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Un clásico de Carson McCullers

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Carson McCullers
Andrea

Literatura norteamericana inolvidable

No son muchas las novelas que cuentan el pasaje de la niñez a la adolescencia con maestría. Frankie y la boda es una de ellas.

Sin duda son más de tres las novelas que contaron el paso de la niñez a la adolescencia, pero entre las que lo hicieron con maestría los lectores reconocerán El guardián entre el centeno, de J. D. Salinger, Otras voces, otros ámbitos, de Truman Capote, y la novela de Carson McCullers Frankie y la boda, que Banda Oriental acaba de reeditar en una excelente traducción de Rosario Peyrou, responsable también de su prólogo.

En 1940 Carson tenía 23 años y asombró al público con El corazón es un cazador solitario. Al año siguiente sumó Reflejos en un ojo dorado y durante una estadía en la comunidad de Yaddo comenzó a escribir sobre una crisis de su infancia: la mudanza de su profesora de piano a otra ciudad y el notable sentimiento de abandono que se adueñó de sus días. Pero la novela no avanzó hasta que cambió la devoción de su personaje hacia la profesora por el enamoramiento de la boda de su hermano, y aun así le llevó seis versiones y cinco años narrar el final del verano de 1940 en el que la niñez de Frankie Jasmine Addams cimbró bajo el brío de su fantasía y su coraje.

Peligro sin identificar

El argumento, como se recordará, es sencillo y breve. Una niña de doce años sufre el tedio de un verano en Georgia, apenas atenuado por la compañía de una criada negra, Berenice Sadie Brown, y su primo de seis años, John Henry West, hasta que la noticia del casamiento de su hermano Javis, entonces en el ejército, y la invitación a viajar a la boda le despierta la fantasía de irse con la pareja para siempre. Es huérfana de madre, vive con un padre afable pero distante, y el encuentro casual con un soldado la conduce a un peligro que no puede identificar ni medir.

A poco de conocer su éxito en 1946, el título original de la novela, The member of the wedding, se convirtió en una frase popular para nombrar el deseo de integrar un grupo o una comunidad. Es el leitmotiv de Frankie, desplazada de los juegos bajo el viñedo por el desconsiderado crecimiento de sus huesos y del club de muchachas del vecindario por su ineludible minoría de edad. A merced del curso de su aburrimiento a un mundo que no conoce fuera de la imaginación, la boda le despierta la ilusión de alcanzar una pertenencia.

Entre los hallazgos de la novela hay que recordar la precisión con que Carson McCullers descompone las experiencias de la pubertad: el tormento de la individualidad cuando apenas consigue afirmarse en la exaltación del carácter (Frankie es una niña nerviosa que se abraza a sus exageraciones); las solapadas humillaciones que anticipan la apatía; la negación del dolor propio, atribuido a los demás; los primeros tanteos de la imaginación, genéricos y abusivos; el descubrimiento inaceptable de sus fracasos.

Frankie Addams es el error más encantador de la literatura norteamericana. Sus mayores aciertos son sus equivocaciones porque nunca es más transparente que cuando se confunde ni más atractiva que cuando se afirma en su torpeza. La idea es tan clásica como Don Quijote y si no fuera este el fatal destino del héroe nadie encontraría en las ficciones el camino más honesto a los engaños de la intimidad.

Decía Stevenson que de tanto en tanto los hilos de la narración se juntan y tejen una imagen en la trama, de modo que cuando el resto de la novela se borra de la memoria queda esa imagen indeleble. Robinson Crusoe retrocediendo al ver huellas en la arena, el arco enorme y tenso de Ulises, la balsa de Huckleberry Finn, o la cicatriz de Billy Bones. La imagen que sobrevive a la novela de Carson es la de un niño, una chica y una empleada doméstica negra alrededor de una mesa de cocina. Sus conversaciones se entrelazan con el rumor de una radio siempre encendida, el calor del verano, el olor de las comidas y unas voces que se respetan y provocan porque más allá de la marginalidad que los vuelve cómplices —ni los niños ni la criada encuentran su lugar en un mundo que los segrega—, todos se toman en serio; sus bromas tienen forma de protesta y sus protestas forma de broma. Berenice cuenta con la experiencia de cuatro matrimonios y la picardía de una niña, así como John Henry y Frankie viven su inocencia con la gravedad de los adultos, y ese trío formidable que anida en la novela da forma al único grupo posible, del que Frankie se propone escapar para alcanzar una pertenencia soñada. En medio de una pareja, como si su hermano y la novia, a la que apenas conoce, la invitaran a una complicidad similar a la que abandona.

“Creo que tengo una vaga idea de a dónde querías llegar —dijo—. Todos estamos de algún modo atrapados. Nacimos de esta manera o de otra y no sabemos por qué. Pero sea como fuere estamos atrapados. Yo nací Berenice. Tú naciste Frankie. John Henry nació John Henry. Y tal vez queremos salirnos de esos límites y liberarnos. Pero hagamos lo que hagamos seguimos atrapados… ¿Es eso lo que tratabas de decir?” “No lo sé —dijo F. Jasmine—. Pero lo que no quiero es estar presa”.

En el centro de la trama Carson ha colocado la temprana conciencia del destino individual, que es también el espejo incómodo de la soledad y sus limitaciones frente a la necesidad de tomar una opción y descartar otras. Naturalmente, esa tensión se reduce y, en ocasiones, hasta aniquilarla, en la gama gregaria que va de la identificación con un grupo al embrutecimiento de las masas manipuladas.

Son apenas algunas de las lecturas que convirtieron a Frankie y la boda en un clásico de consumada vigencia. A poco de publicarse, Carson McCullers obtuvo la beca Guggenheim y planeó un reencuentro en París con James Reeves, del que se había divorciado y con el que acababa de volver a casarse, pero antes aceptó la invitación de Tennessee Williams a pasar una temporada en una precaria casa de verano en Nantucket. En ese encuentro que los convertiría en fieles amigos escribió la versión teatral de la novela que se estrenó en Broadway con gran éxito en 1950 y estuvo en cartel durante más de quinientas funciones. Dos años más tarde el director Fred Zinnemann filmó una versión de la obra que hoy luce fatalmente envejecida. En la literatura sin embargo, la novela dejó la huella de un precioso personaje, de los que ya no se encuentran, y acaso sea una de las ausencias más notorias en la literatura contemporánea.

FRANKIE Y LA BODA, de Carson McCullers. Banda Oriental, 2020. Montevideo, 172 págs.

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