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Un descenso al infierno de la selva colombiana

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Monos. Evocando a Apocalypse Now. Ahora en Netflix.

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Monos, de Alejandro Landes, no es ciencia ficción sino realismo descarnado, extremado, difícil de digerir, pero acaba formulando sin explicitarlo el mismo discurso sobre la humanidad.

Al comienzo de la película Monos las presencias humanas que giran en torno a construcciones derruidas en una montaña recuerdan vagamente el inicio de 2001: Odisea del espacio (1968, Stanley Kubrick). Monos, de Alejandro Landes, no es ciencia ficción sino realismo descarnado, extremado, difícil de digerir, pero acaba formulando sin explicitarlo el mismo discurso sobre la humanidad: un puñado vulnerable de criaturas que juegan a ser dioses. Rambo, Pitufo, Leidi, Lobo, Perro, Sueca, Bum Bum y Patagrande son los adolescentes protagonistas de este descenso al infierno de la violencia filmado con una narrativa cinematográfica precisa y cortante. Los ocho forman parte de una innominada Organización guerrillera, son entrenados por un enano apodado “Mensajero”, y su misión consiste en mantener secuestrada a una extranjera a la que llaman “Doctora”. El film se divide naturalmente en dos partes, la primera transcurre en las alturas del páramo de Chingaza; la segunda en la zona selvática del cañón del río Samaná. “La Organización es nuestra gran familia” les dice el Mensajero instructor, y les deja una vaca lechera llamada Shakira para que la cuiden. Pero la manada de “monos” no está para cuidar nada y eso es lo que esta película -que no precisa mencionar a las FARC ni a paramilitares ni a narcos ni a gobierno- muestra. Que cada cual debe cuidarse a sí mismo y que esa tarea es la más difícil.

Un film maker.

Nacido en San Pablo en 1980, Alejandro Landes tiene nacionalidad colombiana y ecuatoriana y mucho mundo. Estudió Economía y Ciencia Política en EE.UU., trabajó en el Miami Herald con Andrés Oppenheimer, y se formó en cinematografía de una manera autodidacta, visionando mucho cine a instancias de su padre. Entre fines de 2005 y comienzos de 2006 Landes se marchó a Bolivia para seguir con la cámara el tramo final de la carrera de Evo Morales a la presidencia de ese país. El resultado fue un documental titulado Cocalero (2007), que exalta la figura de Morales, indígena, dirigente sindical y cocalero. La filmación fue casera, acorde a la naturalidad y sencillez que pretendía mostrar como características de su personaje principal, capaz de meterse vestido a un río para nadar entre amigos, de elogiar a la Pachamama, aludir a su pasado futbolero, hacerse cortar el pelo o hablar en un mítin político. El documental de Landes gritaba todo el tiempo la autenticidad del futuro presidente (de un gobierno que duraría trece años, hasta 2019) y solo en una ocasión se permitió mostrar una entrevista televisiva en la que una periodista lo ponía contra las cuerdas. En 2006 no estaba claro que Morales llegara al poder, pero lo logró, y Cocalero compartió los réditos en términos de resonancia. Tanto que Landes obtuvo una residencia de directores en Cannes y ahí ideó su próxima película.

Porfirio (2011) también se inspiró en un hecho real, pero excedió las fronteras del documental. El 12 de setiembre de 2005 un vuelo interno hacia Bogotá fue secuestrado durante algunas horas. El perpetrador era un solo hombre, Porfirio Ramírez, que procuraba la atención del presidente Álvaro Uribe Vélez para protestar por el no cobro de una indemnización. Ramírez había sido herido por una bala policial durante una requisa y el resultado fue una paraplejia que lo condenó a silla de ruedas de por vida. Vivía con su hijo adolescente y con una novia, y estaba como el personaje de El coronel no tiene quien le escriba de Gabriel García Márquez, esperando una pensión que no llegaba, así que dentro de sus pañales metió dos granadas compradas en el mercado negro y subió al avión. Años después Landes lo contactó y para su sorpresa Porfirio accedió a interpretarse a sí mismo. El resultado fue un film lento y punzante, de un realismo crudo que obligaba al espectador a ver lo que casi nunca quiere ver: la miseria humana sin filtros y su grandeza sin aplausos. Porfirio exhibía su desnudez física y emocional en acciones -defecar, llorar, coger-con la naturalidad de no estar siendo visto o con el impudor de ser el único dueño de esos actos.

Autodefinido como hacedor de filmes en vez de director, el siguiente proyecto de Landes fue Monos, recién estrenado en Netflix, con participación de varias productoras internacionales, incluida la uruguaya Mutante.

Bailar en televisión.

La violencia en Colombia no es un tema reciente ni terminado. Al período histórico conocido como La Violencia (1946-1958) le siguieron a partir de los años sesenta nuevos conflictos armados con participación de guerrillas, narcotraficantes, crimen organizado y militares. El resultado fue un interminable baño de sangre, desplazamientos de poblaciones enteras, secuestros que duraron años (el más mediático: el de la candidata Ingrid Betancourt, retenida por las FARC entre 2002 y 2008), corrupción política y desigualdad económica.

Monos enfoca un fragmento mínimo de esa historia y evita explicarla, quizá porque no se explica. También evita juzgarla y deja en zona difusa no solo la moral de los personajes, sino el destino de algunos y la biología de otros. Los niños que mantienen cautiva a Sara Watson (Julianne Nicholson) pasan los días entrenando, golpeándose o jugando, pero todo lo que hacen tiene el sabor de lo bestial. Algunas escenas alcanzan un lirismo inquietante -las mujeres peinándose, una ingesta de hongos alucinógenos o la impecable toma final-, otras exudan adrenalina -la huída por los rápidos, el ataque a una casa de familia- y algunas estallan como golpes de efecto en la cara del espectador para reafirmarle que efectivamente lo que ve son bestias, una manada que incluye y homogeniza a victimarios y víctimas.

Ganadora de varios premios internacionales, en Monos se han señalado guiños a la novela El señor de las moscas (1954) de William Golding y a cintas canónicas como Apocalypse Now (1979) de Francis Ford Coppola y Deliverance (1972) de John Boorman, o de culto como Battle Royale (2000) de Kinji Fukasaku e incluso -en una asociación muy loca- a Fitzcarraldo (1982) de Herzog. No precisa esos enlaces para destacar como lo que es, un film latinoamericano de alto impacto, con mayoría de actores no profesionales, una estremecedora banda musical a cargo de Mica Levi (compositora inglesa), la impecable fotografía de Jasper Wolf y una historia poderosa narrada con pulso y pocas palabras. Con pocas concesiones al sentimentalismo, Landes se permite sin embargo insertar historias sentimentales y pseudo afectivas en su escenario de guerra. No las subraya y no van a ninguna parte, pero desnudan sueños de infancias y juventudes robadas. Como le dice la Sueca a la Doctora cuando esta le pregunta qué quiere y la niña responde “bailar en televisión”. Que es el sueño pobre de quien lo ha perdido todo.

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