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“Me gusta reencontrarme con el caos”

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Foto Matilde Campodónico
Matilde Campodonico

La entrevista de Pablo Fernández al productor y músico uruguayo no pudo ser incluida completa en la versión papel de El País Cultural, por razones de espacio. Va aquí el resto, sólo web.

—¿Quién es Juan Campodónico?

—Soy músico, compositor y productor musical. Sé hacer discos, que es todo un arte aparte. Mi instrumento fundamental al principio fue la guitarra. Pero con el tiempo las computadoras y el estudio de grabación también se volvieron parte de mi instrumento. Toda una tecnología musical que tuvo mucho desarrollo en los 70 y 80, los años en que me crié. Yo de hecho aprendí a tocar la guitarra a los 14, pero al poco tiempo en mi cuarto también tenía la compu, que me ayudaba a componer, porque me permitía diseñar y escuchar, ver el objeto desde afuera. Además siempre fui un gran melómano, me gusta mucho la música en general, investigar, entender su vínculo con las culturas. Soy curioso en cuanto a eso. Siempre estoy pendiente de la música, la veo no sólo como objeto estético o expresivo, sino también como objeto de estudio. Me interesa saber por qué la gente escucha lo que escucha, qué sentido le da, de dónde viene. Ese tipo de preguntas. Y después está mi conexión más personal: agarro la guitarra y naturalmente sale cierto tipo de melodías, el sonido que yo tengo

—Uno a veces se define mucho por lo laboral, pero no es solo eso.

—Lo que pasa es que yo no separo, la música es el centro de mi vida. Un montón de cosas pasan a su alrededor. Como que adapté mi vida a la música. Por decir algo: nunca tuve un empleo. Siempre hice cosas que pudieran encajar con la música. La primera vez que tuve que trabajar di clases de guitarra. Después tocaba en fiestas con una orquesta. Y finalmente empecé a tener grupos ya con una propuesta artística. Y, como ya conté, también me gusta mucho producir discos, que es trabajar con un grupo pero poniéndose del lado de afuera a mirar toda la escena, un poco como hace un director de teatro.

—No es fácil adaptarse a Uruguay cuando uno viene de afuera, como tú en los 80. Es provinciano, prejuicioso, alejado de todo. O al menos puede resultar así para un adolescente. ¿Cómo fue tu experiencia de volver, y aceptar que este iba a ser tu lugar?

—Fue muy difícil. Yo tenía 15 años, y llegué a un país donde no tenía amigos ni ningún vínculo que hubiera generado, porque me fui muy chiquito, sólo vínculos familiares y del mundo de mis papás. Pero yo ya tenía 15 años, la gente a esa edad empieza a generar su propio mundo. Cuando me acuerdo de esa época siempre es invierno, con eso te digo todo. En mis recuerdos de esos primeros años en Uruguay siempre está lloviendo, hace frío. Recién hacia los veintipico logro armar algo de mi propia vida que me gusta, y todos los recuerdos ya son verano, hay playa. Fue duro, sí, Uruguay no es fácil. Pero al mismo tiempo toda esa gente que se ha ido y vuelto, en la dictadura y las oleadas posteriores, le da una característica muy linda que es esa mezcla de diversos lados. Dentro de su provincianismo es un lugar que está atento. La gente que se va después vuelve con ideas. Hay atención, no es como esos lugares de alta autoestima. La coyuntura de Uruguay, medio isla, medio mirando hacia afuera, con su ciudad puerto, con muchos inmigrantes y gente que se va y que vuelve, ha generado un tipo de cultura bastante universalista. No lo veo como estrictamente provinciano. Pese a sus crisis tiene un potencial increíble, y es un lugar lindo para la vida en muchos aspectos. No sólo como geografía sino humanamente.

—Lo que pasa es que eso hay que descubrirlo. Si llegás con 15 años no es muy evidente.

