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"Hay que poner la lupa en el mal propio"

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Andrés Neuman. Dibujo de Ombú 2

Con el escritor Andrés Neuman

Cree, también, que Felisberto Hernández -a quien define como "un espectro"- nos influye cada vez más.

LA TENTACIÓN de preguntar a Andrés Neuman si se ocupa o no de pagar las facturas de su casa, si recuerda lavar los platos o hacer la cama parece banal. Aunque es irresistible si se piensa en cómo será en la vida cotidiana el autor de las novelas El viajero del siglo y la reciente Fractura, cuyos personajes pueden vivir entre la poesía alemana del siglo XIX y las cámaras porno online, la poesía japonesa y las redes sociales.

Neuman, que nació en Buenos Aires en 1977 pero que vive en España desde hace un par de décadas, es poeta, novelista, guionista de una tira cómica y traductor. Su primera novela acarició el premio Herralde al quedar finalista, hace poco ganó el premio Alfaguara por El viajero del siglo, y recibió la bendición de Roberto Bolaño: "La literatura del siglo XXI pertenecerá a Neuman y a unos pocos de sus hermanos de sangre". El viajero... y Fractura son parte de lo que se conoce como literatura mundial, obras que abrevan de lo extranjero y se definen por eso, o abordan el gran tema de la traducción expresada a través de esa actividad propiamente dicha, y también mediante los encuentros y desencuentros idiomáticos más mundanos.

Sus personajes pertenecen a muchas naciones y tiempos. Como los protagonistas de Fractura: cuatro mujeres (una estadounidense, una española, una argentina y una francesa) que hablan sobre sus historias de amor en distintas épocas con un mismo japonés.

Visitó algunas librerías de estanterías altas en Montevideo, y habla de lo simbólico que resulta trepar por una escalera para alcanzar un libro

¿No te ha pasado, cuando estás caminando por ferias donde se instalan esos manteros que venden libros usados, que sin mirar en detalle sentís que ahí hay algo especial?

Es posible que a todos los lectores nos haya pasado. Como una expansión del I Ching. Igual que cuando abrís un libro arbitrariamente, en teoría, y creés encontrar algo. Es una mezcla de instinto y autosugestión. Todo anaquel tiene algo de I Ching porque uno no lo agota sino que se fija en un tramo. Eso podría ser porque los libros son seres inteligentes que detectan a quienes los necesitan. O la otra opción, un poco más escéptica, es que todo es tan significativo en la literatura, hay tanta densidad de sentido, que mires para donde mires algo te va a aludir.

¿Cómo es tu proceso para ponerte en la piel de un anciano japonés del siglo XX que vende televisores o de una traductora del siglo XIX?

Escribir, en general, es poner a prueba tus creencias, percepciones y experiencias. Pone en crisis la experiencia. El propio acto de poner en acción el lenguaje es un modo de poner todo a prueba. Utilizo toda clase de recursos. Un personaje es un vampiro que se alimenta de todas las posibles fuentes y maximiza los recursos que los seres reales, nosotros, tenemos para relacionarnos con ellos. Es una sumatoria de experiencias directas, de relatos heredados, de imaginaciones, temores o sueños, observaciones de otros libros que uno procesa. En el fondo, en ese sentido, toda intimidad es colectiva. Porque uno está rodeado de otros seres que nos orientan, nos inspiran, nos repugnan y van construyendo nuestra dirección. Y al terminar el manuscrito lo muestro y lo consulto, porque no creo mucho en la autosuficiencia de los autores.

PRIMERA PERSONA FEMENINA.

Colocás al feminismo como tema importante en tus novelas, por lo menos desde 2003. Desde antes de esta última gran oleada.

