rebeldía y la tentación de poner su desborde en manos de la medicina. Si personificó el opuesto del padre no pudo superar del todo, como señala Capurro, el temor y el diagnóstico materno de la locura congénita y la también congénita genialidad.

El desaforado no es solo el atrevido capaz de atropellarlo todo, sino también el que "se expide contra todo fuero o privilegio", el que "quebranta los fueros" y es expulsado de la comunidad. Este poeta se ofreció, persona y personaje, como víctima propiciatoria dispuesta a cargar con los pecados y las suciedades: el indeseado, el temido, el intocable, también entonces ungido por eso de un poder inexplicable. Pocas voces de la poesía contemporánea en castellano cuestionan tan en serio el lugar de la locura, de la que, al fin y al cabo, se ignora casi todo, ya que, como atinó a decir el propio Panero "es norma de honradez reconocer que aquello que se ignora es un misterio, no un absurdo".

LEOPOLDO MARÍA PANERO, LA LOCURA LLEVADA AL VERSO, de Raquel Capurro. Ed. me cayó el veinte, 2017. México, 302 págs.

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