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Matar, ese verbo que dice tan poco

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Óscar Martínez

Crónica latinoamericana

Los muertos y el periodista es una crónica de El Salvador contemporáneo escrita por Óscar Martínez. Trata de tres hermanos asesinados en 2017.

Esta es una historia sobre anomalías normalizadas, sobre lo que que no debe ser pero es, y de tanto verlo ya no se ve. Es sobre El Salvador, pero extensivo a Honduras y Guatemala (en sentido estricto, el triángulo delincuencial de Centroamérica); ampliamente considerada es una historia sobre el ser humano, es decir, sobre cualquier lugar.

Óscar Martínez, periodista salvadoreño nacido en 1983, autor y coautor de numerosos libros centrados en el asunto de la violencia (Los migrantes que no importan, El niño de Hollywood, entre otros) pasó trece años metido en el ojo de una tormenta donde danzaban el crimen organizado, las pandillas, la policía corrupta, el Estado depredado y depredador, y los eslóganes fáciles de quienes viven y miran y no entienden. Los muertos y el periodista (2021) es el resultado de esos años. Una mirada profunda a los sótanos de su país, narrada con ira. Escrito en tiempos del Coronavirus, alerta sobre otras pandemias, sobre verdades que se esconden o se revelan a medias, y masacres que se titulan como “enfrentamientos”. “Sanitizaron el caso”, dice Martínez.

En el plano anecdótico, Los muertos y el periodista es la crónica de la muerte anunciada (el símil quizá no le gustaría a Martínez, que no coincide mucho con García Márquez) de tres hermanos: Rudi, Wito y Herber. Ocurrió el 13 de diciembre de 2017 y días y semanas después se fueron hallando los cadáveres. El centro de esa anécdota —una masacre más— es Rudi, un expandillero. Ronda los quince años y perteneció a una de las “maras”, llamada Barrio 18. Su historia es el pretexto para que Martínez exponga una clase magistral de ética periodística y hable de El Salvador (sus políticos, su policía, sus criminales) con un batido sentimental de impotencia, desencanto y asco, muy parecido a aquel que selló su compatriota Castellanos Moya en su novela más bizarra (El asco. Thomas Bernhard en San Salvador, 1997), la que le valió el exilio.

Ir a fondo

Contar la historia de Rudi no es sencillo, el personaje es áspero, esquivo. Pero Óscar Martínez tiene oficio. Es editor jefe del periódico digital El Faro.net —el primero en América Latina sin edición impresa— y tiene vasta experiencia en entrevistar a delincuentes de todo tipo. Identifica por ósmosis, antes de racionalizarlo, dónde hay una historia: “¿Qué quise saber de Rudi? Me costó descubrirlo, pero lo hice. Quise saber cómo era la vida y posibilidades de alguien como él, maldito en este país, basura, desecho, lo último de la pirámide del poder, el fondo del país, un imperdonable: iletrado, adolescente, expandillero, perseguido, pobre, alcohólico, drogadicto. 14, 15 o 16. Me pareció que había encontrado un potente perfil para explicar cómo se ve la vida de alguien sin ninguna oportunidad, cuyo camino solo era hacia más abajo. Bajar, bajar, bajar y descubrir que hay más peldaños y bajar, bajar, bajar”. No se equivoca cuando lo ve por primera vez y presiente que ya es un adolescente muerto. Lo entrevista varias veces, buscándole respuestas que Rudi no tiene porque ni siquiera se ha hecho las preguntas.

Algunas frases de Martínez se podrían numerar en un perfecto manual de periodismo: 1. “Este oficio, al igual que todos los oficios, no es lo que pensaste ni lo que dudaste ni lo que te atormentó ni lo que te alegró. Este oficio es lo que hiciste”. 2. “Nuestro trabajo no es estar en el lugar indicado a la hora indicada. Ese es el trabajo de los repartidores de pizza o de los trenes. Nuestro trabajo no es decir cosas. Nuestro trabajo son otros verbos: entender, dudar, contar, explicar, desvelar, revelar, afirmar, cuestionar.” 3. “El periodismo, como la gente que sufre la violencia en los barrios más bravos, también se acostumbra, normaliza, nombra. Pero, a diferencia de esas gentes, a quienes les va la vida en ello, el periodista muchas veces lo hace por pereza de investigar, por presión de publicar, por incomprensión del oficio”.

