Publicidad

Claves para el desmadre

Compartir esta noticia
Javier Sicilia

Cuatro libros de dos autores mexicanos, Sergio González Rodríguez y Diego Enrique Osorno, exploran la razón última y dan voz a quienes quedan fuera de los titulares.

            sólo pervive el mundo
            por un puñado de justos

                                Javier Sicilia

NADIE entiende a México. Nadie encuentra las palabras para explicar lo que allí ocurre. La palabra, como toda la lengua, está asfixiada.

Dos cronistas acaban de publicar cuatro libros buscando ese significado perdido. Sergio González Rodríguez con Los 43 de Iguala, México: verdad y reto de los estudiantes desaparecidos (Anagrama) y Campo de guerra (Premio Anagrama de Ensayo 2014); Diego Enrique Osorno con Slim, Biografía política del mexicano más rico del mundo (Debate) y Contra Estados Unidos, Crónicas desamparadas (Almadía). González es el legendario investigador que mostró al mundo los horrendos crímenes de Ciudad Juárez hace 20 años, esas miles de jovencitas asesinadas en rituales misóginos que siguen muriendo; sobre ellas escribió en el libro Huesos en el desierto y luego fue incluido como personaje en la magna novela de Roberto Bolaño, 2666, sobre esos mismos crímenes. Es casi una figura mítica, un Quijote que ha visto demasiado sin perder la cordura. Osorno, a su vez, es un joven de 30 años de una inteligencia poco común, que camina en plan ciudadano por lo que él llama los agujeros negros de la maldad, allá en el norte de México, donde se descubren fosas comunes con 500 cadáveres o la gente abandona pueblos enteros por las batallas entre criminales. Es autor del anterior El Cártel de Sinaloa, Una historia del uso político del narco que habla más de todos los mexicanos que del propio "narco". También es un documentalista premiado.

Los cuatro libros exploran la razón última desde ángulos bien diferentes.

Masacre esperada.

La noche del 26 de septiembre de 2014 un grupo de estudiantes de magisterio (normalistas) de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa robaron tres autobuses del transporte público en Iguala, Estado de Guerrero, para transportar estudiantes hasta la protesta del 2 de octubre en Ciudad de México, evento realizado cada año en memoria de los caídos de Plaza Tlatelolco (1968). Según la versión oficial, tras varios confusos incidentes en los cuales habrían participado policías y miembros del crimen organizado, fueron asesinados 43 estudiantes y sus cuerpos quemados en un basural. Sin embargo hace menos de un mes el prestigioso Equipo Argentino de Antropología Forense concluyó que en el basurero de Cocula no se encontró evidencia científica de que ahí hayan sido incinerados los 43, como informó en su momento la Procuraduría General de la República de México. Fue el tiro de gracia para la versión oficial. El mundo, una vez más, puso sus ojos en Iguala.

Las "narrativas" artificiales que "después de los hechos reelaboran lo acontecido para ocultar las violaciones de los derechos de las víctimas" ya no funcionan de forma aceitada. Eso cuenta Sergio González en Los 43 de Iguala, donde desde el Capítulo 1 titulado "Confesión", el autor rechaza "por inconsistente e incompleta la investigación oficial", acusa al gobierno mexicano, también a Estados Unidos, afirma descreer que la violencia en México es producto de una especie de fatalidad o atavismo inexplicable, y documenta las razones históricas y sociopolíticas del desmadre. Pero sobre todo la de un Estado violento, el de Guerrero, donde viven tres millones y medio de personas, un sitio de contrastes que incluye la opulencia de Acapulco o la pobreza extrema de Iguala. Describe a gobernantes y policías poco afectos a ejercer la autoridad dentro de la legalidad, a un territorio disputado por al menos cinco organizaciones criminales o cárteles (Guerreros Unidos, Los Rojos, Los Caballeros Templarios, Jalisco Nueva Generación, La Familia Michoacana), la existencia de tres grupos guerrilleros insurgentes de extrema izquierda plenamente operativos (EPR, FAR-LP y ERPI), un estado insurreccional permanente entre los estudiantes normalistas de fuerte militancia marxista-leninista, una ciudadanía harta de los excesos cotidianos de la policía, del crimen, de los normalistas y sus grupos de apoyo (apropiación de vehículos o productos, exigencia de dinero y donaciones para la "causa", privación de libertad, actos de vandalismo), y un periodismo —ese que permite que un libro como Los 43 de Iguala exista— hostigado por todos, por el gobierno, la policía, la guerrilla, los criminales y los activistas de izquierda. "La insurrección contra el orden constituido ha sido un acto de fe constante en Guerrero durante las últimas cinco décadas" explica González. Sobre todo en los setenta, los militares abusaron en forma sistemática de los derechos humanos a través de detenciones ilegales, golpizas, torturas, violaciones, ejecuciones o desapariciones forzadas. Se consolidó a nivel social el odio y la necesidad de resistir. "Ningún encono por injusticia suele ser pequeño" señala González.

