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Cuando el derecho a opinar implica el deber de saber

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HAT

Especial HAT

Comenzó a escribir de cine a los 15 años en la revista Cine Radio Actualidad, amparado por quien sería su primer maestro, Arturo Despouey.

No se llame a engaño el lector: no hablaremos de la minuciosidad de HAT para detectar errores ni del resto de su célebre prescriptiva para ejercer el periodismo en las páginas que vigilaba. Estas no son más que las manifestaciones exteriores de una particular concepción del mundo, además de una receta que de poco sirve sin el conocimiento, la laboriosidad, la ética y el compromiso didáctico que, en su caso, la sostuvo.

Resulta paradójico que una persona que tanto hizo para borrarse de la superficie del texto esté tan presente en sus escritos, de autoría inconfundible. También que su método, muy claramente prescripto, haya dejado tan poca escuela. Porque detrás de una serie de reglas simples lo que había era algo cuyo principio fundamental estaba contenido en el consejo que le dio Arturo Despouey cuando todavía era un jovencito y del que dio cuenta en el texto “Memoria solicitada”: “Ver cine no alcanza para saber de cine, que detrás de cada película importante hay una historia y que esa historia es moldeada por una adaptación. Sugería que al argumento y a los rostros de actores y actrices había que agregar antecedentes, directores, escritores, productores, fotógrafos, docenas de artesanos, en un laberinto que sería mejor comprender”.

Así, primero había que entender claramente qué era y cómo funcionaba aquello sobre lo que se pretendía escribir. Luego había que poder relacionarlo con otras cosas del mundo. Y, todavía aun, convenía someterlo a una ética —que, en el caso de Homero podría describirse con la máxima aristotélica “Amicus Plato, sed magis amica veritas”— para luego, al transmitirlo, circunscribirlo a una didáctica.

La de Despouey era la máxima que regía a Cine Radio Actualidad, la revista con la que el joven HAT empezó a colaborar a los 15 años (“el derecho a opinar implica el deber de saber”), pero también era la piedra angular sobre la que construirá su concepción del cine como fenómeno colectivo y que más tarde articulará su más célebre batalla: la que emprendió contra el concepto de autor en el cine.

Sobre ese cimiento desarrolló su perfil crítico, basado en cuatro pilares: una preocupación historiográfica por el cine, la certeza de que la crítica debía atender al plano de la representación por sobre lo representado, la concepción de que la utilidad de la crítica era la intermediación entre el film y el espectador con un propósito formativo y la idea de que el crítico no es sino un profesional que articula todo lo anterior. A esto se sumaba una convicción personal tan férrea como problemática: la rabiosa independencia. Problemática porque, sumada a su machacona obsesión con la supresión de la primera persona y su desconfianza del academicismo, lo hizo blanco de críticas, ora de pretensión de objetividad ora de cientificismo simplista, aunque quienes lo conocieron dirían que se trataba más bien de una mezcla de simple decencia con un poco de malhumor.

HAT publicó una veintena de libros, el primero de los cuales fue el dedicado a Ingmar Bergman escrito en colaboración con Emir Rodríguez Monegal. Ya da un poco de pereza referir la socorrida anécdota del “descubrimiento” del director sueco en estas costas (o, al menos, en las de Punta del Este de 1952) aunque la reivindicación siga siendo válida a pesar de que el propio Homero se pasó la vida aclarando que fue, más bien, un descubrimiento conjunto de todos los críticos presentes en aquel festival. Y decimos que la reivindicación es, por lo menos, lógica, porque da cuenta de aquel momento en el tiempo cuando los uruguayos creyeron que era posible hacer la mejor crítica desde un rincón remoto del mundo. Algo que se vuelve patente en el gesto de aquellos cronistas de adjetivar la reseña de Sommarlek publicada en Time de “ridícula” (lo era) o el dictamen de Films and Filming sobre la misma película de “torpe” (aunque más tarde Alsina se arrepentirá de esos deslices y dirá que el libro está “demasiado adjetivado, calificado y opinado” para su propio estándar).

Lo cierto es que el famoso libro sobre Bergman daba en el blanco en una valoración temprana del director, se lamentaba que no toda su obra fuera de fácil acceso porque estas limitaciones materiales recortaban el corpus con el que podía trabajar, advertía que puede incurrirse en error al ver su obra cronológicamente entreverada, señalaba, sin embargo, que no era aconsejable forzar continuidades o disrupciones porque allí había todo un universo.

Su legado debe buscarse, entonces, no en una prescriptiva que, de por sí sola, no genera críticos (aunque tenga la virtud de desalentar pelmazos) sino en reconocer que, probablemente, la existencia misma de un crítico llamado Homero Alsina Thevenet deba su ocurrencia a un encuentro improbable, pero no fortuito: el de su voracidad y seriedad en el estudio, su rapidez y agudeza para analizar y comprender tanto las herramientas de una tecnología, como las expresiones de un arte o la economía de una industria, su sensibilidad para no desatender la perspectiva estética y narrativa y su piedad para entender que todo el asunto no importaría nada si perdía de vista lo humano.

Que una parte importante de su obra haya sido dedicada a estudiar la censura y las listas negras, habla a las claras de su anti totalitarismo, una posición política que sostuvo con una coherencia inquebrantable. Tenía muy claro que no era posible ejercer el periodismo sin denunciar cualquier censura o silenciamiento, viniera de donde viniera. Hoy, solo podemos imaginar las furias que le ha ahorrado la biología al sustraerlo de la era de la cancelación, pero también sabemos que nos ha privado de conocer su postura frente a otras discusiones actuales, como el equilibrio entre la libertad de expresión y la regulación de las redes sociales o presenciar el festín que se hubiera hecho con la presidencia de Trump. Sus dictámenes no siempre fueron incontestables y aunque su error más conocido haya sido la valoración de Los Beatles como músicos, más grave es, quizás que no haya sabido apreciar con mayor justicia el film de Richard Lester A Hard Day’s Night. Un libro entero merecería la discusión de sus reparos a la nouvelle vague aunque es claro que una obra como la suya, que abarca miles de páginas incluye un número suficiente de arbitrariedades dignas de ser contestadas. Pero Alsina se reclamaba riguroso, no infalible.

En su centenario, aprovechemos que HAT no verá estas páginas para insertar, sobre el final, una anécdota personal. Es bien sabido que Cinemateca Uruguaya nunca fue un lugar de unanimidades. Sin embargo en todos los años que he transcurrido allí, solo Alsina fue llamado, por Martínez Carril y por todos, invariablemente, maestro.

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