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Funkeinstein

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Foto: Chris Pizzello/AP

Se fue, todos lloran, pero pocos saben las razones. Es la eterna tragedia de los auténticos genios virtuosos.

EL FOLCLORE de las megaestrellas globales en el Río de la Plata le tiene guardado un capítulo poco glamoroso a Prince (1958-2016). Se cuenta que en el after posterior a su show en el estadio de River Plate el 21 de enero de 1991 (un show que fue una ráfaga de setenta y siete minutos y sólo nueve canciones), el así llamado geniecillo de Minneapolis fue conducido a una discoteca trampa, conocidas también como champañerías, llamada Shampoo. Desde su sacro trono V.I.P., disimulado en la oscuridad, Prince señaló con el dedo a una de las chicas o champañeras. Siguiendo el protocolo de la corte de los popstars, los laderos de Prince acercaron a la chica con la estrella. Frente al trono, desfachatada, la belleza de la noche porteña dejó caer una sentencia histórica: "¿Quién es este enano?". Tales son los peligros que corren las megaestrellas cuando se dejan caer desprevenidas por la cruz del sur.

Prince, que se llamaba Prince Rogers Nelson, medía en efecto un metro con cincuenta y ocho centímetros pero nada en él entonces era corto, poco, "enano", sino que tanto su música como la construcción de su figura pública se revelaban con el gigantismo que caracterizó al gran pop de la era MTV-Reagan; el mismo sistema que consagró a Madonna como un rompecabezas de Marlene Dietrich, y a Michael Jackson como un James Brown suelto en Disneyworld.

CANTINFLAS Y LITTLE RICHARD.

La estatura artística de Prince era paradojalmente enorme y su decisión de convertir ese metro cincuenta y ocho en un menhir erótico de alcance mundial no tenía límite y estuvo, ahí, desde el principio. Se ve en la tapa de uno de sus primeros discos llamado significativamente Prince, donde toca todos los instrumentos y produce. Un retrato que revela su torso desnudo e invita a descubrir un equilibrado mix de funk pos disco y baladas pronunciadas en un falsetto de minotauro en celo. En el álbum siguiente llamado Dirty mind, Prince dobló la apuesta. Foto de cuerpo entero en slip ajustado, las piernas pilosas envueltas en medias de red de mujer. Hasta ahí era el Prince que todavía no era Prince y sin embargo estaban todas las cartas echadas. Prince iba a ser un icono erótico antes de que el mundo lo reconociera como tal y aunque su menuda figura cobijara un raro soufflé de Cantinflas y Little Richard.

Ver a Prince como una composición de otros se volvió una forma de definir su genialidad. Miles Davis, que advirtió rápido los alcances de su obra, formuló esta ecuación: Prince igual a Jimi Hendrix más Marvin Gaye más Sly Stone. Es la apelación a su perfil de guitar hero, más su sensibilidad de baladista soul y su esperpéntico despliegue funk. Así y todo, a la consagratoria fórmula Davis le faltaba un término fundamental, ya apuntado: Little Richard.

Es que nadie, hasta Prince, había recuperado de manera tan explícita la seminal androginia de uno de los pioneros del rock and roll de la segunda mitad de los años cincuenta (cuando Prince nació). Sobre el abandono de aquella leyenda homoerótica, ya convertida en detritus para los 80, Prince levantó el edificio de su provocativa imagen. Un entretenedor de masas que manejaba con inteligencia y perversión la ambigüedad sexual, un vehículo para hacer más atractivo su proyecto enciclopedista de la música negra de la segunda mitad del siglo XX. Eso es lo que Prince mostró cuando bajó al Río de la Plata.

