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Julian Barnes, o cuando el sexo triste anticipa el fin del amor

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Julian Barnes. Dibujo de Ombú
Julian Barnes, por Ombú

NOVELA DEL AUTOR INGLÉS

No es casualidad que Anagrama haya elegido una novela de Julian Barnes para el No. 1000 de su colección Panorama de Narrativas. Porque es una obra que se las trae.

Aunque no es una novela de tesis, ronda subrepticia una tesis en la última novela de Julian Barnes, publicada en inglés en 2018, y es que la “única historia” que importa, que nos define y que nos revela cómo somos es siempre una historia de amor. Dicho así parece clisé acaramelado, telenovela de la tarde o noche. En la escritura de Barnes (Leicester, 1946) es algo bien distinto, y no por la inobjetable, elegante e inglesa distancia emocional que impone, sino por cómo arma y de qué modo ensambla los fragmentos imposibles de unir de todo discurso amoroso (sea de la realidad o de la ficción). La única historia fue elegida por editorial Anagrama para celebrar su edición número 1.000 en la colección Panorama de narrativas, donde Barnes y otros integrantes del dream team inglés (McEwan, Amis, Kureishi, Ishiguro; a veces geniales, a menudo profesionales y cada tanto sobrevaluados) están siempre presentes. Esta vez su novela ya no está dedicada a Pat Kavanagh (1940-2008), que fue su editora y esposa por treinta años, sino a la crítica, biógrafa y amiga Hermione Lee.

La única historia comienza en el sencillo y a la vez inmejorable título, pero también puede decirse que comienza en el epígrafe elegido para introducirla, una irónica cita del gran crítico Samuel Johnson que define novela como “un cuento corto, por lo general de amor”; o que comienza en la primera línea de Barnes con una pregunta tópica, casi vulgar: “¿Preferirías amar más y sufrir más o amar menos y sufrir menos?”. La alusión a Johnson probablemente tenga que ver también —además de decirnos que las historias reales y literarias son reductibles, por extensas que sean, a un cuentito breve— con el hecho de que Johnson se casó con una viuda veinte años mayor que él, y la diferencia de edades entre los amantes es un punto de partida en el libro de Barnes.

LA PERSPECTIVA JUSTA.

Paul es un chico de diecinueve años que vive con sus padres en la periferia acomodada de Londres, donde jugar golf y tenis es moneda corriente, como lo es comprometerse y casarse con una chica de los alrededores y conseguir un buen empleo. Jugando tenis Paul conoce a Susan Macleod, de cuarenta y ocho años, casada con un alcohólico llamado Gordon y madre de dos hijas. Paul y Susan se enamoran y se van a vivir juntos, expulsados del Club de tenis y tácitamente censurados por el entorno, cuestión que no les preocupa mientras viven en la isla del amor y la fantasía mutua del rescate: él la libera de un matrimonio sin amor, ella del convencionalismo y el deber ser. Lo que viene luego es la verdadera historia (o la falsa, asumiendo que la única verdadera sea la de la isla, la felicidad y el etcétera que no interesa contar).

Pero el punto fuerte de la novela de Barnes no está en lo anecdótico de la historia sino que radica en su estructura: tres partes que siguen la perspectiva de “Casey” Paul (como lo llama Susan) con variantes significativas. En la primera Paul narra su romance casi exclusivamente en primera persona, en la segunda adopta la segunda persona —el hablarse a sí mismo objetivándose como un “otro”— , y en la última utiliza sobre todo la tercera, como un narrador omnisciente e impersonal (aunque por momentos se cuelan los narradores anteriores). Son cambios que ilustran la historia y la simbolizan: el amor visto desde dentro, desde el yo absoluto que lo vive con adrenalina, gozo y dolor y lo ve detrás de un velo; luego visto desde un poco más lejos, a través de una distancia que permite calibrar las fallas y descorrer ese velo; y al final desde otro lugar, como si la historia le hubiese ocurrido a otra persona, es decir, cuando el blindaje emocional se consolida y detalles como echar nafta al auto son más relevantes que dar un beso de despedida.

Decimotercera novela de Barnes (sin contar las policiales publicadas con el pseudónimo Dan Kavanagh y sin considerar como “novela” la excelente Niveles de vida, que por alguna razón se cataloga en el rubro “memorias”), La única historia es un libro triste no solo porque lo que cuenta deja un regusto amargo, sino por cómo va hilvanando los detalles de cada protagonista y sus contrastes —el tema del dinero apenas tocado, el del alcoholismo y la locura potenciados exageradamente—, con un hilo casi invisible que solo al final nos deja ver de qué madera estaban hechos en verdad los personajes. Aquí no hay tragedia ni enemigo externo y la diferencia de edad entre los amantes no es mucho más que lo que en cine se llamaría un red herring, algo funcional a la trama pero que nos distrajo de lo esencial.

DEFINICIONES.

Quizá haya demasiadas y por momentos se sienta la “cátedra” del autor cayendo pesadamente, como dándole un marco teórico, propio por otra parte del perfil ensayístico de Barnes. Hay casi dos páginas definiendo lo que es el “sexo triste”, una de las carreteras por las que se desbarranca la relación de Paul y Susan. “El sexo triste es el más triste de todos. (…) El sexo triste es cuando tú mismo estás tan desesperado, la situación es tan insoluble, la prehistoria tan opresiva, tu propio equilibrio anímico tan incierto de un día para otro, de un momento a otro, que piensas que bien podrías dejarte ir con el sexo durante unos minutos, durante media hora. Pero no te dejas ir, ni cambia tu estado de ánimo, ni siquiera durante un nanosegundo. El sexo triste es cuando notas que estás perdiendo todo contacto con ella, y ella contigo, pero que es el medio de deciros mutuamente que la conexión existe todavía de algún modo; que ninguno de los dos va a abandonar al otro, aun cuando una parte de ti cree que deberías. Después descubres que insistir en esa conexión es lo mismo que prolongar la pena”. La definición del sentimiento, en cambio, había tenido lugar mucho antes y era un hallazgo visual: “el amor es como la enorme y súbita relajación de un ceño fruncido”.

En esta “única historia” hay varias capas y por supuesto infinidad de versiones posibles dentro de esa —singular y relevante— que se vuelve relato sabiendo que no será completo, que contendrá hilachas y grietas, porque su esencia en realidad no puede contarse. Barnes lo ejemplifica al referirse al lenguaje del amor: “no debería tener importancia que las mismas palabras se reciclasen, que por la noche, en todo el planeta, mil millones de personas reafirmaran el carácter único de su amor con expresiones de segunda mano. Solo que a veces sí importaba”. Que es más o menos lo mismo que —al otro lado del canal— afirmaba apenas ayer Houellebecq con Serotonina. Barnes no se cuelga en la acidez ni el cinismo del francés, pero desciende a sus personajes al mismo pozo de renuncias que ya habitan heroínas y héroes del corazón de Flaubert, Tolstoi, Chéjov, Fitzgerald, McCullers, Munro, y un interminable listado.

LA ÚNICA HISTORIA, de Julian Barnes. Anagrama, 2019. Tr. de Jaime Zulaika. Barcelona, 231 págs. Distribuye Gussi.

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