—Claro. Uruguay para mí con 15 años era un bajón. Traté de adaptarme, pero cada vez me empezó a parecer más lindo México, por varios motivos. Empezando por el climático. Mudarme a un país con invierno marcado fue traumático. Nunca había usado un abrigo en mi vida, a lo sumo un bucito. Aparte Uruguay en esa época estaba atrasado, aislado, era bravo. Venían de estar los militares, con su estética y su visión del mundo, controlando todo. Y eso generó una forma, una crisis cultural, que dura hasta hoy, el reflejo lo podés ver en todos lados. Pero al mismo tiempo, volver me dio un montón de cosas positivas. La música uruguaya de ese momento me encantó. Jaime Roos, Fernando Cabrera... Empecé a salir, ir a recitales, a Cinemateca, impregnarme de cosas, integrarme. Vivir en dos países, con dos culturas y dos situaciones muy distintas me enriqueció. Pude comparar, valorar, elegir. Esa misma visión medio bajón del Uruguay de los 80 también sirvió para darme cuenta de qué me gustaba y qué no. Porque para los que vivían acá esto era normal. Esta cosa que es espantosa es lo natural. Y vos venías de afuera y decías “¡Pero si eso es espantoso! Mirá que allá lo hacen distinto”. Creo que una parte de mi aporte, yendo a lo musical y a mi trabajo como productor, tiene que ver con la visión desde afuera. De ver que hay cosas muy bonitas que genera esta situación, y que también hay cosas no tan bonitas ni tan interesantes. Poder rescatar o reordenar cosas. Y creo que ese reorden que provocó la gente de la diáspora, que ha tenido visiones nuevas sobre Uruguay, todo ese intercambio, generó un país mejor, más abierto, más tolerante. Cuando vine de México usaba morral y me decían “eso es de puto”. Tuve que dejar de usarlo al toque. Y a los primeros conciertos de rock que iba siempre terminaban a las piñas. ¡La gente se pegaba todo el tiempo! Lo que digo es que Uruguay es un lugar mejor ahora. Me parece. Es mi vivencia. Muchas actividades culturales se profesionalizaron, crecieron socialmente. Aquello de “¿Y, qué hacés?”, “Soy músico”, “No, pero qué hacés para ganarte la vida”. Esa pregunta no existe más. Hoy es tan válido el arte como cualquier otra actividad. Cambió mucho la sensibilidad de la gente.

—Sos hijo de esa generación idealista, militante, que prometía un mundo nuevo, de solidaridad. Algo que más allá de mejoras creo que no ocurrió.

—Eh… ocurrió. Cambiaron las coordenadas. Alguien que en los 80 militaba en un partido de izquierda, en la época de tensión entre el bloque socialista y el capitalista, jugaba a algo bien contradictorio. Quería la sociedad del pan y las rosas, pero también estaba laburando para la Unión Soviética en su intento de predominio mundial. Hoy ya podés verlo desde esa perspectiva, y en aquel momento capaz que no. Cambió la idea de qué sería una sociedad mejor. Hoy una sociedad más justa puede ser no discriminar al diferente. Se avanzó en esos aspectos, se trasladó el set de cosas de cómo alcanzarlo. Ya no es más la lucha entre socialismo y capitalismo. Ese paradigma en el que nos criaron de niños sí cayó.

—¿Y en qué se transformaron esos ideales, qué quedó? ¿Tenés utopías, o renegás de todo?

—Lo que pasa es que para mí fue un poco distinto, mi casa era muy abierta en cuanto a estilos de vida. Eran teatreros, una especie de locos, por fuera del paradigma social de lo que debía ser. Más allá de que eran de izquierda, con toda esa idea de la época, y las utopías y no sé qué. Pero creo que era más pesado lo que hacían en verdad. Papá con 18 años fundó El Galpón, a los veintipico conseguía una obra de Brecht, la montaba con Atahualpa Del Cioppo y era toda una novedad en Montevideo. Eran unos idealistas que trabajaban en el arte, comprometidos, diciendo cosas interesantes, que afectaran a la gente, que no fuera chatarra cultural de consumo. Me quedó mucho más eso de mis viejos que la ideología. No guardo ningún rechazo ni adhesión respecto a esa generación. Porque esa generación de los 60 tan ligada a la política, el conflicto y las luchas sociales era fruto de un contexto, y hay que entenderlo así. Sí me gustó, en cierto momento de mi vida, desaprender esa visión tan materialista de la realidad que tenía esa generación, y pensar de una manera más intuitiva, con otros sentidos que no son los literales de las ideas verbales, por otros canales más allá de la dialéctica del conocimiento. Conectarme con otras cosas. Reencontrarme con el caos.

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