En el caso de Iguala entiende que "los 43 estudiantes serían las víctimas ofrendadas por sus dirigentes en un sacrificio utilitario" para cosechar héroes y mártires. Mientras el dolor se impone, crece entre los mexicanos la idea de que los líderes de los normalistas conocían los peligros, y aun así los expusieron. El padre de uno de los 43 afirmó que los denunciará a pesar de los riesgos, pues la ideología de izquierda en Guerrero, como en muchas partes, "ha hecho suyo un dogma: quien critica a su causa, sólo ayuda a la derecha" explica el autor, agregando que "El espectro de Iósif Stalin flota sobre estas palabras". En el otro polo de responsabilidades, en el de las fuerzas del orden, entiende que la acción del 26 de septiembre contra los estudiantes era, en términos organizativos, "una operación complicada para policías y criminales ordinarios bajo el mando de un jefe ignorante". González cree que había fuerzas adiestradas en contrainsurgencia. Los antecedentes militares de varios policías detenidos por las desapariciones, la presencia de agentes de la CIA —según la inteligencia mexicana—, y la aparición esa noche de fuerzas de negro con pasamontañas, bien diferenciados del resto de los policías —y evidenciando otro tipo de preparación— abonan esta hipótesis.

Nueva cosmovisión.

La idea del conflicto mexicano como parte de un escenario bélico global fue desarrollada por González en el libro Campo de guerra, antes de la desaparición de los 43. De fuerte tono ensayístico, mucho más conceptual que sus anteriores libros (Huesos en el desierto o El hombre sin cabeza, sobre la práctica de la decapitación en los rituales de homicidio de México), explica que su país es, en términos geopolíticos, un escenario bélico emergente donde confluye un "Estado fallido" cuyas "esferas tradicionales de lo público y lo privado se han trastocado: la población, ya privada de sus derechos, vive en un régimen cotidiano de terror" donde aparecen otras urgencias. Tener trabajo, familia, creencias, o la mera voluntad de construir comunidad, son aspiraciones en jaque por la "falta de un Estado de derecho", por el imperio de un Estado disfuncional en el amplio sentido del término.

Lo novedoso es el papel que González otorga a Estados Unidos en el desmadre. "México se ha convertido en un campo de batalla bajo el nuevo orden global y la geopolítica de EE. UU.", señalando que "el gobierno estadounidense ha advertido que en México hay una forma de insurgencia encabezada por los cárteles del narcotráfico, que en potencia podrían tomar el gobierno". Es decir, la retórica de lo peor está por venir. La paz mexicana, entonces, suma otro enemigo: ese poderoso sector de Estados Unidos que siempre anuncia un enemigo al acecho, que cree que todo se resuelve con intervenciones militares, y que considera natural que la CIA y la DEA actúen libremente en ese territorio. Simple y rápido. No se les ocurre, por ejemplo, poner un sólo dólar para que en México haya menos pobreza, más educación, y sobre todo más ciudadanía, la razón última de este desmadre.

