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La historia como fábula

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Tomás de Mattos. Dibujo de Ombú

Que nos deja nuestro último novelista de largo aliento.

LOS GRANDES huesos frontales sobre la mirada inteligente y melancólica de Tomás de Mattos, humedecida por la comprensión o el humor, coincidían con una vocación literaria que se abrió paso entre sus obligaciones de abogado, en un frigorífico y en el bufete de su casa de Tacuarembó. Encarnó un tipo de escritor que Uruguay reclamaba desde hacía años: el novelista de largo aliento, capaz de ofrecer su relato con una serena y pausada ambición.

Tomás de Mattos (1947-2016) hizo pie en la historia con la idea de que la realidad es una caldera de cuentos y la imaginación la pesquisa de su fatalidad. Como la fatalidad obra por hechos consumados, parece un contrasentido y sin embargo, supo narrar sus lógicas, las arbitrariedades, y la patética colaboración de las pasiones, al grado de convertir las tramas en una suma de conflictos concentrados sobre la masacre indígena de Salsipuedes, en ¡Bernabé, Bernabé!, sobre el calvario de los esclavos amotinados en un barco, en La fragata de las máscaras, o sobre los suplicios de Jesús de Nazaret, en La Puerta de la Misericordia, por nombrar sus novelas más ambiciosas y logradas.

El abogado acompañó al novelista a lo largo de sus libros con el notorio afán de documentar todas las voces y versiones, y una morosa, conjetural aproximación al núcleo de sus historias, cuyo relato más de una vez estuvo a cargo de una inteligente dama del siglo XIX, Josefina Péguy de Narbondo, acaso su más querido personaje. Con ella desplegó, en Uruguay, la novela polifónica que definió Mijail Bajtín para comprender la obra de Dostoievski y el realismo moderno. Tomás de Mattos creía en el realismo; oía en la realidad, una fábula.

Escribió dos cuentos magistrales por su eficacia y destreza narrativa: "La trampa de barro" y "Padres del pueblo", y una excelente novela de perfiles policiales, A la sombra del paraíso, ambientada en un prostíbulo del norte uruguayo. Pero su mayor audacia literaria fue el diálogo simultáneo con la historia real que inspiró Benito Cereno (la aventura del capitán norteamericano Amasa Delano al abordar un barco que cargaba esclavos por el mar de Chile, en 1799), con la visión de Herman Melville en su famosa novela, con la negritud, y con los conflictos éticos de una rebelión que en La fragata de las máscaras asume las proporciones de una profunda reflexión sobre el destino de las revoluciones latinoamericanas. El misterio que en Melville asoma como intriga por las señas veladas de un motín, en de Mattos se ahonda por las violencias del intento de liberación de los amotinados. Pocas veces la literatura del continente dio un paso tan maduro en la reapropiación de su historia, sin simplezas ni reduccionismos ideológicos, capaz de reunir la épica con los desgarros de la moral.

Una similar inteligencia narrativa atraviesa las páginas de La Puerta de la Misericordia. El hombre de fe católica narró la historia de Jesús desde un no creyente, y hasta el propio Cristo es el hombre sorprendido por su propia trascendencia. Uruguay no había dado, hasta la irrupción de Tomás de Mattos, una ambición de tan largas miras y cabe pensar que esa huella es imborrable en la tradición nacional.

Los compromisos políticos con la izquierda lo condujeron a la dirección de la Biblioteca Nacional durante el primer gobierno de Tabaré Vázquez. Tenía un gran prestigio y parecía un premio a su trayectoria, pero un gran novelista no necesariamente es un buen gestor, ni la Biblioteca Nacional es una institución capaz de disimular sus desamparos. La experiencia no fue buena, ni para la biblioteca ni para el escritor, que entonces avanzaba otro proyecto de proporciones monstruosas: El hombre de marzo, la vida de José Pedro Varela, en dos voluminosos tomos. No es lo mejor que escribió, pese al empeño abrumador de la investigación. La prosa de Tomás de Mattos transmite un grado de convicción avasallante, nacido del conocimiento pormenorizado de las fuentes históricas, y de un excelente manejo de los detalles sensibles que podían acompañar, sin violencia, reflexiones y experiencias subjetivas de los personajes, pero a veces el historiador competía con el novelista, y alucinado como un niño, le costaba discriminar los reclamos entre sus dos fascinaciones.

Radicado en Montevideo por algunos años, extrañó las confianzas de Tacuarembó y regresó al norte un tanto dolido con la capital. "Gente jodida, los montevideanos", dijo una vez en público, con el reproche de tantos paisanos de esta república mal integrada todavía, en su inteligencia, su comercio y su cultura.

Fue generoso con muchos escritores que lo recuerdan estos días, igual que yo, con admiración y agradecimiento. Cordial, bueno hasta el abuso, tenía un oído atento a las manifestaciones de la cultura popular, muy buen humor, una risa franca y la reserva pudorosa de los uruguayos, que nunca revela todo lo que observa. Más que justificada en su caso, porque todo iba a parar a sus proyectos literarios: una novela sobre Flores y Berro, otra sobre la vida de Dostoievski, un nuevo libro de cuentos. Buena parte de sus libros nacieron como interrupciones de otros trabajos. Tomás de Mattos mantenía encendida una fragua de historias que contar, pero se desplomó en la calle el 21 de marzo pasado, mientras hacía la compra del día, de ese modo sorpresivo, naturalmente, bajo sospecha de una decisión tomada, porque hacía muchos años arrastraba problemas de salud, que desatendía.

Hace años, mientras recorría las fronteras con Brasil para escribir El norte profundo, me alojé en su casa de Tacuarembó y viajamos juntos a Salto, donde debíamos presentar nuestras últimas novelas. Poco después, andando la ruta 27 en Rivera, entré al pueblo de Moirones, donde Tomás había ambientado A la sombra del paraíso. Llovía fuerte, recorrí las seis cuadras de la única calle de tierra con casas a los lados, unos galpones, la escuelita, el club social, la casa del juez de paz, y sin ganas de irme, me detuve en un viejo boliche a conversar con los parroquianos. Todo tenía un asombroso parecido con el Moirones de Tomás, que nunca había pisado el pueblo, y me asaltó una sensación de irrealidad, como si hubiese entrado en un espejo. Al salir del boliche, volví a arrancar el fusca y al dar otra vuelta por la calle me detuve frente a la casa del juez de paz, que tenía las cortinas de las ventanas abiertas y me mostraban una cargada biblioteca. Estuve a punto de parar y llamar. La charla con los parroquianos había estado muy bien y el juez, quizá, podría ofrecerme una conversación aún mejor, pero —molestas alucinaciones de la literatura— tuve un miedo físico de que Tomás me abriera la puerta. Puse la primera, y me fui. Ahora que lo cuento no me lo explico. Quizá fue el miedo de abandonar lo real, ahora convertido en la cita demorada de nuestro próximo encuentro.

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