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Epidemia de almas muertas

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Nikolai Gogol

Supo castigar con ojo certero los males de su patria, Rusia. La novela Las almas muertas es un ejemplo.

Nikolái Gógol (1809-1852) ocupa en la narrativa rusa un lugar de transición entre el romanticismo de autores como Pushkin, quien fuera amigo y mentor de Gógol, y el realismo de Tolstoi y Dostoievsky. Eficaz dramaturgo, su comedia El inspector, que fustiga la corrupción de su patria, se representa hasta hoy con éxito.

Este lugar transicional no opaca su valía, apreciada ya en la época. Al publicar Dostoievsky sus primeras obras, el crítico A. Bielinsky proclamó que había nacido un nuevo Gógol. El mismo Dostoievsky reconocía que los escritores de su generación habían nacido de “El Capote”, relato donde Gógol cuenta, con humor ácido y tierno, las cuitas de Akaki Akakíevich, un empleaducho.

Quiso Gógol la tierra y su pueblo, con amor no atenuado por su larga residencia en Italia, su segunda patria, ni por su conversión al catolicismo. La distancia le dio perspectiva para castigar con ojo certero los pecados de su patria.

Gógol es romántico al tratar el paisaje, y también en los tramos líricos o reflexivos que intercala en el relato. Pero sus personajes anti heroicos y la exposición de ideas sobre los problemas de su patria lo emparientan con el realismo de la segunda mitad de su siglo. Visionario agudo, por momentos suena profético. Por ejemplo, en Las almas muertas, afirma que el espíritu ruso estaba detenido a la espera de un hombre capaz de decirle “¡Adelante!”, lo que explica en buena medida el impacto de Lenin en las masas y el posterior culto a la personalidad de Stalin.

Las almas muertas está inconclusa, porque en una crisis de misticismo, próximo a su muerte, el autor quemó el manuscrito de la novela. Sin embargo es su obra mayor, sin desmedro de textos como “El capote” o Taras Bulba. En Las almas muertas narra las andanzas de un bribón de medio pelo, Pável Ivánovich Chichíkov, que tras ser destituido de aduanas por fraudes varios, compra a los terratenientes las “almas muertas”, es decir, los siervos difuntos sobre los que el amo debería pagar impuestos, por figurar en el padrón censal (debe recordarse que en Rusia la servidumbre feudal sería abolida recién en 1851). El negocio tiene su lógica: al figurar como vivos, los siervos pueden usarse como prenda de préstamos con los que hacer negocios. Chichíkov es un sinvergüenza a la vez simpático y aborrecible, incapaz de cambiar y adecentarse, por más que en algún cruce con personajes decentes envidie de veras –aunque por breve rato– su vida virtuosa y apacible. El lector, viajando con el protagonista, se topa con corruptos, avaros, nobles que viven para el ocio y dilapidan su fortuna, señores feudales que excusan su ignorancia en la defensa de lo ruso y otros que, para pasar por cultos, se empeñan por comprar bagatelas importadas. Entonces comprende que las almas muertas son las de la mayoría de los rusos, que viven en un marasmo.

Las reediciones de los clásicos tienen la virtud de acercar nuevas generaciones a autores que, de no ser por ellas, caerían en el olvido. Pero lo que vale la pena hacerse, vale la pena hacerlo bien. No ocurre en este volumen de Losada. Lo lamentable es la traducción vetusta –uno de sus responsables, Vicente Díez de Tejada, falleció en 1940– con un sinfín de erratas (errores de puntuación, letras cambiadas, arcaísmos como “obscuro”, etc.) y muy escasas notas aclaratorias al pie.

LAS ALMAS MUERTAS, de Nikolái Gógol. Losada, 2014. Buenos Aires, 392 págs. Distribuye Océano.

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