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Aquí me pongo a cantar

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Pablo Estramín

El historiador Hamid Nazabay busca las raíces en un territorio amplio, no sólo cultural, sino también geográfico.

Luego de las más de ochocientas páginas de Guilherme de Alencar Pinto sobre el grupo Los que Iban Cantando, los dos volúmenes de Fernando Peláez sobre la historia del rock uruguayo, o los quince capítulos de la Historia de la Música Popular Uruguaya de Juan Pellicer, da la impresión de que sobre estos temas no se puede ser breve. Como los cinéfilos, los especialistas en música popular suelen ser fanáticos, minuciosos, eruditos, acumuladores de datos y perseguidores de detalles. Es también el caso de estas recientes seiscientas cincuenta páginas de Hamid Nazabay sobre el Canto Popular uruguayo, volumen titulado Canto Popular. Historia y referentes. 

El libro se divide en dos grandes secciones: una “Historia del Canto Popular” y la difícil selección de “100 referentes del Canto Popular”. Como yapa están la Bibliografía, un Índice onomástico y -demostración del culto laico que profesa- un calendario de fechas de nacimientos y muertes. Y una breve (demasiado para el gusto de este cronista y el volumen del libro) introducción teórica abre la primera parte del libro. En ella Nazabay se topa con conceptos problemáticos como los de popular y tradicional o popular y masivo. Desde esta introducción Nazabay dejará constancia que, a diferencia de otros especialistas, abrirá el campo del Canto Popular a toda su historia en territorio uruguayo. Sin abusar, se pudo haber sido más detallado en la definición de “folklore” y sobre todo de “folklorización” y “proyección folklórica”, rápidamente presentados en las páginas 40 y 41 y profusamente utilizados en el resto del libro.

INDIOS Y NEGROS.

La Historia se remonta a la población indígena que vivía en nuestro territorio. Los documentos no abundan pero son suficientes para informarnos de los hábitos de música y canto en las comunidades de la región. Luego, las crónicas de viajeros del siglo XVIII y XIX aproximarán el conocimiento del tipo de ejecución (payada, canto de contrapunto) en el que se reconoce el estrato folclórico que servirá de base al muy importante movimiento de la poesía gauchesca. Sobre este Nazabay expone su parte, que es algo así como la mitad del género, porque la otra mitad transcurre en la prensa y en soportes escritos que quedan estrictamente fuera de su competencia. Nazabay es ajustado en los datos y en los juicios: el largo desarrollo que comienza con el poema de Juan Baltazar Maciel a la conquista de la Colonia del Sacramento es presentado como “cantar para combatir”, actitud que tendrá en Bartolomé Hidalgo y en los Cielitos su mejor ejemplo. La voz del gaucho se convierte en arma de combate y esto se oye en los cielitos anónimos que, dice Francisco Acuña de Figueroa, se cantaban en los vivaques que rodeaban la Montevideo española sitiada entre 1812 y 1814. El género se asentará hacia 1820 cuando ya las luchas de la independencia se entreveren con la civiles. Pero este sentido del canto será fundamental para entender su recuperación en el medio siglo XX, cuando las condiciones históricas busquen su expresión en este cantar de combate. Nazabay reconoce esa intrusión del siglo XIX en el XX: cielitos, milongas, vidalitas retomarán, a partir de los años 60 del siglo XX, un sentido combativo del canto y lo transformarán en una tradición local. De eso se habla más adelante en el libro.

Volviendo a los orígenes, hay varias apuestas fuertes en el trabajo de Nazabay: remontar la historia y poner junto a Hidalgo a Eusebio Valdenegro y Joaquín Lenzina “Ansina” resulta una especie de lanza quebrada. Se sabe que la historiografía uruguaya ha buscado, recientemente, hacer un espacio a representaciones de grupos que se han declarado desplazados por las versiones oficiales de la historia patria. Tanto indios como negros han reivindicado su participación en la cultura nacional y este libro hace un aporte en ese sentido.

