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La infancia y lo tremendo

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Emma Reyes

Se conocen por primera vez los detalles de la tremenda niñez que sobrellevó la pintora colombiana Emma Reyes, de un desamparo inaudito. Un libro que golpea y enamora, con prólogo oportuno de Leila Guerriero.

El libro es también la historia del libro. El 28 de abril de 1967 la pintora colombiana Emma Reyes (1919-2003) le escribió a su amigo, el historiador Germán Arciniegas, la primera de 23 cartas en las que se decidió a contarle su infancia, con el estricto pedido de que no las publicara hasta después de su muerte. En el medio hubo una discordia: alarmado por la interrupción de la correspondencia, Arciniegas se la mostró en su casa de París a Gabriel García Márquez, y el Nobel quedó tan admirado que le insistió personalmente en que terminara de contar la historia. Emma Reyes se molestó con la indiscreción y demoró muchos años en cumplir con el pedido; la última carta la escribió desde Burdeos en 1997, cuando ya era una pintora reconocida.

Cumplido el plazo, estas cartas se publicaron por primera vez en Colombia, en 2012, gracias a la mediación de los herederos de Arciniegas, que también había fallecido, y se convirtieron en un rápido éxito editorial. ¿Qué cuentan? El más impiadoso desamparo infantil desde los cinco a los quince años de Emma, cuando escapó de un convento de monjas en la ciudad de Bogotá, a mediados de los años treinta. Lo cuenta sin sentimentalismo ni agregados, ni enjuiciamientos, con la recuperación de una mirada infantil y una precisión expresiva que linda con la maestría.

Emma Reyes es un nombre arbitrario, una ocurrencia de su hermana Helena, pocos años mayor, porque desde que tuvo memoria ambas vivieron encerradas en una pieza sin ventanas, en un barrio marginal de Bogotá, bajo las órdenes de María, una mujer que pudo ser su madre o no, y nunca conocieron a su padre. Compartían esa pieza sin baño con un niño más chico al que le llamaban “Piojo”, sucias, a veces sin comer, porque María regresaba en la noche y rara vez no las golpeaba, harta de cargar con ellas. Poco después de la visita de un hombre distinguido que se llevó a “Piojo”, la mujer partió con ellas al pueblo de Guateque, donde se encargó de una agencia de venta de café. Vivieron en una casa enorme que les cedió un amigo de la mujer, y de la que Emma nunca salía.

La experiencia se reiteró en otra agencia de café en el pueblo de Fusagasugá, donde María, ya perfilada como una mujer cruel y bonita, amante de caballeros de alcurnia, concibió un niño. Emma cuidó del bebé mientras pudo porque María lo abandonó a los pocos meses. El relato de ese abandono que encargó a la doméstica y Emma presenció aterida, es un testimonio inolvidable del deseo de morir que también puede abrirse camino en los niños. Poco más tarde María abandonó a Emma y a Helena en medio de un viaje a la capital y así fueron a parar a un convento de monjas, donde Emma vivió encerrada y analfabeta durante aproximadamente diez años. Fue a poco de llegar, cuando solo eran “las nuevas”, dos niñas asustadas y llorosas, que la desesperación por romper el anonimato llevó a su hermana a decir: somos Helena y Emma Reyes (hasta entonces le decía Nené), y a partir de ese momento encontró un nombre.

La experiencia entre las monjas no fue menos cruel y su relato da forma a un testimonio valioso, por sus matices, personajes y anécdotas, de la vida en los conventos latinoamericanos en la primera mitad del siglo XX. Todo lo que cuenta el libro es sustantivo, perturbador por la sensibilidad y la inteligencia de sus silencios, tan elocuentes que se diría, constituyen un texto de segundo plano y una lección del arte de narrar. Es un libro que golpea y enamora por lo que calla, en las situaciones tremendas y en las desopilantes, escrito cuando han pasado muchos años de lo que se recuerda, pero todavía cargado de las primeras impresiones, de modo que la emoción es vívida en cada línea, plenas de una autenticidad que por su singularidad y excelencia, vuelve espuria la atención literaria a sus artificios.

Las cartas de Emma Reyes abarcan apenas diez años, pero acaso el lector quiera saber que a principios de los años cuarenta, con 21 años, Emma llegó a Buenos Aires, y en una exposición de Raúl Soldi el galerista le obsequió unas pinturas, después de oírla manifestar su interés en las artes plásticas. En 1947 obtuvo una beca que la llevó a París, realizó ilustraciones en Washington para la Unión Panamericana, trabajó en un mural de Diego Rivera para el estadio olímpico de la Universidad, estudió en Roma, vivió en Israel y luego en Francia, donde murió a los 84 años.

Quería ser recordada como pintora, y como tal obtuvo reconocimientos, pero sus logros se potencian con este extraordinario testimonio que permite vislumbrar a una gran escritora oculta por sus inseguridades, a la manera, quizá, de la fotógrafa Vivian Maier, cuyos rollos fotográficos fueron descubiertos hace pocos años en una reventa de objetos viejos. Ambas integran la galería de los auténticos “artistas del No”, personas que ejercieron su arte en secreto, lejos de las pretensiones de la fama y las pasarelas. La publicación de las cartas de Emma Reyes es un acontecimiento conmovedor que en esta edición cuenta con un solvente y oportuno prólogo de Leila Guerriero.

MEMORIA POR CORRESPONDENCIA, de Emma Reyes. Edhasa, 2015, Buenos Aires, 216 págs. Distribuye Gussi.

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