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Moisesville a la hora de la siesta

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Fotografía: Álvaro Delgado
alvarodelgado.com

Extracto de El interior, libro que relata su periplo por el norte argentino con una prosa que no deja a nadie indiferente. Lo mejor de la crónica narrativa latinoamericana actual.

ACÁ LAS carreteras ya no tienen carteles. Las carreteras sin carteles son un signo: no esperan forasteros. Están hechas para los que saben dónde están, adónde quieren ir.

Yo estaba sorprendido, maravillado mirando aquel teatro cuando vino el sargento Rodríguez.

—Sargento Rodríguez, mucho gusto.

El sargento Rodríguez tenía una panza poderosa, una pickup agonizante y un revólver o catapulta o batidora yelmo colgándole del cinto. Yo soy un muchacho educado:

—Martín Caparrós, el gusto es mío.

—Identifíquese.

—Es lo que acabo de hacer, señor: Martín Caparrós.

—No, le digo que me muestre un documento.

—¿Por qué?

El sargento Rodríguez no está acostumbrado a las preguntas por la causa.

Moisesville tiene un nombre que es toda una proclama. Aquí llegaron, en 1889, los primeros colonos judíos organizados que desembarcaron en la Argentina. Venían de Podolia —Rusia — y no querían venir a la Argentina: de hecho, estaban tratando de ir a Palestina. Así que mandaron a dos representantes a París para pedirle ayuda a un Rothschild; el Rothschild no quiso dársela y allí, de casualidad, se encontraron con un tal Franck, agente de un tal Rafael Hernández, argentino, que les ofrecía tierras en un país lejano. Los paisanos no estaban muy convencidos pero no veían otra opción. Por si acaso, fueron a preguntarle al gran rabino de París dónde quedaba ese país, si allí se esclavizaba a los judíos o se los convertía. El gran rabino les dijo que no, que viajaran tranquilos. Los rusos se compraron las tierras, que se anunciaban cerca de La Plata. El vendedor Hernández tenía un hermano llamado José. El señor José escribió un libro sobre el Interior: el libro nacional. El hermano Rafael escribió escrituras falsas.

Cuando los judíos desembarcaron en Buenos Aires, después de vencer la resistencia del inspector de Migraciones que quería mandarlos de vuelta a su lugar, descubrieron que las tierras compradas, por supuesto, no existían.

Entonces se encontraron con otro pariente: un señor Pedro Palacios, tío de un joven Palacios que después sería Alfredo, les ofreció unas tierras en un lugar lejano, Santa Fe. Los llevaría el ferrocarril; se bajarían en una estación Palacios y allí podrían ocupar sus tierras. Cuando llegaron, descubrieron una vez más que las tierras no estaban. Era, en verdad, un viaje de descubrimiento.

Aquellos judíos de Podolia se pasaron varios meses en la estación Palacios, y muchos se murieron por el tifus. Al fin, un barón Hirsch los auxilió: les consiguió unas tierras para que fundaran Moisesville. Ahora —visto desde ahora—, me parece que arraigarse en Moisesville, en el norte pelado de la provincia de Santa Fe, sí que era enterrarse en la Argentina. Distinto debía ser instalarse en Buenos Aires, en Rosario, en Tucumán o Córdoba —y ser parte del mundo todavía. Acá era salirse de él: hundirse en otro. Pero también sería, supongo, armarse un mundo propio. Una ciudad —una ciudad entera— que pudiera tomar el nombre del profeta. El sueño de la ciudad propia. El sueño inverosímil del errante.

El sargento Rodríguez está poniéndose violento:

—¿Cómo por qué? Porque yo le digo que tiene que identificarse.

A mí me gustan, me calientan los sargentos violentos. Está pesado, son las tres o cuatro de la tarde.

—No me parece una razón. Estoy en mi país, no estoy haciendo nada raro. Yo me presenté, fui amable con usted. Hasta ahí llegamos.

—Identifíquese o lo voy a tener que detener.

—¿Me va a tener que detener?

Un poco más allá, junto a la puerta del teatro, un viejo en bicicleta nos mira como si quisiera entender qué nos sucede.

Los inmigrantes al final se instalaron, se repartieron quince o veinte hectáreas cada uno, criaron vacas, las ordeñaron cada día, fueron haciendo el pueblo, le construyeron sinagogas. En el museo de Moisesville —el museo que recuerda a esos primeros inmigrantes— hay un mortero de tronco que debe pesar quince o veinte quilos, para moler semillas para hacer el pan ácimo, que alguien se trajo desde casa. Me impresiona ese mortero, esa desolación: señores creyendo que se iban a un lugar donde era necesario llevarse hasta el mortero tosco hecho con un tronco: hacia alguna forma del vacío.

El sargento Rodríguez está a punto de la ira; la panza le desborda, amenaza los botones de su camisa de fajina.

—Ponga las manos sobre la camioneta.

—¿Cómo?

El comisario llega justo a tiempo, con el viejito de la bicicleta. El comisario empieza por pedirme disculpas:

—No, no se crea, el sargento sólo trata de cumplir con su deber. Lo que pasa es que tenemos que tener mucho cuidado.

Me dice con la mirada cómplice. Yo se la devuelvo: no la quiero.

—Bueno, usted sabe cómo son las cosas. Éste es un lugar lleno de objetivos hebreos.

Que no parecen muy amenazados, pero nunca se sabe. De pronto se me ocurre que las repercusiones del miedo global son muy curiosas: todos queremos tener miedo. Los que no tienen miedo son los despreciables: los dejados de lado, los que no merecen siquiera la amenaza. El miedo a la amenaza global en Moisesville, Santa Fe, noreste de la Argentina, a la hora de la siesta.

El autor.

Martín Caparrós (Buenos Aires, 1957) es novelista, cronista, ensayista y traductor. Ha ganado el Premio Herralde y el de Periodismo Rey de España, entre otros. El texto adjunto pertenece al libro de crónicas El Interior, publicado en Buenos Aires en 2006 y recién reeditado por Malpaso Barcelona (distribuido en Uruguay por Océano).

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Fotografía: Álvaro Delgado

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