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"En la crónica la realidad supera a la ficción"

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Darío Jaramillo Agudelo. Dibujo de Ombú.

CON EL COLOMBIANO DARÍO JARAMILLO

Confesiones de un devoto de Felisberto Hernández

Darío Jaramillo Agudelo. Dibujo de Ombú.
Leila Guerriero
Juan Villoro
Elvio Gandolfo
Javier Sinay

Estuvo invitado a la última Feria del Libro de San José, y las calles de esa ciudad lo vieron caminar alto, elegante, con el gesto de hombre de mundo que goza y curiosea en las miradas de quienes lo rodean. Darío Jaramillo es un hombre que tiene su lugar en las letras y el periodismo hispanoamericano. Abogado, economista, narrador, poeta y periodista cultural, la sola mención de su nombre obliga al interlocutor a una leve reverencia, no solo en Colombia. Los poetas presentes en San José lo presienten y si hay con él un cruce de miradas, el gesto inmediato es de respeto y, quizá, gratitud.

Conversamos en una sala de conferencias de hotel convenientemente vacía. Le faltaban un par de días para volver a su querida Bogotá y no sabía aún que, a su retorno, sus compatriotas lo galardonarían con el Premio Nacional de Poesía de Colombia.

Siempre estuviste vinculado de una forma u otra a Uruguay.

Sí, por ejemplo al arte uruguayo y de forma muy afortunada. Era el encargado en el Banco de la República de Colombia, que es nuestro Banco Central, de las adquisiciones de obras de arte. Le llevaba a las comisiones técnicas los cuadros que entendía que debían ser adquiridos para la colección. Ya habíamos empezado con Julio Alpuy, que había vivido en Colombia en los años 60. Y estaba la lista obvia: Figari, Torres García, el Taller Torres García, también pudimos adquirir obra de Matto, y nunca pudimos obtener un Fonseca, una frustración. Conseguimos dos Figari espectaculares en remates de Estados Unidos, y surgió en España una obra maravillosa de Barradas, un cuadro pequeño que apareció de milagro en una galería. Los objetivos propuestos los habíamos cumplido.

¿Y literariamente cómo te llega Uruguay?

Esa es una historia maravillosa, porque si a mí me preguntan quién es el escritor latinoamericano que me gusta más, tengo que contestar que Felisberto Hernández. Lo tengo en un podio donde también figuran García Márquez, Monterroso y Cortázar, con él a la cabeza. A mis manos llegaron las ediciones de editorial Arca del 70, tengo los tres volúmenes. Incluso en mi primera novela, La muerte de Alec, hay un capítulo entero vinculado al cuento de Felisberto "La casa inundada". Cuando estuve en Iowa en 1975 en el International Writing Program me llevé todos los libros que tenía de Felisberto; eran mi lectura cuando no había nada que hacer. Ahí lo leí de forma sistemática todo de vuelta. También, hace muchos, muchos años, escribí una biografía imaginaria de Felisberto, un poema. Y cuando se cumplió el centenario, El País de Madrid me pidió que escribiera una nota conmemorativa.

¿Ves aquí en San José algo que te remita a él?

No sé… lo que sí me impresiona mucho es que un país tan pequeño como Uruguay produzca monstruos como Felisberto, Onetti, Torres García. O tantos otros. O las mujeres poetas. Es un país con grandes mujeres poetas, históricamente y hacia adelante. Y es un país que tiene 15 veces menos población que Colombia.

ESCRIBIR COMO DIVERISIÓN.

¿Cuál de tus novelas recuerdas con mayor cariño?