Claro que la historia de Rudi y sus hermanos no la cambian unas letras, así como los gobiernos corruptos no se voltean por un dossier revelador, por más que el caso Watergate haya sembrado la idea de que sí. Martínez lo denomina un “gorila albino”. Tiene conciencia de que no va a cambiar el estado de las cosas y al mismo tiempo, de que tiene que ir a fondo, hacer su parte. Menciona en varias ocasiones a periodistas que hacen o hicieron lo mismo: Oriana Fallaci, Ryszard Kapuscinski, Martín Caparrós.

Cuerpos tatuados

Geográficamente, las maras nacieron en Estados Unidos. En los años ochenta las guerras civiles de varios países centroamericanos provocaron éxodos masivos hacia la tierra de las oportunidades, donde ya había pandillas formadas, por ejemplo en Los Ángeles, de mexicanos. Para encontrar su lugar (de dominio, de violencia), los jóvenes salvadoreños, provenientes en gran parte de familias disfuncionales con historial de abusos, drogas, delincuencia, etc., fundaron sus propias maras. Martínez cuenta la historia de Chepe Furia, “un ex guardia nacional durante la guerra civil salvadoreña, (que) migró al sur de California en los ochenta, para huir de tanta muerte, pero allá, en el extrarradio empobrecido del Valle de San Fernando, supo que para ser joven y no ser presa había que pelear a diario. Fundó una de las primeras clicas de la Mara Salvatrucha-13, la Fulton Locos”. “Clica” es el conjunto de pandilleros de determinada zona. Cuando Estados Unidos deportó hacia sus países a miles de centroamericanos, las maras venían con una tecnología de primer mundo a socavar de raíz al tercero. Solo en El Salvador se calculan unos 64.000 habitantes que pertenecen a las maras, o a la Calle 18 o a la Mara Salvatrucha (MS-13). Más que el ejército y la policía juntos.

“Por más romanticismo con que a veces se las rodee, las organizaciones criminales suelen comportarse como las multinacionales: más arriba, más dinero; más abajo, más trabajo”, dice Martínez. En el supuesto de que alguien las considere románticas, conviene decir que bajo sus expresivos tatuajes de pertenencia hay hombres y mujeres que viven de la extorsión, el sicariato, el narcotráfico, dispuestos a torturar y matar sin piedad. Querer salirse de las maras es firmar la sentencia de muerte. Permanecer en ellas es estar a tiro de la policía, de otras pandillas, o de escuadrones de la muerte. Todos torturan y matan y Martínez explicita los modos: “El ojo por ojo se queda corto. Es solo el inicio en composiciones humanas donde matar es un verbo que dice poco y que requiere especificaciones: descuartizar, incinerar, decapitar, estrangular, machetear. Ojo por dos ojos, dos ojos por cabeza, cabeza por…”. Hay metáforas para todo: “cuando a alguien le retiran brazos, piernas y cabeza, lo han asesinado haciéndole un ‘corte de chaleco’; cuando a alguno le impactó un disparo de escopeta en la cabeza, deshaciéndosela, le ‘destaparon el coco’; si lo lanzaron a un pozo, lo pusieron ‘a tomar agua’; y si quedó boca arriba en algún monte, quedó ‘contando estrellas’”.

Un periodista puede ser cínico (contra lo que decía Kapuscinski), lo que no puede es ser ingenuo, como dice Caparrós. Martínez es cínico en muchas ocasiones, como cuando habla de los lectores: “No me quiero condenar a escribir para idiotas. Sé que es un público grande pero no me resigno a eso”, y no es para nada ingenuo ni autocomplaciente; no promete cuidar a nadie ni volverse mártir, solo contar una historia. No puede siquiera proteger sus fuentes, que además cuestiona: “He despreciado a muchas de mis fuentes. He sentido asco por sus valores, repugnancia por sus lógicas e indignación ante sus motivos”.

Y no puede fingir un interés que en el fondo no tiene. Frente al relato de una mujer que fue violada “tumultuariamente” (una manera de decir: violación múltiple) reconoce: “Su historia no me importó. Mantuve las formas para no ser grosero con la mujer que acababa de ser brutalizada. Su historia me pareció similar a otras tantas que ya había contado. Nunca creí que su historia pudiera ser una que yo escribiera. Y el partido de fútbol ya había empezado”. Hay que tener —entre otras cosas— oficio para reconocer eso.