Tenés que tomar una postura ante eso. Hay algo que dijo Rebecca Solnit, la ensayista a la que hemos reducido a ser la creadora del concepto de mansplaining, ya que la pobre tuvo ese acierto pero ha hecho muchas más cosas. Ella hizo un reportaje en los alrededores de Fukushima sobre el Japón posnuclear y eso me re sirvió para la novela. Lo que ella dijo, en un libro de ensayos llamado The Mother of All Questions, era que la ficción era un modo de trascender nuestros presuntos límites de género, clase, ideología o cultura nacional. Leemos o escribimos ficción para poner a prueba quiénes somos, lo que queremos ser, lo que nos enseñaron a ser y lo que podríamos ser. En ese sentido, para un hombre contemporáneo en plena crisis del patriarcado, trabajar con una primera persona femenina es un modo de aprendizaje muy rico. Y eso revierte o complementa lo que en toda la historia ha sido el proceso de identificación cultural de las mujeres, ya que se han educado y aprendido a ver el mundo desde la primera persona masculina, ya sea Borges, Goethe, Thomas Mann, Cervantes o cualquiera. Y el punto en eso es que esa primera persona masculina no habla en nombre de los hombres, sino de la especie, de toda la Humanidad. No es una cosa de derechos de mujeres, sino de preguntarse si puede un hombre leerse en una primera persona femenina y sentirse aludido del mismo modo que las mujeres antes se educaban con los grandes clásicos. Yo no sería capaz de hacer esto en un ensayo sin caer en obviedades, pero en ficción puedo hacer una ancianita francesa, una traductora argentina, una periodista norteamericana o una fisioterapeuta de Madrid.

Tanto Fractura como El viajero del siglo iban a ser cortas.

En su primera idea. No fue que haya empezado a escribirlas y me salieran quinientas páginas. Desde la primera idea hasta la enésima, que es la que me interesa, se fueron transformando los puntos de vista y los personajes. La primera idea de El viajero... era el encuentro entre un joven ambulante y un viejo músico, que iba a continuar la última de las canciones de el Viaje de invierno de Schubert. Al pensar en el contexto de estos personajes, les crece un mundo alrededor. En Fractura la muy primera idea fue: hay un terremoto en Japón, un lugar lejano y que no nos importa, porque fue una noticia breve que termina cuando cambiás de canal. Pero ese terremoto causó que el eje del planeta se moviera diez centímetros. Eso quería decir que el mundo entero se había conmovido, que la Tierra no giraba igual después de eso. A su vez, en esos días apareció la noticia de que en España, cerca de Burgos, había una central nuclear idéntica a la de Fukushima que estaba por ser activada de vuelta. Así, lo que estaba a miles de kilómetros te entra de pronto por la ventana, lo que le pasaba al otro te llega y el otro es uno. Así estuve dos o tres años tomando nota hasta que estas cuatro mujeres fueron tomando cuerpo y acción.

¿Por eso sacaste de Japón a Yoshie, el protagonista que sobrevivió a Hiroshima, y lo pusiste a conocer a esas mujeres?

Para ver qué tipo de tercera lengua se produce en el encuentro y en los errores de traducción entre la cultura y la lengua japonesa y otras que nos son más cercanas, como la francesa, la norteamericana, la española y la argentina. Estas dos últimas son mis orillas. Francia me era necesaria para construir ahí esta mitología del primer amor y también porque es la segunda potencia atómica del mundo. Me gustaba esa mezcla francesa de cultura y refinamiento Oh la la con la implacabilidad propia de un país que ha sido imperio. Y, por otro lado, Estados Unidos era fundamental porque era el país que tiró la bomba sobre Hiroshima. Desde el punto de vista de la víctima el país tenía que estar ahí.

POESÍA Y TRADUCCIÓN.

¿Te planteaste conscientemente que estas dos novelas entrasen en el género de la literatura mundial? No me refiero tanto a lo multicultural sino a la omnipresencia de la traducción como problema.

Es que me interesa la traducción como fenómeno literario y me interesa la traducción de poesía porque para muchos es el género intraducible. En la poesía es donde se producen los problemas de traducción.

A eso iba: en El viajero del siglo tus personajes discuten muchísimo sobre traducción de poesía.

