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El tiempo extra de una buena isla perdida

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Evangeline Lilly

los sobrevivientes del vuelo 815

El final de Lost devuelve todo a su origen.

Si se hiciera una encuesta entre lectores seguro pocos recordarían el final de Guerra y Paz de Tolstoi, La montaña mágica de Thomas Mann, En busca del tiempo perdido de Proust o El señor de los anillos de Tolkien, cómo cerraron en sus mínimos detalles, cuál fue el reparto de premios o la resolución frente a las expectativas creadas. Acaso ni siquiera podrían evocar la sensación que esos finales produjeron. Algo del olvido quizá está cifrado en la propia monumentalidad, en su condición de macrorrelatos.

El “fracaso” de Lost ratificado en un final que no convenció a casi nadie, más allá de que se deba a que se les fue de las manos a los guionistas, a que la serie estuvo mal parida desde el comienzo o a que aún no la entendamos, no debería hacer olvidar que la serie fue un hito, y que su apuesta -teleteatrera, rebuscada, ambiciosa- no solo contenía una gran dosis de imaginería sino que manejaba tópicos básicos de la narrativa universal. De ahí provenía parte de su enganche, además del carismático recuento de sus “perdidos” del vuelo 815 de Oceanic, o de sus capítulos breves que se devoraban con facilidad. La posibilidad de que la vida se tuerza en un instante y para siempre, las complejas relaciones filiales, el remordimiento y la culpa, la noción de Destino, la existencia del Mal, componían alrededor de los personajes principales (Locke, Jack, James, Kate, Hurley, Claire, Sayid) una urdimbre que se iba haciendo más y más basta. A medida que la lista de personajes crecía y los flashbacks y flashforwards se multiplicaban la sensación del espectador era la de irse perdiendo también pero ya no en lo enunciado sino en la enunciación misma. ¿Qué era Lost, qué tipo de serie? ¿Consistía en rizar un rizo hasta que se rompiera? ¿En qué punto sus misterios, sus vueltas de tuerca, su genial apertura, sus conejos sacados de la galera o sus deus ex machina dejaron de parecer sorprendentes? ¿Era la isla un puente a la salvación o al purgatorio?

Su cierre, guste o no, afirma lo que la mayoría, si no todos sus espectadores pensamos en algún punto: que nadie sobrevivió al vuelo 815, que el destino de hijos y padres, amigos y enemigos, buenos y malos, creyentes y ateos, es el mismo. Antes de eso seduce, cómo no, la posibilidad de que las cosas que suceden no sean irreversibles. Seduce la posibilidad de ser otro (un héroe, un bastardo, Alguien), de vivir una vida paralela, de alcanzar lo sublime de algún modo. El final de Lost devuelve todo a su origen, y nadie quiere ver eso.

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