En todo pensamiento psicopático hay un factor recurrente: siempre, en algún punto, falla su contacto con la realidad. Tras tantos años de escribir sobre su país, donde subsiste "la vigencia de lo perverso bajo la apariencia de lo normal", González intuye que en el origen de este desmadre hay algo peor, indefinible, ubicuo, que no se puede o se quiere explicar, y que se trata de negar. Lo confiesa cuando se entera de la desaparición de los 43: "todas las noches, antes de dormirme, asciende hasta mis oídos un rumor grave que tiende a incrementarse hasta la desesperación". Es el envilecimiento, la negatividad, ese "viento negro" contagioso, letal y persistente que sólo se puede intuir o sugerir para apenas entender. Apela a Tom Waits cuando canta: "You gotta keep the devil way down in the hole. / Hes got the fire and the fury at his command" (Debes mantener el diablo en su agujero. / Tiene el fuego y la furia a sus órdenes). Una letra que sonó muchas veces, como un lamento agónico, en todas las temporadas de la serie The Wire, ese brillante retrato del crimen, la corrupción y la decadencia de los barrios pobres de Baltimore. En The Wire la maldad no es mexicana, es realidad humana sin discriminación.

Hombre rico, pueblo pobre.

La biografía no autorizada sobre el millonario Carlos Slim, Slim, Biografía política del mexicano más rico del mundo, de Diego Enrique Osorno, tenía como desafío mostrar al hombre y contar los hechos auténticos de su vida para contrastarlo con la imagen mítica que ha proliferado. Tras abrir con prólogo de Jon Lee Anderson, el propio Osorno explica en la Introducción el camino que lo llevará "más allá de las frías cifras económicas y clichés del éxito empresarial". El problema, aclara, es que "el periodismo en Latinoamérica suele venir de arriba y se dirige hacia los de abajo. Representa una forma en la que el poder dice su verdad al pueblo" y no necesariamente al revés. Osorno siempre había reporteado desde la marginalidad, desde los Estados mexicanos más pobres; se preguntó, antes de empezar, cómo sería reportear desde el poder. La investigación le insumió 8 años, y consiguió entrevistar a Slim durante 7 horas con la idea de "lograr un retrato de la forma en la que Slim ha influido socialmente, así como de la manera que se relaciona políticamente y sus acciones y omisiones repercuten en la vida pública". Es decir, cómo interacciona con sus contemporáneos en esta grave encrucijada que vive México, pues Slim es "un personaje que representa la moral neoliberal de nuestro tiempo, aquella que desconfía de los políticos, cree que el mercado es el mecanismo más eficaz para todo, incluso para el combate a la corrupción, y ve a la filantropía como una inversión social y a la empresa como un elemento de riqueza colectiva".

Hay dos temas que corren entrelíneas por todo el libro: cómo hizo para convertirse en el hombre más rico del mundo en un país con 50 millones de pobres, y qué papel jugaron las instituciones públicas en dicho ascenso. Slim ya era un empresario exitoso cuando el gobierno de Salinas de Gortari le vendió la empresa estatal de telecomunicaciones, Telmex, garantizándole por seis años "el monopolio de este servicio en la época de mayor contratación de líneas telefónicas fijas" de México. "Comprar Telmex en 1991 lo catapultó como personaje de la vida pública en México y tal vez lo empujó a esa normalidad del mal que Octavio Paz atribuía al Partido Revolucionario Institucional (PRI) en su ensayo El ogro filantrópico" sentencia Osorno. Normalidad que tiene en su seno fronteras difusas entre lo público y lo privado. Telmex fue la base que le permitiría años después con la telefonía móvil, el acceso a capitales en condiciones ventajosas en bolsas como la de Nueva York, y una habilidad empresarial que ha deslumbrado hasta a Fidel Castro, alcanzar el primer lugar de la lista Forbes de los más ricos del mundo, superando a Bill Gates. Posee más de 70 mil millones de dólares; tiene 220 mil empleados, también en Uruguay.