Es la historia de amor de dos traductores. Es decir, son dos personas que se preguntan hasta qué punto alguien puede entender a otro, hasta qué punto nuestras sensibilidades pueden encontrar una frontera de entendimiento. Una novela se puede traducir, también un ensayo salvo que sea de Heidegger, pero para mucha gente a la poesía hay que leerla en lengua original. Yo digo que, si es intraducible, ahí es donde la traducción despliega sus capacidades hasta sus límites, pero también sus poderes creativos y su capacidad de apropiarse del marco ajeno. Borges era muy optimista con la traducción y decía que la poesía era lo poco o mucho que quedaba después de todas las pérdidas que se daban durante la traducción. En el proceso de destilación de una lengua a otra, la poesía era lo que quedaba, lo que no se pierde. Pero lo interesante de la traducción es ese territorio tercero, esa especie de lengua franca que necesitás construir para acercarte a lo lejano.

Y por eso también los personajes de Fractura hablan sobre los desencuentros entre sus idiomas.

Por eso no solo hablan del encuentro feliz, sino que se preguntan por la utilidad de los errores de traducción. Se preguntan hasta qué punto querer al otro es malentenderlo maravillosamente y hasta qué punto en los "lost in translation" hay una revelación sobre quién es el que traduce. Ninguna de las mujeres que se relacionan con Yoshie Watanabe aprende japonés, pero empiezan a deducir la lengua japonesa a través de los errores que él comete en las lenguas de ellas. Adivinan una lengua fantasmagórica que se va revelando a través de las torpezas que él comete cuando trata de hablar en una lengua extranjera. Exactamente lo mismo les sucede con él como pareja y amante, se va autorretratando en sus errores. Me interesan mucho las relaciones entre amor y traducción en tanto que el amor podría ser una modalidad de la traducción entre dos personas y la traducción podría ser una modalidad textual del amor, de deseo, de encuentro y a veces de apropiación violenta.

A lo que iba con lo de la traducción era si te habías propuesto que tus novelas entrasen en el género de literatura mundial.

Depende de lo que entendamos como literatura mundial. Si esta es la supresión de toda diferencia entre culturas en pos de una especie de ideal platónico de la humanidad, me parecería un poco ingenuo. Si la literatura mundial tiene que ver con construir posibles fronteras entre mundos distintos que tratan de entenderse en lugar de combatirse, me interesa. Me interesa más lo fronterizo que lo global. ¿La cultura chicana es global, por ejemplo? No, es el encuentro entre dos culturas que generan una tercera. En esta época la frontera se plantea siempre como un problema a controlar, a militarizar o fiscalizar. Esto me parece una atrocidad cultural de tal calibre que no sabría por dónde empezar, por eso escribo. La frontera puede ser un lugar fascinante y enriquecedor donde suceden cosas que no podrían suceder en otro lugar, es un lugar de intercambio, de conversación, de perplejidad mutua y lugar que no se agota en una identidad única. Es una patria anfibia. Por eso creo que muchas veces la literatura te propone quedarte ahí en la frontera y todo lector es un ciudadano fronterizo, pasa de una fábula china al realismo sucio norteamericano, a un autor de su país, a una copla de Manrique. La traducción es el oficio literario ideal porque podés leer y escribir al mismo tiempo, y también es una metáfora política, es la mejor forma de mediar en intereses lingüísticos y culturales irreconciliables, es el dispositivo cultural de nuestro tiempo.

LA RELEVANCIA LITERARIA.

¿Puede hoy un escritor tener la relevancia política y social que tenía uno del siglo XIX? ¿Puede haber un Victor Hugo del siglo XXI?