Resúmanse en pocas líneas las pistas de aterrizaje fundamentales del profuso material reunido en este libro: de los tramos que siguen se destacan el momento de “profesionalización del payador” que, desde fines del siglo XIX, se proyectará hasta hoy; luego, la relación rural-urbano, un conflicto central en distintas elaboraciones culturales y zona de litigio clásica a la hora de definiciones culturales que se dirimen entre la tradición telurista y las formas de modernización ciudadana. En este punto la relación entre el canto criollo y el tango tiene en la figura de Gardel un punto de inflexión: Nazabay lo subraya pero tal vez requiera un futuro trabajo monográfico. El conflicto campo-ciudad no se agota en esa encrucijada y permea la cultura uruguaya: los registros rurales impregnarán las expresiones más urbanas del canto popular de los 60; también tendrán su expresión urbana en las programadas fiestas gauchas en todo el país; al mismo tiempo la marca urbana recorrerá el interior con notas criollas, desde Alfredo Zitarrosa a Pablo Estramín. Este aspecto que parece sostener la necesidad de una nación en raíces telúricas, fue un dilema de los años 70 cuando tanto la cultura de la dictadura como la de la resistencia apelaron a esos sustratos. Es un momento complejo e intenso que Nazabay remonta a la influencia del folclore argentino en los 50, la búsqueda de un cancionero uruguayo en los 60 (Osiris, Lena, Lima, Sampayo), la irrupción del canto de protesta y luego el de resistencia en los 70, con las contrapartidas de las orientalidades varias que se levantaron en esa década: un contrapunto bien estudiado.

DE ANSINA A KLISICH.

Nazabay propone generaciones de creadores y de cantores y se atreve al difícil balance del canto popular luego del retorno de la democracia. En distintos momentos, pero sobre todo en el último período, se anima a ingresar los problemas del mercado productor y consumidor como variable inesquivable de todo este proceso.

Las 270 páginas que explanan esta Historia son complementadas por más de 300 en las que se presentan 100 referentes del Canto Popular. Una “Introducción” declara los problemas que le presentó esta selección. Sin entrar en déficits y sobrantes, esta sección debe intercalarse a la anterior: su proposición cronológica lo permite fácilmente. Sería muy interesante hacer una lectura interior de estas presentaciones: sin ir más lejos, que comiencen con “Ansina” y terminen con Esteban Klisich diría mucho sobre las intenciones con que este libro fue escrito. En este espacio sería posible revisar las contradicciones internas que asistieron a la historia del canto popular y sin duda una de ellas fue el conflicto entre la alta cultura y la mesocultura, reformulando el concepto de Carlos Vega. Figuras como Osiris Rodríguez Castillo o Washington Benavides serían síntesis notables de esa situación.

En conclusión, el trabajo de Nazabay es titánico e ineludible. Eso no es óbice para que se encuentren defectos. Los especialistas en distintos temas y momentos practicarán sus disecciones. Un problema que abarca todo es el descuido, por momentos, de la redacción y en particular de la puntuación. En las estampas de “referentes” aparecen lugares comunes del tipo “aquejado por una larga enfermedad murió…”, sin que se diga ni el tiempo ni la enfermedad, algo solo admisible como resonancias de una manera popular de difusión. Muchos defectos son soslayables o se diluyen en el volumen de aciertos. Tal vez el único que produce una rara impresión es el que lee en la página 353. Contra todo sentido histórico y común se dice que Aramís Arellano actuó con Carlos Molina y Pablo Neruda en el Palacio Peñarol en el año 1976. Pero quizá Nazabay lo hizo a propósito, para ver si a esa altura el lector todavía seguía atento.

CANTO POPULAR. HISTORIA Y REFERENTES, de Hamid Nazabay. Cruz del Sur, 2013. Montevideo, 655 págs.

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