Laszlo, lo que he escrito es muy distante…

Te has desprendido de tus obras. Pertenecen ahora a los lectores…

Sí, y también sé que van circulando muy bien. Demoré en empezar a escribir novelas, pero nunca fue una tortura para mí. Si lo fuera yo no habría sido escritor, pues tengo muy poca vocación de sufrimiento. Siempre me he divertido mucho escribiendo. Yo era gran lector de novelas, pero cuando me puse a escribirlas no sabía un montón de cosas. Yo había escrito cartas, no novelas. Las novelas pueden ser cartas cruzadas, que es una novela epistolar. Y los temas fueron variando. La muerte de Alec es una deformación de algo que me ocurrió a mí, que fue como una muerte anunciada. A su vez Cartas cruzadas es una forma de narración que pretende mostrar lo que estaba pasando en mi país en los años 80 y 90 con respecto al comercio de cocaína. Hasta ahí llevaba dos novelas y no era capaz de escribir un diálogo. Y me dije, bueno Darío, es el momento de empezar a aprender a escribir. Entonces una amiga mía me dice, "ya no hay novelas de fantasmas", y yo le dije que si ella me la publicaba, yo escribía una novela con fantasmas. Llegué a mi casa, tomé un cuaderno en blanco y puse "Novela con fantasmas", pero lo que yo realmente quería era hacer diálogos.

¿Y eso qué disparó?

Me encanta desdoblarme. Por ejemplo, siento aquí un personaje de incesto, y me siento allá para que le conteste otro personaje. Fui capaz de "esquizofrenicarme", desdoblarme en varios. Me divertía mucho. Con la poesía es muy distinto. Hay como una relación de inferioridad, porque el poema aparece cuando se le da la gana. Uno tiene rachas en las que escribe diez poemas, y luego no escribes nada en dos años. Es algo perfectamente errático. La novela te impone una disciplina, estás trabajando de 9 a 6 de la tarde todos los días, de viernes a lunes, y si el lunes era feriado era una fiesta porque entonces le dedicaba de viernes a martes. Yo era un escritor de fin de semana.

EL ASOMBRO DE LA CRÓNICA.

¿Cómo llegas a la crónica? Tu Antología de crónica latinoamericana actual es considerada un hito.

En Colombia circulaban dos revistas de crónica, una de ellas era El Malpensante, y me di cuenta que había allí mucho valor literario, y que en general no era muy considerado. Empecé a hurgar, y me di cuenta que la mejor literatura narrativa que se estaba escribiendo en este continente estaba en la crónica, más que en la novela. Aquí hay algo, dije. Me dediqué entonces a leer, estuve 3, 4 años, leí demasiado y traté de agotar el tema ya con el propósito de hacer una antología. Cuando se fundó la editorial Luna Libros, el gerente me dijo que le interesaba el proyecto. Luego cambiaron de gerente y me dijeron que el proyecto era muy grande para una editorial tan pequeña, pero sí les interesaba para venderlo. Se publicó entonces en Alfaguara con ediciones en Buenos Aires, México, Madrid y Bogotá.

No debe haber sido fácil decidir qué iba y qué no iba.

La selección fue muy difícil. Por la calidad de las crónicas, si iba a ser justo, tenía que hacer dos volúmenes del tamaño del que salió. Y no era racional para la realidad económica de las editoriales. Tuve que sacrificar, fui injusto con muchos autores. Al final fueron 53 crónicas.

A la distancia, ¿algún autor que sientes que debió estar?

El primero es alguien cercano a ti, Elvio Gandolfo. Debí haberlo metido. En Colombia también cometí varias injusticias, igual con México. Y luego de aparecer la antología surgieron crónicas de autores jóvenes que no había leído. Esto quiere decir que la realidad supera la ficción. Narrar algo que realmente ocurre, y que es lo que hace una crónica, puede ser más asombroso que narrar algo imaginado. Nuestra realidad es tan variada, tan sorprendente, a veces tan trágica o maravillosa, que lo que hay que tener es el ojo abierto para tratar de localizar eso. Mi lista de grandes autores latinoamericanos hoy yo la encabezaría con Leila Guerriero y Juan Villoro.

Uno de los grandes premios de crónica del continente, el que otorga la Fundación Gabriel García Márquez para el Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI), a la hora de evaluar las crónicas otorga puntuación si el cronista asumió riesgos. Y eso me rechina.