Aplicar las categorías del pasado al presente no nos ayudaría en nada. No soy nada nostálgico. Para que los escritores cumplan hoy esa función que supuestamente cumplían antes, habría que confirmar ciertos puntos. No creo que se haya perdido la relevancia. Pero ¿qué carajo es la relevancia? ¿Es una forma de la celebridad, de influencia, de poder? ¿La relevancia es hacer ruido en vida o ser un espectro como Felisberto Hernández, que cada día que pasa desde su muerte nos influye más? Eso es ser relevante. Y no tiene nada que ver con tu capacidad de influencia en vida sino con la capacidad de repercusión de tus palabras en momentos históricos insospechados. Cuando se publicó el Quijote fue una novelita de entretenimiento, Cervantes creía que se estaba divirtiendo. Los escritores modelo Victor Hugo sobreactúan tanto su propia relevancia que son incapaces de decir nada importante porque están muy ocupados construyendo su propia aura. El modelo del escritor mesiánico que quiere representar a su país o a su clase, o a sus correligionarios ideológicos, el modelo del intelectual líder que cree actuar por compromiso político, cae en un dilema serio.

¿En quién pensás?

Los autores más relevantes del boom podían ser extraordinarios prosistas, y merecen respeto, porque no me interesa disparar contra padres y abuelos. Esos autores no solo lo eran por su capacidad literaria sino por el afán de ocupar ese lugar. Si uno hace ese ejercicio, entiende ciertas jerarquías que de otro modo no se entienden en el canon. Por ejemplo, ¿por qué el lugar que ocupaban Carlos Fuentes, Vargas Llosa o García Márquez no lo ocuparon otros tan buenos como Manuel Puig o Clarice Lispector? Porque no aspiraban a la relevancia, no querían ser presidentes de sus países ni líderes de la izquierda mundial; solo querían problematizar el lenguaje y escribir lo mejor posible. Fijate que Manuel Puig era un pionero de la vanguardia gay pero ni siquiera aspiraba a eso, solo era un grandioso escritor y renunciaba a esa relevancia de la que desconfío. Y Puig nace en el momento del boom latinoamericano. El boom no es solo un catálogo de muy buenos escritores, por cierto hombres con cierta idea de la masculinidad, sino que eran ciudadanos con una cierta vocación de representarnos, eran escritores que merecían lectores pero que parecían aspirar a juntar votos y a ganar elecciones simbólicas. Hay otros, como Lispector, Elena Garro o Mario Levrero que no aspiraron a ningún sufragio. Se confunde el compromiso político, el interés por los problemas compartidos, con cierta actitud al hablar por el otro.

Pienso en casos uruguayos como Galeano o Benedetti, que se casaron con causas políticas.

En general me parece que cuando el mal está en el otro, cuando el bien y la verdad están en vos, tenés un punto de partida problemático. La literatura que más me interesa opera de una forma más incómoda, que es poner la lupa en el mal propio, cuando el enemigo también sos vos. Es la idea del doppelgänger.

¿Como pasa en El doble, de Dostoievski?

Eso lo enseña la literatura desde sus inicios. Sartre, muy narcisísticamente, decía que el infierno son los demás. Pero la literatura a veces nos enseña lo contrario. La literatura que me interesa te muestra lo incómodo que hay en tu propia identidad y en tus marcos de referencia.

Es como el arte japonés del que hablan en Fractura, el kintsugi, que se centra en realzar los errores y las cicatrices.

El kintsugi es esta artesanía japonesa de reparar con oro en las grietas para subrayarlas. Esa técnica antigua lo que hace es refutar dos recursos de nuestro tiempo: el photoshop, que borra las grietas y niega la imperfección, y la obsolescencia programada. Cuando uno hace memoria política es importante no photoshopearla. Y la obsolescencia programada es tirar lo que ya no sirve, y no es solo por el consumo, sino por las relaciones humanas, que también se convierten en algo sustituible por otro. Donde el sistema tira a alguien y pone a otro más barato en su lugar, el kintsugi reutiliza y devuelve al futuro eso que había quedado roto o dañado. En el mercado del arte japonés ese objeto vale más, y al fin y al cabo las personas que pasan por un daño y viven valen mucho más.

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