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El daño a la autenticidad

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Wim Wenders

La realidad se vuelve progresivamente conjetural. Es lo que piensa, dice y arriesga el gran cineasta alemán en esta reunión de piezas, algunas inéditas, escritas con hondura y humildad.

“Hay personas que son capaces de pensar con una enorme claridad. Otras, pensando no llegan muy lejos. Pierden el hilo a la vuelta de cada esquina y tienen que estar buscando todo el tiempo el punto de partida para saber qué era lo que querían decir. Yo soy una de esas” escribe Wim Wenders en el inicio de este libro que reúne conferencias y artículos desperdigados en la prensa y varios inéditos, destinados a indagar los procesos creativos de otros artistas vinculados al lenguaje de las imágenes, en tres registros básicos: el cine, la fotografía y la pintura.

Su ajenidad a las convenciones de la expresión escrita, pese a que en su juventud quiso ser pintor o escritor, lo ha llevado a cortar las líneas como si fueran versos de poemas, pero en verdad se trata de un recurso que le permite ordenar las ideas con un diseño visual. Wenders utiliza un lenguaje coloquial y próximo, como si conversara en un café sobre los temas que lo han ocupado a lo largo de su vida y los artistas que admira. Cuando se ocupa de temas técnicos lo hace con la sencillez de un creador que ha comprendido los vínculos del arte con la vida sin más, su mirada es aguda y aleccionadora, pero con frecuencia sus entusiasmos lo conducen a argumentar de forma un tanto anárquica.

Wenders tiene 71 años, una carrera cinematográfica con logros muy reconocidos como sus películas París, Texas (1984), Las alas del deseo (1987), y los documentales Buena Vista Social Club (1999), Pina (2011), La sal de la tierra (2014), expresivos de la curiosidad que, como a su compatriota Werner Herzog, lo ha inducido a desbordar los temas de la ficción para sumergirse en realidades ajenas a su experiencia. En esta antología intercala sus recuerdos personales con muchas reflexiones sobre los valores de la imagen fija y en movimiento, los recursos técnicos de los creadores y sus métodos de trabajo.

Confiesa que los western de Anthony Mann y la fascinación por el tratamiento sencillo y austero de sus films, lo llevaron al mundo del cine, en el que primero rechazó los simbolismos de Ingmar Bergman y finalmente se rindió al genio del director sueco. Tuvo una relación fraterna y laboral con Antonioni, al que ayudó a terminar una película cuando el director de Blow Up quedó afásico pero siguió filmando, y además de analizar con agudeza los recursos técnicos de Yasujiro Ozu y de celebrar la creativa longevidad de Manoel de Oliveira, aborda la obra de los fotógrafos Peter Lindbergh, James Nachtwey y Barbara Klemm, con un destacado registro de sus valores formales y éticos.

Tiene Wenders un prioritario interés por la realidad, su concepto y su tratamiento estético, y lo manifiesta en todos los capítulos de este libro, a conciencia de que la realidad se vuelve progresivamente conjetural en el mundo contemporáneo, con graves daños a la autenticidad. Sabe que su concepción corre riesgos de verse anacrónica, pero no duda en defenderla con muy atendibles fundamentos.

Especialmente atractivo es el relato de su relación con la gran coreógrafa alemana Pina Bausch. Lo deslumbró su visión de la danza y el movimiento corporal que llevó adelante en el espectáculo Café Müller, y desde entonces, durante muchos años planearon un registro fílmico sin encontrar el modo de traducir la espacialidad en las pantallas. Pina Bausch murió poco después de que Wenders se decidiera por filmar el documental en 3 D, armara la producción y comenzara a trasladar los equipos. Si el proyecto pudo concretarse fue por la voluntad de los discípulos de Pina en rendirle un homenaje, y si se alcanzó a ver en Montevideo, en todo su esplendor, fue gracias a la mediación del pequeño distribuidor Rony Melzer, que se animó a cruzar la línea roja de las carteleras comerciales.