A mí también me rechinó. Es tan accidental… se puede hacer una maravillosa crónica sin necesidad de asumir ningún riesgo. Está el caso de alguien que no puse en la antología, Javier Sinay (ganador del premio de la FNPI en 2015, N. de R.). Su libro sobre la colonización de los judíos en el interior de la Argentina es maravilloso. Descubrió a su abuelo, aprendió yiddish, hizo un montón de cosas que no habría hecho de no haber encarado esa investigación. Él no corrió ningún riesgo, todo lo contrario. Javier es joven, lo conocí después de publicada la antología. O, también, se puede tomar el riesgo, como es el caso de Sergio González Rodríguez. Eso es arriesgarse. O lo que hacía Germán Castro Caycedo en Colombia, que tampoco está, pero es uno de los padres de la crónica.

La crónica se consolida. ¿Eso no conlleva un riesgo?

Sí, que se establezcan convenciones que luego se vuelven repetitivas. Por ejemplo, allí donde hay una banda de niños prostitutos y prostitutas, hay una crónica por obligación.

Los procesos íntimos se vuelven repetitivos.

Se deben buscar entonces nuevos procesos no-íntimos para renovar la crónica. No repetir los temas, que son terribles y hay que denunciarlos, pero evitando que se vuelvan un lugar común. Hay temas con un potencial extraordinario, como el papel de las mujeres en las zonas de guerra en Colombia. Las mujeres allí mantienen la realidad. Cuidan a los niños, preparan la comida, llevan la casa. ¿Y los hombres? Preparan la guerra. Es su único oficio. Esa realidad documentada a través de la crónica se vuelve conmovedora. Ayuda mucho a pensar en el otro, a ponerse en su pellejo.

CRÍTICA CIUDADANA.

Desde joven hiciste crítica de libros, y la sigues haciendo. Circulan tus reseñas en formato tituladas “Gozar Leyendo”, donde practicas una crítica ciudadana, desde el llano.

Hay allí un trasfondo de idealismo. Cuando era muy joven yo consideraba un deber decir qué era bueno y qué era malo. Luego me di cuenta que era una perfecta idiotez ponerme a hablar de lo malo habiendo tanto bueno. Perdíamos la oportunidad de contarle a la gente todo lo bueno que había para leer. Lo hago desde que comencé a hacer reseñas en el semanario colombiano Cambio 16. Comentar y recomendar libros que a mí me han gustado. Simple, sin pretender que ello contribuya al bienestar de la humanidad ni nada de eso.

¿Trasmites tu emoción al lector?

Exacto. Le digo que con tal o cual libro lo pasé bomba. Y eso me nivela con el lector. Yo soy un ser humano que gasta por pura pasión su tiempo leyendo y quiere contagiar esa pasión. También me lleva a ampliar los territorios. A mí me interesa mucho la poesía, la crónica y la novela. Pero hay otros géneros que me encanta leer, por ejemplo la divulgación científica o histórica. Hace poco leí un libro de una divulgadora científica norteamericana titulado El ingenio de los pájaros, dedicado a la inteligencia de las aves. Yo de eso no sé un carajo, no soy capaz de juzgar su exactitud, pero cuenta unas cosas tan maravillosas que yo sé que cualquiera que lea ese libro se va a asombrar. Y como estoy hablando de una experiencia personal, pues no queda otra que igualarme con el lector.

¿Te diriges a un lector imaginario arquetípico?

No. Y tengo devoluciones, sobre todo de la gente joven que es muy directa y franca. Me dicen, usted debe ser amigo de ese autor que está recomendando porque ese libro es una porquería. Y me parece legítimo. Igual el otro que dice que me quedé corto elogiando tal libro, porque en realidad es una maravilla. Bueno, me quedé corto… pero llegaste al libro, ¿no? Uno no puede negar que hay una ideología implícita en lo que uno hace. Pero de ahí a estar produciendo crítica a partir de un sistema filosófico… eso ya no funciona.

Pero siempre es importante trasmitir sentido crítico, para elevar el caudal crítico de la comunidad toda.

