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Francis Bacon, o cómo pintar a los demonios

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Francis Bacon

Jonathan Littell sobre los secretos de un grande

El famoso novelista Jonathan Littell aborda la pintura de uno de los grandes del siglo XX, Francis Bacon, en tono crítico y didáctico.

Nunca me ha gustado mucho Jackson Pollock”. “Nunca he comprendido a Rothko”. “Cuando pinto no siento nada en absoluto, no hay nada que sentir”. Estas son algunas de las declaraciones de Francis Bacon, uno de los más controvertidos, rechazados y ahora cotizados pintores británicos del siglo XX. Entre sus entusiastas admiradores está el escritor estadounidense Jonathan Littell (1967), que ganó fama en su debut con Las benévolas (2006), híper novela sobre el nazismo, y se afianzó con Una vieja historia (2018). Littell visitó el Museo del Prado en Madrid y el MET en Nueva York para ver las pinturas de Bacon y escribir este ensayo que por algo tiene tres partes y se titula Tríptico, homenaje transparente a la casi treintena de trípticos de un pintor que hizo de esa estructura su sello. En noviembre de 2013 uno de ellos (“Tres estudios de Lucian Freud”) fue subastado en Christie’s por 142,4 millones de dólares, entrando en el top ten de los cuadros más caros de la historia. Bacon había muerto de un infarto al corazón en 1992.

Pintor de cuerpos

Nacido en Dublín en 1909, era asmático crónico y no tuvo una educación regular. Su homosexualismo llevó a que su padre, un ex militar, lo alejara del hogar, y fue en un viaje por Alemania y Francia que descubrió la vocación artística. Autodidacta nato, sostenía que si se quería lograr algo diferente había que despegarse de las técnicas conocidas y desarrollar una técnica propia. Le tomó tiempo, fue un perfeccionista de la intuición que nunca tuvo reparos en destruir su obra si no le gustaba. Al público ciertamente no le gustó, por lo menos no al principio. Espacios claustrofóbicos; cuerpos deformados, mutilados, monstruosos; criaturas sufrientes y bestiales capturadas sin pudor en actos fisiológicos: ahí estaba parte de la explicación al rechazo. El resto lo constituía algo más de fondo. A Bacon no le interesaba mostrar lo real ni los cuerpos como eran, ni que el espectador adivinara lo que él quería decir. Esa decisión —no necesitaba explicitarla más que con el pincel— de dejarle al espectador la puerta abierta pero no hacerle una seductora invitación a entrar, era el verdadero desafío para el que no todo el mundo estaba preparado.

Littell sí. En su visita al Museo del Prado, el escritor se paró durante horas frente a los cuadros de Bacon, igual que éste años atrás iba para observar los Velázquez y los Goya, solo que en su caso era para aprender a pintar. Igual que Bacon, Littell conversó durante horas con Manuela Mena Marqués, la conservadora del museo encargada del Siglo XVIII. Mena asegura que lo más importante que Bacon aprendió de Velázquez fue “su esencialidad, la manera de reducir los trazos con el pincel al mínimo. Velázquez da un solo toque con el pincel y basta”. También afirma que el irlandés le debe mucho a Degas, a Picasso y, mal que le pese, a Rothko. Littell sigue esos mapas de influencias así como detalles de la vida de Bacon: la relación difícil con su pareja, George Dyer, al que retrata antes y después de su suicidio en 1971; y las más flexibles con otros de sus modelos, por ejemplo Lucian Freud, Isabel Rawsthorne o Henrietta Moraes. Esta última, para nada retratada como la mujer hermosa que era, reconocía que Bacon lograba captar la esencia de ella: “sé que soy yo”.

Cuando Littell visita el MET (Metropolitan Museum of Art) su ensayo se amplía —en parte porque la retrospectiva Bacon coincide con la exposición de algunos de los retratos de momias de El Fayum— y excede la puntualidad de su objeto de estudio. Habla sobre las conexiones entre vida y arte, los mercados y el dinero, la influencia de la fotografía en la pintura, la distancia entre verdad y verosimilitud y sobre el ansia siempre incumplida de la originalidad.

Artificio revelador

El historiador de arte Michael Peppiatt, autor de la biografía Francis Bacon: Anatomía de un enigma, habló de su arte como un “artificio que revela la verdad”. Ese es, en definitiva, el cometido del arte, y lo que Littell consagra como punto a favor de Bacon, que no quería ilustrar la realidad sino recrearla, pensar con los pinceles y dejar que los cuadros hablaran, acabar con la certidumbre y desafiar a todos (incluido él mismo) para encontrar una imagen verdadera. Littell busca una analogía en el arte que conoce, la literatura, y compara a Nabokov con Faulkner: “ Nabokov podría haber sido el estilista de prosa lírica más grande, en inglés, del siglo XX, pero su escritura sigue siendo fundamentalmente hueca porque dedicó todo su enorme talento y su oído mágico a evitar sus demonios internos, a la urdimbre de fantasías brillantes que eluden de una forma muy estudiada las cuestiones que de veras le importaban como ser humano; mientras que Faulkner, cuya prosa, por más que en ocasiones se eleve hasta alturas fascinantes, es a menudo fatigosa y torpe, consiguió convertir su imperfecta herramienta en algo tan imperioso que podía hundir el rostro del lector en una ciénaga y dejarlo ahí hasta el borde de la asfixia, retirándolo justo a tiempo antes de volver a sumergirlo de inmediato, y no dejándole, al final, ni siquiera fuerzas para llorar”.

Si algo puede decirse de Bacon es que hurgó en esos demonios sin descanso, pintando para sí mismo y rindiendo cuentas solo a él (a ese al que es imposible engañar, como decía Onetti). Sus cuerpos feroces y deformados no pretendían el retrato del afuera, la vana mímesis, sino plasmar o sugerir la torrencialidad de las emociones humanas, con énfasis en las más negativas: cólera, desprecio, culpa, repulsión. Mostrar no lo que los cuerpos son, sino lo que sienten.

Tríptico cita y reproduce en formato pequeño pero calidad cromática y de papel más de un centenar de obras, la mayoría de Bacon. Ahí están las conocidas “Tres estudios de figuras al pie de una crucifixión”, de 1944 (con una exhaustiva interpretación de Littell que ayuda al profano) y la posterior “Segunda versión del tríptico de 1944”, de 1988; “Estudio del cuerpo humano”, de 1949; “Retrato de George Dyer en un espejo”, de 1968; “Estudio de George Dyer”, de 1971; “Autorretrato con un ojo herido”, de 1972, entre otros. Littell aplica a la pintura el mismo principio que a la escritura: “nada de lo que aparece sobre el lienzo puede ser ignorado”; no hay que tratar de entender qué quiso decir Bacon (seguramente también él trataba de averiguarlo) sino qué nos dice cada pintura. El arte de transformar la belleza del mundo o su fealdad en pinturas bellas en sí mismas le demandó un camino tortuoso y personalísimo. Podrá no gustar, desagradar o causar aversión, pero toda pintura de Francis Bacon desacomoda y ese movimiento sigue siendo una prerrogativa del arte.

TRÍPTICO. Tres estudios sobre Francis Bacon, de Jonathan Littell. Galaxia Gutenberg, 2019. Tr. de Miguel Salazar. Barcelona, 143 págs.

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