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Los eternos vinilos

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Archivo El Pais

Una selección de lo mejor.

SI BIEN la invención del disco se ubica en el año 1888, gracias a la creación del alemán Emile Berliner, y los primeros tocadiscos se remontan a 1925, la eclosión del consumo de vinilos se puede ubicar en la década del cincuenta y con mayor fuerza a partir de los sesenta. En ese tiempo, si bien existía la radio, el disco era el camino para escuchar canciones a un buen nivel de calidad. Para el músico, la edición de simples y larga duraciones era la forma de llegar a un público masivo y los registros fonográficos conformaban la obra del artista destinada a perdurar, tal como le ocurre a un escritor con sus libros. Las ediciones de esos discos, la ceremonia de adquirirlos y escucharlos por primera vez, eran parte de un rito que a las nuevas generaciones les cuesta entender. A partir del álbum de Los Beatles, Sgt. Peppers Lonely Hearts Club Band (1967), los registros fonográficos tuvieron una concepción diferente, profundizando la calidad y el detalle en la presentación. La inclusión de letras y la exhaustiva información de quienes intervenían en las canciones, el arte de tapa y el diseño del interior, pasaron a ser cuidados por artistas y compañías, como parte fundamental de la obra.

Un segundo cambio lo constituyó el pasaje del vinilo al disco compacto digital que ingresó al mercado a comienzo de los ochenta. Las discográficas sintieron que obtenían dos avances importantes para la industria. Por un lado la limpieza del sonido digital evitaba los ruidos molestos que a veces generan los vinilos y, quizás aún más importante, creían que se terminaba con la piratería ilegal de discos dado que en aquellos tiempos las únicas copias que se podían hacer eran de vinilos a casetes. Pero esa puerta que abrió la digitalización de la música haría, años después, perder importancia al soporte donde se reproduce. Acceder a la música a través de Internet por streaming (distribución digital de archivos a través de una red de computadoras) reproduciéndola a través de varios dispositivos (computadora, ipod, celular) minimizó el objeto donde se almacenan esos sonidos. La facilidad con que los archivos digitales pueden copiarse sin pagar nada provocó que la llamada piratería doméstica se generalizara y que las ventas descendieran drásticamente. Hace ya varios años el abogado representante de bandas de rock Peter Paterno reconoció que el negocio discográfico "está acabado" (El País Cultural Nº 1002). La cultura de la compra de discos, como forma de relación entre el artista y el aficionado, parecía anacrónica.

MÚSICA URUGUAYA.

El retorno de los vinilos como ediciones codiciadas por los amantes de la música es un intento para recuperar el cariño no solo por el sonido analógico sino también por el disco. En algunos casos, estos reproducen una grabación digital y por tanto esa calidez que se atribuye al sonido analógico o la pureza que otorga el no transformar una grabación analógica en digital, se pierde. No quedan claros los motivos de este sorpresivo auge. Quizás la razón se encuentre en un plano sentimental de apego al pasado, y también algo de fetichismo. Lo que sí hay es un mal disimulado amor por esos objetos redondos y oscuros, con sus espléndidas tapas, que se guardan prolijamente en algún lugar de la casa, se limpian y mantienen impecables para, cada tanto, colocarlos en una bandeja y escucharlos como una especie de rito que se opone a los indeseados cambios.

Para preservar esa historia, el músico y periodista cultural Andrés Torrón, con Aguaclara Editorial, ha publicado un hermoso libro donde elige ciento once discos de músicos uruguayos. Advierte que la selección no surge de una investigación histórica ni musicológica exhaustiva sino que es reflejo de sus preferencias personales. Si bien hay un par de registros de los cincuenta —Romeo Gavioli y Alberto Mastra— el grueso de la selección comienza en los sesenta y cierra con Bajofondo Presenta Santullo (Fernando Santullo, 2009) a efectos de tener una cierta distancia con la obra recopilada. De cada disco se reproduce su portada, las canciones que lo integran, su edición original y reediciones, así como un comentario del autor que nunca supera una página. Se incluyen códigos QR de un par de canciones de la mayoría de los discos para que puedan ser escuchadas. La presentación es excelente y la publicación constituye un bello libro objeto. La tapa y contratapa son la reproducción de un vinilo, y la sobre tapa reproduce un viejo sobre de discos. Los textos se presentan en español e inglés y se incluye un glosario de expresiones en este segundo idioma, lo que demuestra prolijidad y el deseo de trascendencia internacional del trabajo.

LISTAS Y DISCOS.

El autor ha dicho que quiso incluir obras influyentes para la música nacional y que intentó abarcar la mayor cantidad de géneros posibles. Sin embargo el género tropical no ha sido tomado en cuenta y apenas hay dos o tres registros de tango.

Torrón hizo una primera lista de cien discos que luego extendió a ciento cincuenta y redujo a los ciento once finales, un número que no tiene otra razón de ser que la necesidad de definir una cifra. Hay algunas ausencias. Se extrañan Estamos Seguros (1970) de Los Delfines y el único álbum de Opus Alfa (1972), por mencionar dos ejemplos. Los Delfines fueron, junto al Sexteto Electrónico Moderno, los grupos que más trabajaban en bailes en la segunda mitad de los sesenta. Cantaban en inglés aunque lograron su mayor éxito a través de un simple con temas en español: "Con esa voz" y "Amigos sigue igual" (1972). Opus Alfa es el antecesor de Días de Blues, un grupo blusero con algo de hard rock, de gran importancia e influencia para otros músicos al comienzo de la década del setenta. Es inevitable: cada lector podrá encontrar algún disco preferido que no está u opinar que algún álbum no debió ser incluido. Es lo que siempre tienen las listas: son subjetivas. Pero hay que reconocer que la selección de Torrón es sólida y da lugar a pocas discusiones.

Las reseñas que acompañan a cada álbum son ilustrativas. En pocas palabras el autor describe el disco y explica su importancia. Como reparo menor, y pese a saber que en este tipo de libros el espacio no abunda, deberían estar los músicos que intervinieron en cada registro, el o los productores, técnicos de sonido y los responsables del arte en la tapa. Son detalles menores que acaso se puedan corregir en próximos trabajos y que no empañan este valioso aporte de Torrón, en el que, a través de sus gustos realizó un interesante recorrido por los sonidos que han dejado cincuenta años de música uruguaya.

111 DISCOS URUGUAYOS, de Andrés Torrón. Aguaclara Editorial, 2014. Montevideo, 321 págs. Distribuye Gussi.

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