Hombres de tristes circunstancias

El 21 de noviembre de 2014 Miguel Ángel Tobar fue asesinado por sicarios. Tenía 30 años y también era asesino —declaraba 56 muertes— y había pertenecido a la clica Hollywood de la mara Salvatrucha, hasta que decidió colaborar con la policía y los fiscales y delatar a algunos pandilleros. A cambio, tenían que protegerlo y mantenerlo. Óscar Martínez y sus hermanos Juan José y Carlos llevaron a crónica la vida de Tobar, llamado “El niño de Hollywood” porque después de arrancarle el corazón (literalmente) a otro pandillero declaró que tuvo una epifanía, que fue como ver nacer un niño. El caso de Rudi va iba por el mismo sendero, solo que acorta tiempos: “Hay que decir que la vida tiene que haber sido la suma de muchas miserias si el resultado es que en tu adolescencia te quieren asesinar la mafia y la Policía. Si cumplís 14 o 15 o 16 años y con vos ni Dios ni el Diablo ni buenos ni malos ni pandilleros ni familiares ni presos ni curas ni recuerdos felices de tu niñez, podés decir que has tocado fondo”.

En el relato “Historia de Rosendo Juárez” (que es a su vez continuidad del anterior “Hombre de la esquina rosada”) Borges narra el proceso de cómo un muchacho se fue haciendo matón, por obra del contexto y las circunstancias, y cómo —cuando dejó de importarle la mirada de los otros— abandonó la criminalidad y se puso a trabajar. En esa grilla están los personajes reales que Martínez enfoca, dominados por una pertenencia y la mirada ajena: “La gracia de ser pandillero es ser tumulto. Cuando 30 hombres, la mayoría de ellos jovencitos, controlan comunidades de miles de salvadoreños, incluidos algunos que combatieron en la guerra civil, no lo logran porque sean más fuertes uno a uno. Lo logran porque son unos pocos, pero locos, como dicen. Unos pocos, pero dispuestos a todo. Y los otros son unos muchos que no están dispuestos a tanto. Un pandillero solo es solo un hombre con tatuajes que puede estar dispuesto a todo, pero al fin y al cabo solo un hombre de tristes circunstancias”.

Honestidad brutal

El título del libro contrapone un colectivo abstracto (los muertos) con una individualidad abstracta (el periodista); Martínez cuenta sobre los primeros y reflexiona sobre esa segunda entidad a la que representa. Son muchos los cuestionamientos que hace y se hace, muchas las preguntas que plantea. Advierte en el capítulo uno: “Lea o abandone”, como si fuera la entrada al infierno dantesco o uno de esos carteles de las películas de Gaspar Noé, y presenta este libro como lo más honesto que hizo.

“Ser honesto es, sobre todo, ser brutal. Ser honesto es algo que se gana […] A mí —y recalco ese “A MÍ”— no me importa mucho si un periodista lo hizo porque es un buscador de la justicia o porque quiere ser famoso. A mí me importa mucho si lo hizo bien. ¿Fuiste? ¿Volviste? ¿Fuiste lo suficiente? ¿Viste, oliste, escuchaste, sentiste? ¿Anotaste, grabaste? ¿Podés demostrar? ¿Puedo seguir el rastro de tu investigación? ¿Encontraste? ¿Con cuántos hablaste? ¿Te faltaron fuentes? ¿Insististe al asesino? ¿Cuestionaste a la viuda? ¿Dudaste del padre? Nunca preguntaría: ¿lo salvaste? ¿Lo hiciste sentir bien? ¿Incomodará a los lectores?”

La entidad “lector”, por supuesto, es impredecible y a la vez maleable, y Martínez sabe que en esa relación momentánea hay puentes de entendimiento que no se van a cruzar y no importa. Igual que los hay con los entrevistados, con las fuentes que son la carne de este ensayo: “Me pregunto cómo nos verá el campesino que toda su vida lo fue, que no lee ni tiene internet, que lo que considera noticia viene en el más amarillista de los noticieros televisivos, aquel que escurre sangre sin significado en cada emisión. No, no hablo de fuentes exóticas. Las señoras pueblerinas y los campesinos iletrados son fuente todos los días en noticieros, periódicos, radios. Los que casi nunca son fuente son los otros, los poderosos. Rara vez los cuestionamos, rara vez se dejan cuestionar, rara vez las cámaras entran a sus residencias con un propósito distinto a elogiar sus jardines y sus muebles. De alguna manera, el periodismo cuenta la historia desde las fuentes oficiales y los pobres”. En ese lugar se para con orgullo Óscar Martínez d'Aubuisson (un segundo apellido que no usa: es sobrino del político Roberto d'Aubuisson, sindicado como el autor intelectual del asesinato del arzobispo Romero en 1980 y como líder de los escuadrones de la muerte de su país), y con orgullo dice: “Yo nunca hablé con los que jalan los hilos. Hablé mil veces con los que sufren el tirón”.

LOS MUERTOS Y EL PERIODISTA, de Óscar Martínez. Anagrama, 2021. Barcelona, 232 págs.

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