Más allá de alguna imprecisión en Slim, Biografía política... en lo que refiere a Uruguay (Mujica frenó con un decreto sólo las aspiraciones de Slim en TV paga), resultan inolvidables algunas observaciones de empresarios rivales mexicanos ("no tenemos la inteligencia del ingeniero, pero tampoco su ambición" aclaran dos vicepresidentes de Televisa) o los momentos que el periodista comparte con Slim en su biblioteca, donde el magnate —sabedor de que Osorno es poeta y hombre de lecturas— busca seducirlo con una danza de títulos que no le moverán un pelo al intelectual promedio, aunque sí al magnate arquetípico de Wall Street. En las páginas finales Osorno reflexiona sobre la responsabilidad moral ante un país herido de corrupción y muerte por parte de quien ha amasado una desproporcionada fortuna: "El éxito de unos cuantos no debería ser a costa del fracaso de todo un país".

Consultado sobre los 43 estudiantes, Slim señala que "son miles los que están muriendo, no sólo 43". El magnate de las comunicaciones y los medios (es accionista del diario The New York Times) no olvida a los que quedan fuera de los titulares.

Alma poética.

Tras el asesinato de su hijo Juan Francisco (28 de marzo de 2011), el poeta mexicano Javier Sicilia lanzó un ultimátum a las autoridades: que se resuelva el crimen en una semana. "Es mi último poema, no puedo escribir más poesía", anunció. Una semana más tarde encabezó la primera caravana de reclamos que convocaría a 20 mil personas. Juan Gelman y José Emilio Pacheco le dedicaron una antología titulada Poemas para un poeta que dejó la poesía (2011). Seguirían muchas protestas, actos públicos y caravanas de la paz. Era la forma de entrar en contacto cara a cara con los que más sufren y no aparecen en los titulares, madres y padres de hijos asesinados o desaparecidos que piden justicia. La protesta se consolidó como el Movimiento por la Paz bajo el liderazgo de Sicilia hasta convertirse en una poderosa voz. El poeta pensó que también se podría hacer una caravana por Estados Unidos, el país que consume las drogas y vende las armas de esta guerra. Al final, entre agosto y septiembre de 2012 un grupo de víctimas, activistas y periodistas recorrió más de 11 mil kilómetros por Estados Unidos a bordo de dos ómnibus y varios vehículos, a razón de 400 kilómetros por día, deteniéndose en actos de apoyo o mitines, a veces varios por día. Osorno acompañó a la caravana en todo su trayecto desde San Diego hasta Washington D.C. y registró la experiencia en el libro Contra Estados Unidos, Crónicas desamparadas.

Los integrantes de la caravana cuentan su dolor, pero también quieren conocer, hablar, ver la cara del otro, entrever al habitante del país cuya política antidrogas ha sembrado muerte y corrupción en latinoamérica. Osorno confiesa haber soñado desde joven que un viaje así por el profundo Estados Unidos lo remitiría al libro En el camino (1957) de Jack Kerouac, novela-manifiesto de la generación beat. Pero no. En una larga conversación son Sicilia en Mississippi, el poeta siente que este viaje tiene más que ver con la novela La carretera (2006) de Cormac McCarthy, donde el protagonista busca el mar de la mano de su hijo mientras atraviesa un mundo devastado, post apocalíptico. "El mar", dice Sicilia, "es una metáfora del absoluto, de Dios".