Enhebrados a las preocupaciones de Wenders por el cine y la fotografía, comparecen en este libro tres pintores a los que ha sido especialmente sensible: Edward Hopper, al que trata como un eximio narrador del “sueño americano” (ver recuadro abajo), Andrew Wyeth, cuyo naturalismo indaga con penetrantes reflexiones, y Paul Cézanne, que celebra por la capacidad de dar la emoción junto con la disección formal de lo que mira.

El libro es elocuente de las preocupaciones de un artista de la imagen y de su voluntad de compartirlas con sencillez, hondura y amenidad. Su traducción fue posible gracias a un subsidio del Instituto Goethe, con el apoyo de la cancillería alemana.

LOS PÍXELS DE CÉZANNE Y OTRAS IMPRESIONES SOBRE MIS AFINIDADES ARTÍSTICAS, de Wim Wenders, Cada Negra Editora, 1916, Buenos Aires. 204 páginas. Distribuye Escaramuza.

Hopper en el lente de la cámara

Wim Wenders

“No sabía que Hopper había tenido que subsistir en gran parte con trabajos de encargo hasta fines de la década del 20, es decir, hasta pasados sus cuarenta años. (¡En sus primeros veinte años de carrera solo vendió una obra al óleo!) Ilustraba libros, hacía anuncios para periódicos, folletos publicitarios, afiches y portadas para todo tipo de revistas. Al hojear esos trabajos industriales y mayormente anónimos recuerdo que en esa misma época vivía otro artista estadounidense que también tenía que mantenerse a flote con trabajos muy parecidos: Dashiell Hammett. Hammett escribía textos publicitarios y eslóganes, y sus primeros relatos breves se publicaron justamente en ese mismo formato de novelas baratas y ediciones pulp que ilustraba Hopper. Algunas de sus pinturas de asaltos a bancos, persecuciones en coche o peligrosas jóvenes pistola en mano (¡casi siempre al óleo!) podrían haber ido muy bien con las historias de “Continental Op”, un precursor de Sam Spade concebido por Hammett. Y si se quiere, en esos encargos ya se pueden reconocer algunas características básicas de la firma de Hopper: la limitación a lo esencial; la simplificación (en particular de los fondos) de estructuras más bien planas y el aislamiento de las figuras humanas.

Así como el estilo literario de Hammett estuvo marcado por la síntesis y la condensación, los principios de Hopper también podrían ser entendidos desde los comienzos en ese contexto ultraestadounidense de la publicidad. Además, desde esa perspectiva parece lógico que la generación de la nueva vanguardia del arte pop lo haya celebrado como un pionero cuando promediaba el final de su carrera, es decir, cuando Hopper tenía más de ochenta años y después de que hubiese sufrido, durante décadas, reiterados hostigamientos por ser tildado de anticuado, conservador y de volcarse a lo figurativo…

Ya por entonces pintaba como si supiera que la realidad física de las cosas solo podía existir y perdurar en el lienzo de un pintor y en ningún otro lado, por eso condensó esa realidad al máximo; sus cuadros son imágenes como cantos rodados…

En Hopper nada es ilusión. Ya nada lo vincula a los impresionistas de los que, siendo joven, había aprendido todo. No apunta a diluir el efecto visual, por el contrario: reforzarlo es lo que quiere. No es una celebración de lo fugaz. Es una proclamación de la perennidad. Es un narrador, no un pintor de naturalezas muertas. Sus cuadros no retratan a los Estados Unidos solo en las superficies, sino que escarban en las profundidades del sueño americano y explotan ese dilema tan consumadamente estadounidense del ser y el parecer. Sí, podrían ser parte de una gran película sobre “América”; cada uno, el inicio de un nuevo capítulo.”

(tomado de Los pixels de Cézanne y otras impresiones sobre mis afinidades artísticas, de Wim Wenders)

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Wim Wenders

Wim Wenders recargadoCarlos María Domínguez

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