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Crímenes osage: la avaricia humana como madre de todas las bestias

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David Grann

UNA NOTABLE INVESTIGACIÓN

La tribu osage de Oklahoma fue depositada en una reserva, sin saber que debajo de ellos había un mar de petróleo. Años después, y ya enriquecidos, fueron objeto de una conspiración criminal cuya escala no conoce antecedentes en Estados Unidos.

Todavía sorprende que los Estados modernos democráticos, esos que se construyeron en base a los valores de igualdad, fraternidad y solidaridad, hayan cobijado en sus orígenes a grupos de gente vil, inmoral, corrupta, avara, asesina, y con mucho poder. Por eso el libro Los asesinos de la luna. Petróleo, dinero, homicidio y la creación del FBI, de David Grann es, en este caso, una patada en el estómago en la construcción ideal de los Estados Unidos.

Grann investiga y revela la tragedia de los indios osage de Oklahoma, depositados en una reserva en el siglo XIX tras varios desplazamientos, sin saber que debajo de esos terrenos había cuantiosas reservas de petróleo. Cuando éste comenzó a subir de precio, los explotadores debieron pagar derechos de extracción a la comunidad india, que se enriqueció. Cada osage tenía un promedio de once automóviles, mientras que en Estados Unidos había un automóvil cada 11 habitantes. Algo difícil de tolerar para cierta Norteamérica blanca. Eso dio inicio a una de las mayores conspiraciones de robo y asesinato que el hombre haya conocido, tragedia que no se enseña en los libros de Historia escolares o liceales de los Estados Unidos.

PETRÓLEO MALDITO.

Un paquete de leyes quitó a la mayoría de esos indios la posibilidad de administrar esas riquezas. Si el indio no estaba casado con alguien de raza blanca, que naturalmente actuaba como tutor, el Estado le designaba uno. Algunos tutores manejaban las fortunas de varios, a veces una docena de osage, cobrando suculentos honorarios por sus servicios. Muchos actuaron de forma honesta, pero otros no. La ley establecía, a su vez, que esos derechos sobre el petróleo podían ser heredados por blancos —sus parejas.

Los blancos instalados en los pueblos indios les cobraban por cualquier servicio, sea fúnebre, médico, o administrativo, auténticas fortunas. De pronto esos indios comenzaron a morir de forma sospechosa, pero también de manera muy violenta. En la década del 20 la situación llegó a la prensa nacional. La Norteamérica moral se escandalizaba y enviaba a sus agentes a investigar uno tras otro; siempre volvían con las manos vacías. La red de conspiración era tan vasta y profunda, tan metida en cada intersticio de la política y los negocios del Estado de Oklahoma —con fuertes vínculos en Washington, pues era tanto el dinero en juego— que no era difícil sembrar el terreno de pistas falsas. Fue un período conocido como el Reino del Terror en el que los osage apenas se asomaban a las calles de sus pueblos por temor a morir. Sospechaban de amigos, vecinos y parientes.

En la Oklahoma de la época todavía subsistía lo peor del espíritu de la conquista del Oeste, ese estado de semi barbarie donde los policías disparaban antes de preguntar, el crimen abundaba, y la corrupción dominaba la función pública. La autoridad solía ser cómplice de los criminales. Eso desnudaba una cuestión de poder. El Estado central no podía tolerar semejantes desvíos: su propia viabilidad estaba en cuestión. Alguien que lo entendió rápido fue el inefable J. Edgar Hoover, hoy conocido como el creador del FBI. Rápido, envió allí uno de sus mejores agentes, Tom White, un antiguo ranger de Texas que logró identificar, tras un arduo y sofisticado trabajo, a los responsables de algunos de esos asesinatos y llevarlos a juicio. Se anuncia que la historia pronto será llevada al cine por Martin Scorsese y Leonardo DiCaprio.

MÁS QUE UNA CRÓNICA.

Un gran libro se despega del resto por sus relaciones, decía Piglia. Sus relaciones con la política, la psicología, la cultura, la historia, el folklore... Los asesinos de la luna es un libro inteligente que, apoyándose en varias técnicas, establece una trama de vínculos sorprendentes. Es crónica pero también es un ensayo escrito con la tensión de una gran novela policial negra, que cala hondo en las costumbres del poder político y la cultura blanca de la conquista del Oeste norteamericano, siempre paradójica, porque si bien había blancos muy, pero muy malos, los progresistas blancos de entonces también animaban sentimientos racistas hacia los negros y los indios. Grann resuelve esas cuestiones con frases que iluminan universos, pues instalan lo complejo, humanizan. Por ejemplo, al describir el mundo espiritual de los indios osage, su cultura, sus dudas, su psicología, su relación con la naturaleza y su forma de enfrentar a lo desconocido. A su vez los blancos, al principio buenos y paternalistas, se van transformando de a poco en seres brutales y ambiciosos, auténticos psicópatas de manual. También aborda las paradojas de las políticas puritanas y represivas de las autoridades como la famosa Ley Seca, promulgada en los mismos años en que ocurrieron los crímenes osage, ley que consolidó al crimen organizado a nivel nacional en una escala inédita, e instaló el caos. Relata Grann: “Pocos lugares de los Estados Unidos eran tan caóticos como el condado de Osage, donde los códigos no escritos del Oeste, las tradiciones que unían a las comunidades entre sí, se habían desintegrado”, y donde las riquezas atrajeron “a maleantes y facinerosos de todo pelaje”.

Luego está el rol que jugó este caso en la consolidación del FBI. Es el otro gran motor de la tensión narrativa del libro, pues describe las diversas elecciones que hizo Hoover en materia organizacional, apoyándose en pensadores progresistas para la época como Taylor (hoy considerado un troglodita). Creó así un cuerpo policial de élite eficiente y cuya burocracia debía resistir las influencias de la clase política norteamericana, que en sectores era muy corrupta. También institucionalizó los métodos científicos en la investigación, los primeros CSI. Grann, que trabajó básicamente sobre documentos recién desclasificados, de forma curiosa se queja por la falta de enfoque crítico en los informes de época escritos por el agente White; cree que debió haber visto y señalado los manejos manipuladores de Hoover, un burócrata ambicioso y ególatra que precisaba un éxito en las investigaciones para consolidar su posición en Washington. Es difícil de compartir, porque White era un agente subordinado de forma directa a su paranoico jefe, con poco margen para criticarlo. Aun así Grann deja en evidencia el rol paradójico que jugó Hoover en la política norteamericana del siglo XX, el de un auténtico Lavrenti Beria a la sombra de un poder político democrático, por sus cualidades como manipulador nato y eximio extorsionador. Porque cuando tuvo a un asesino entre manos, responsable de apenas una fracción de los crímenes, le resultó conveniente olvidarse del resto. Todos sabían —y así consta en los informes de White— que llegaron a ver solo la punta de ese iceberg terrorífico de muerte y locura.

LOS ASESINOS DE LA LUNA. Petróleo, dinero, homicidio y la creación del FBI, de David Grann. Literatura Random House, 2019. Barcelona, 356 págs.

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