Por entonces, los solistas que habían diseñado el cuerpo de su obra con aspiraciones de totalidad leonardiana, encontraron en Prince el mejor modelo posible a seguir. Por ejemplo, en el rock argentino. La transición de los 70 a los 80 había obligado a Charly García, Spinetta y el más joven Fito Páez (estéticamente setentista) a una modernización que tenía que saltar los contenidos minimalistas del pospunk y el nuevo pop. En Prince encontraron un paradigma de música bailable y a la vez compleja: producida al detalle y ejecutada con virtuosismo y musculatura. Ninguno fue inmune al héroe neopsicodélico de "Purple Rain" o al astro lascivo de "Sign o' the times". Ante la masividad de Madonna y Michael Jackson, demasiado mainstream ambos para el ethos rocker, Prince aparecía como la opción perfecta para estar en los 80. El Stevie Wonder de la era MTV no renegaba de la imagen ni tampoco cargaba con la cruz de ser un "producto" porque él mismo lo producía todo. Prince era sexy, funky e inteligente. Prince era Funkeinstein.

Pero la influencia de Prince en el rock argentino era de algún modo inviable, inadecuada. Sin raíces negras ni groove, un hit como "Funky" (Charly García) terminaba calificando como parodia aunque la luz de Prince bañara el álbum Parte de la religión con detalles exquisitos. Al final, lo que quedaba en pie de Prince entre los artistas del Río de la Plata que lo veneraban era su megalomanía a prueba de balas. Todos querían peinarse como él. La música, el sonido, era un asunto bastante más complejo.

ARTISTA DE CULTO.

La síncopa irresistible, el uso de las máquinas y la guitarra funk, el falsetto, todo eso que Prince había impuesto volvió a aparecer en el under de Buenos Aires cuando nadie lo esperaba con el primer álbum de Miranda (2002), un grupo que tras ese primer intento terminó convertido en fetiche teen.

Para entonces el modelo original llevaba varios años exiliado del mundo pop tras una batalla con el sello Warner que derivó en una de las estrategias más bizarras en la historia de la industria discográfica. Prince anunciaba la muerte de su nombre y se reconvertía en un ideograma impronunciable, otra vez un símbolo de hibridación sexual. Sus discos podían venderse por correo o aparecer junto con un periódico de distribución masiva o repartirse con la entrada de alguno de sus shows. En las últimas dos décadas, mientras el hip hop hegemonizaba el pop negro, Prince no dejó nunca de grabar, editar y tocar pero se convirtió en un insólito artista de culto si pensamos en el grado de exposición que había tenido. Su sonido e ideas, hay que decirlo, dejaron de tener peso en la música popular. Así, un álbum magnífico como el doble Speakerboxxx/The Love Below del dúo de hip hop Outkast (2004) se convirtió en el mejor disco de Prince de los últimos tiempos sin que él pusiera un dedo encima. Unos años después Hollywood se acordó de él: en su máxima ceremonia, frente a los ojos del mundo, le hizo entregar el Premio Oscar a Jorge Drexler, quien lo homenajeó con una sorpresiva reverencia digna de realeza. En Uruguay siempre fue difícil conseguir sus discos.

La idea de que un artista como Prince es irreproducible (todos lo somos, de algún modo) mudó de lugar común a fatalidad. Los laberintos legales por donde condujo su obra hicieron que al momento del duelo virtual (un subgénero de nuestro tiempo) no se encontrara música suya en servicios de streaming como Spotify y que se viralizaran videos amateur de conciertos suyos vía YouTube. Para revivir a Prince tras su partida hay que recurrir al formato físico como si nunca hubiera hecho la migración hacia el mundo digital. Paradójicamente, entre las noticias de su vida post mortem, sobresale aquella que indica la existencia de un yacimiento de grabaciones inéditas de Prince guardadas bajo llave en una bóveda. Hay demasiado y casi nada al mismo tiempo.

Y, en tanto, aquella champañera hoy convertida en una mujer madura, quizá haya googleado el nombre del "enano" para saber que en el verano de 1991 rechazó a uno que el mundo entero hoy está llorando.

El eterno femenino de una imaginativa pintora
Foto: Chris Pizzello/AP

POR QUÉ PRINCEFernando García

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