No es un viaje al azar. La caravana pasó por ciudades fronterizas como Tucson, Laredo, El Paso, McAllen, Austin, Brownsville. Vieron la otra cara de Estados Unidos, la del país de la gente simple, solidaria, que empatiza. "Aprendí que un país puede ser varios países al mismo tiempo" dice Osorno, cuando descubre que "el país invasor y racista podía tener también dentro un país multicultural y progresista". Por ejemplo los curtidos ex policías que intuyeron la falacia de esta lucha antidrogas, como el ex jefe de Policía de Los Ángeles, Stephen Downing, que acompaña la caravana: "la guerra del narco es cien veces más dañina a ambas sociedades que el abuso de drogas". Tienen una organización a nivel nacional llamada Law Enforcement Against Prohibition. En el camino diferentes comunidades religiosas los reciben, les dan agua fresca, un alimento. Los escuchan y contienen. Una amplia mayoría son afroamericanos, esos eternos marginales (lo cual remite, siempre, al héroe en 2666, Fate, el periodista negro de Chicago). Sicilia recuerda aquella vez que llegó a un mitin en un parque de Los Ángeles, y los participantes bailaban hip hop y celebraban. Cuando le tocó hablar dijo que él no venía a una fiesta. Les pidió a todos que se pusieran de pie, e hicieran un minuto de silencio. Dicen que es difícil conseguir silencio en una ciudad como Los Ángeles, pero ese día no. El poeta finalizó el acto leyendo poesía de Walt Whitman.

Mientras la caravana avanza Sicilia no para de dar entrevistas o reconfortar a un doliente. No es sencillo comprender el dolor sin medida de frases como ésta: "Al único que le desaparecieron una familia completa es a Carlos Castro". El poeta entra acompañado a uno de los famosos Gun Show en Alburquerque para hablar con los armeros. Uno le enseña a cargar un rifle de alto poder llamado "Frankenstein". Algunas madres no lo soportan y salen temblando. En otra etapa de la caravana Sicilia es recibido por el famoso sheriff de Maricopa (Arizona), Joe Arpaio, conocido por su apoyo a la guerra contra las drogas y a su política contra los inmigrantes. Tras una hora de reunión, no llegan a ningún acuerdo. En las afueras de Maricopa el sheriff mantiene, en un lugar desolado de Phoenix, cuatro cárceles contiguas. Una de ellas, Tent City, es una suerte de campamento creado para personas indocumentadas. En la puerta hay un remolque con un tanque de guerra y un cartel al costado: "El sheriff Arpaio en la guerra contra las drogas". La Caravana de la Paz llega hasta allí y, con el blindado de fondo, Sicilia da un discurso. Luego se lamentará de no haber podido dar un beso al sheriff más duro del oeste americano.

El chofer del Peacemóvil, la oficina rodante de Sicilia, es Bradford Brooks, un hombre de barba y pelo canoso ex consultor del Departamento de Estado de Estados Unidos, que trabajó en proyectos de paz por todo el mundo, y que conoció a los comandantes de la Contra nicaragüense, "puros campesinos", recuerda con cariño. Participa a instancias de una de las principales ONGs que financia la caravana, lo hace de forma honoraria, y no conocía en persona al poeta. Cree que Sicilia "es un líder muy raro. No tiene ego, es alguien que absorbe muy bien todo. Todos están trabajando y él es la llama de la vela. No es un egoísta. Se trata de un alma poética". El rol que ha cumplido la poesía en la búsqueda de la palabra es central. Lo explica el propio Sicilia: "Yo sigo mirando como poeta, sigo intuyendo como poeta". Entiende que la poesía ayuda a volver a los significados que la sociedad extravió por culpa de los lenguajes unívocos y desgastados de la política. Por eso no ha podido escribir poesía desde que mataron a su hijo. "El lenguaje de mi época lo han degradado los políticos y los criminales, mi español mexicano, como los nazis degradaron el alemán" insiste. "Y lo digo ahorita, quién sabe mañana, pero ahorita no me alcanza, la lengua está asfixiada como asfixiaron los pulmones de mijo…".

NOTA: Campo de guerra y Los 43 de Iguala los distribuye Gussi. La biografía de Slim es de Penguin Random House, no llegó en papel, y se puede adquirir el ebook vía web. Contra Estados Unidos no tiene distribución local.

Javier Sicilia
Javier Sicilia
Sergio González Rodríguez
Sergio González Rodríguez
Diego Enrique Osorno
Diego Enrique Osorno

México, la crisis y los 43 de AyotzinapaLászló Erdélyi

¿Encontraste un error?

Reportar

Temas relacionados

Carlos Slim

Te puede interesar

Publicidad

Publicidad