Exacto.

¿Cómo percibes hoy la situación en Colombia en ese sentido?

Somos víctimas de algo que está afectando a todo el mundo lector: la gran industria editorial, que crea marcas, mitos, engrandece figurones, y que funciona con criterios de mercadotecnia. En medio de eso también publican cosas muy buenas. Tienen tal o cual muy buen autor, pero detrás... Se han apoderado de los espacios de exhibición y divulgación. Tengo un amigo editor a quien uno de estos grandes grupos ofreció comprarlo. Y él, que es un editor muy sofisticado, le dice "pero lo que yo edito es muy distinto a lo que usted publica". El comprador le explica que lo que a él le interesaba no eran sus libros, sino el espacio que sus libros ocupaban en las librerías y en los suplementos literarios. Querían ampliar el territorio de divulgación, no la profundidad del catálogo.

MUCHO ORO.

Volvamos a tu tarea en el Banco de la República. Estuviste en contacto con una de las más notables creaciones que ha dado la museística en el mundo: el Museo del Oro en Bogotá. El concepto sobre el cual se basa su curaduría es sorprendente.

Fue concebido a priori muy bien por los propios arqueólogos del museo, más allá de que contiene una gran colección. El montaje lo hicieron de la razón a la emoción. Te comienzan hablando de metalurgia, de geografía, de culturas precolombinas, todo muy descriptivo, con un vértigo creciente que termina en los pensadores, por ejemplo en esa cosa emocional de mostrar tres mil piezas al mismo tiempo en un show en el que prenden y apagan luces. Yo participé de ese montaje.

El oro como objeto arqueológico plantea contradicciones. Supe de un lugar donde intervino el ejército de Colombia porque la gente encontró cerca del pueblo muchos vestigios en oro, y nadie quería entregarlos. El ejército los cercó dos meses.

A mí me tocó eso. Fue cerca de Cali, de Palmira, en el valle del Cauca. La cultura originaria que produjo esos objetos la bautizaron Malagana, no sé muy bien por qué. Es una cultura de muy reciente descubrimiento.

Un asunto complejo.

Sí, con unos problemas legales muy contradictorios. La ortodoxia de los arqueólogos declara patrimonio de la Nación a cualquier pieza que se encuentre. Se pretende proteger el patrimonio, y en realidad lo que se hace es desprotegerlo, crear un mercado marginal que hace que quien encuentre una pieza tenga la evidencia de algo que vale mucho dinero, incluso al peso. Entonces se la venden a personas que aterrizan en aviones que vienen de Canadá, de Francia. El Banco tuvo muy buena suerte ahí porque logró meter en la colección del Museo del Oro unas tumbas muy valiosas de los señores de la tribu, con muchas piezas de diferentes funciones, siempre de la cultura Malagana.

Sorprende la cantidad de culturas precolombinas que existían en lo que hoy es Colombia.

Sí, la cultura Tairona, la Zenú, la Quimbaya, la Nariño cerca de Pasto, la Muisca en los alrededores de Bogotá. La cultura Tolima es muy impresionante no sólo por la morfología de sus piezas de oro, sino también por las funciones, sean ceremoniales o decorativas. Las piezas difieren de una cultura a otra, como si fueran a ir de un idioma a otro, y de una mentalidad a otra. Entonces uno cierra los ojos y dice, hace 1.500 años había 6, 7, no sabemos cuántas culturas diferentes, y que a veces comerciaban entre ellas.

Pero que eran autónomas.

Totalmente. Hablaban idiomas diferentes y manejaban el oro con una estética distinta, con funciones diferentes, y con tecnologías sofisticadísimas. Algo que caracteriza a estas culturas es que son de lo mínimo, no de lo monumental. Acá no hay pirámides como en Yucatán. Estamos hablando de piezas que caben en la palma de la mano. Eran culturas que implicaban una división del trabajo, que tenían su mitología, su religión, en fin, eran sociedades muy sofisticadas.

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