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Olga Tokarczuk, la Premio Nobel que supo callar a tiempo

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Olga Tokarczuk

Cómo renovar la novela con éxito

Con maestría, la polaca Tokarczuk colocó la sustancia dramática debajo de una constelación de textos y géneros que dialogan entre sí.

El premio Nobel 2018 encendió una luz sobre Olga Tokarczuk, la escritora polaca que ya había ganado el Premio Man Booker Internacional con Los errantes, hasta el momento el único de sus libros que circula en las librerías de Montevideo. Autora de ocho novelas y tres libros de relatos que la ubicaron entre los escritores más relevantes de Europa del este, Tokarczuk ha ejercido como psicoterapeuta, tiene una posición pública contra la derecha polaca y es militante ecologista en el partido Los Verdes. Pero desde aquí solo es posible conversar con Los errantes y a poco de hacerlo es fácil experimentar un creciente interés no ajeno al desconcierto.

Nos habituamos a que tilden de novela muchas escrituras y prosas anodinas. Se dirá que la inercia del siglo XIX y buena parte del XX empuja un nombre que ha extraviado su forma, o que los editores no encuentran mejor manera de nombrar lo que publican, pero para la literatura el problema sigue siendo cómo sostener la obra por sí misma sin repetir los caminos trillados ni tirar al niño con la bañera, y Olga Tokarczuk ha dado con una inteligente manera de resolverlo. Pide, sin embargo, confianza en la lectura porque no apela a seducciones rápidas y si irrumpe una intriga es la pregunta por el sentido final de los asuntos que aborda, a veces bajo la forma del testimonio íntimo, la crónica de viaje, varias ficciones, anotaciones y retratos históricos.

Viajes y vísceras.

Dos temas se cruzan a lo largo del libro. El viaje, la vida nómade, los traslados, en definitiva, la errancia y todo lo que le pertenece: las maletas, los aeropuertos, los hoteles, las circunstancias imprevistas; la segunda línea es el cuerpo humano, el aspecto de sus vísceras, los esfuerzos de los anatomistas del siglo XVIII por conocerlo y preservarlo después de la muerte, hasta las modernas técnicas de plastinación de cadáveres. Viajes y vísceras se alternan en los textos desde perspectivas que varían los géneros pero mantienen un tono observador y reflexivo, no falto de humor, agudeza y sensibilidad frente a los amparos y desamparos humanos.
Entre muchos textos breves destaca alrededor de media docena de relatos de mayor aliento, uno de los cuales recorre, subrepticiamente, la extensión del libro, porque se interrumpe y reaparece en tres oportunidades para narrar la desesperación de un hombre que, durante unas vacaciones, pierde contacto con su mujer y su hijo de tres años, y luego se ve obligado a convivir con la incertidumbre del lugar donde han estado. Se trata, en realidad, de una solapada nouvelle que, a partir de un acontecimiento inexplicable y pese a la adrenalina que mueve la historia, deriva por sus consecuencias con serena hondura.

Otro relato es la experiencia de un médico plastinador que viaja a un congreso en el extranjero y rechaza la invitación a un affaire con la viuda de un colega, poco antes de que otro lo acepte. La sexualidad y el taxidermismo cruzan sus lógicas con extrañas implicaciones. Luego llega la inesperada audacia de un capitán de Ferry, condenado a reiterar durante años el mismo trayecto entre dos orillas, la de una esposa y madre de un minusválido que por unos cuantos días se convierte en una vagabunda urbana, el viaje desde el extranjero de una mujer que va al encuentro de un amor de juventud para cumplir con un pacto piadoso, y la muy cavilada trama de un matrimonio de helenistas que dictan conferencias en un crucero griego y acaban por ocuparse de Kairós, un dios menor de la mitología que esconde una de las principales claves del libro. Entre medio, se alternan varios relatos sobre anatomistas del siglo XVIII: las experiencias del flamenco Philip Verheyen que, como si fuera un caso de Oliver Sacks, sentía un dolor fantasma en la pierna que le habían seccionado y acabó por escribirle cartas; una semblanza de las disecciones públicas del neerlandés Frederik Ruysch, de su extraña colección de monstruos y fetos, y de sus técnicas de conservación; las reiteradas cartas de la hija de un diplomático africano al emperador de Austria, Francisco I, pidiéndole que deje de exhibir el cadáver disecado de su padre como una curiosidad y se lo entregue para darle una merecida sepultura.

Tokarczuk va y vuelve de la historia a la modernidad con una prosa clara y desinhibida que cuando viaja en el tiempo privilegia la comunicación llana y cuando incluye experiencias personales no se aparta de los contextos sociales. “Me hallaba viajando en un autobús junto a una veintena de mujeres de negro rigurosamente tapadas —escribe en un texto breve, titulado “Cleopatras”—. Se le apreciaban tan solo los ojos por una estrecha ranura: caí rendida ante el esmero y la belleza de su maquillaje. Eran ojos de Cleopatras. Bebían agua mineral ayudándose con gracia de una pajarita; la pajita desaparecía en los pliegues de la negra tela hasta dar con sus hipotéticos labios. En aquel autobús de línea acababan de poner una película para amenizar el viaje: era Lara Croft. Fascinadas, mirábamos a esa muchacha de relucientes muslos y ágiles brazos que tumbaba a soldados armados hasta los dientes”.

Movilidad, variación y nomadismo.

Detrás de todas las historias late una reflexión que partiendo de la dicotomía alma-cuerpo, prioriza la relevancia del cuerpo físico, su variedad y su condena. Enlazado al énfasis sobre la finitud, comparecen los esfuerzos por la conservación de los órganos, también la búsqueda de una trascendencia que redima al hombre de su itinerario biológico, aun a sabiendas de que como expresa otro texto clave, “El Muro”, en el centro del laberinto de la experiencia no hay tesoro ni Minotauro, sino un muro sellado donde apenas llegar, uno apoya la frente, otro cae rendido a sus pies y otro avisa que “es hora de volver”. Frente a esa dimensión encerrada de la existencia, la narradora apuesta por la movilidad, la variación y el nomadismo como posibilidad de que el azar se cruce por capricho con un sentido más firme. De hecho, el dios Kairós decide el cruce del tiempo lineal de los hombres con el tiempo circular de los dioses (o lo que es lo mismo: el encuentro fortuito de la experiencia con una revelación plena), y son las consecuencias de esta ecuación las que podrían reasumir la escritura de los relatos, las notas, confesiones y crónicas del libro. Pese a la apariencia tornadiza y voluble, todo ha sido escrito y ordenado en forma minuciosa.

Olga Tokarczuk colocó la sustancia dramática debajo de una constelación de textos y géneros que dialogan entre sí en muchas direcciones, de modo que el lector queda involucrado en los códigos de un viaje que crece y agiganta su significación cuando el relato culmina. El juego es sensible, para armarlo ha sabido callar, en el momento preciso, como quien abre una puerta, y concentrar el lenguaje, a veces con lirismo, en los sucesivos fragmentos de sus piezas.

LOS ERRANTES, de Olga Tokarczuk, Anagrama, 2019, Barcelona, 386 págs. Trad. Ágata Orzeszek Sujak. Distribuye Gussi.

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