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Barcelona, el separatismo catalán, los turistas y el gas pimienta

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Barcelona separatista

Los efectos del procés catalán

No es fácil llegar a Barcelona sin quedar en medio de la policía y los manifestantes separatistas. Nuestro colaborador Luis Fernando Iglesias lo intentó.

Luego de visitar Madrid, parte de Galicia y Valladolid en un viaje tan plácido como inolvidable, llegar a Barcelona el martes 15 de octubre prometía una experiencia distinta. El lunes 14 el Tribunal Supremo de España dio a conocer las sentencias que condenaron a los líderes del denominado procés, impulsores del plebiscito para independizar a Cataluña en 2017. Los delitos imputados fueron, entre otros, sedición y malversación de fondos.

La Estación Ferroviaria Barcelona Sants estaba tranquila ese martes a las dos y media de la tarde. El día anterior las protestas hicieron colapsar al aeropuerto de la ciudad con más de cien vuelos suspendidos. Detener a los trenes era otro objetivo pero lograron ser reprimidos. Los enfrentamientos de los activistas con la Policía Nacional y los Mozos de Escuadra (Policía Autonómica de Cataluña) fueron duros. El Presidente de la Generalitat, Joaquim Torra, practicaba un doble juego peligroso. Alentaba las protestas pero enviaba a los Mozos a reprimir cuando las mismas se descontrolaban. El Presidente del Gobierno español, el socialista Pedro Sánchez, no contestaba las llamadas de Torra quien no se animaba a condenar, en forma expresa, la violencia en las manifestaciones.

Todo turista busca en los pocos días en que recorre una ciudad comprender las claves y el espíritu del lugar, integrándose a su rutina. Es usual el fracaso. Su visión es, por definición, fugaz, incompleta y atropellada. Experimentar en carne propia el conflicto de los catalanes con el gobierno central de España, hace aún más compleja la comprensión. Debería ser un conocedor profundo de la historia de ese pueblo y su relación con el resto del país. Ese martes cuando llegamos fue un día agradable, soleado y fresco de otoño que pareció desmentir las alarmas. Mientras caminábamos las cuadras que separan la estación de tren del departamento donde nos alojaríamos, ubicado en Avenida de Roma en plena Nova Esquerra de L’Eixample, sentimos el ruido de fondo de la ciudad. Un aleteo constante de helicópteros que nos hacía mirar al cielo y ver las estelas dejadas por los aviones. En forma intermitente las sirenas de los vehículos policiales, ambulancias o carros de bomberos completaban la sinfonía. Una música de alarma que con el correr de los días se hizo común hasta transformarse en la banda de sonido de esos días. Mientras tanto, catalanes y turistas intentaban hacer sus cosas con la mayor normalidad. La gran historia suele pasar por el costado de la rutina.

Hermoso e intenso.

En el primer recorrido fuimos a Plaza Cataluña, las Ramblas, dimos un paseo por el Barrio Gótico hasta llegar a la Estatua de Cristóbal Colón. Parecía que los turistas invadimos esa parte de la ciudad desalojando a los catalanes. A la noche, al regresar, pensamos tomar por Paseo de Gracia pero optamos por Rambla Cataluña. Una manifestación de motos ganó las calles mientras la policía cerraba varias arterias y el aire se enrarecía. Paseo de Gracia se transformó, en pocos minutos, en una batalla campal con múltiples destrozos. Al otro día, al visitar esa hermosura pergeñada por Antonio Gaudí que es Casa Batlló, vimos a la lujosa avenida cortada. El personal municipal limpiaba los rastros de la batalla como quién retira un pesado y desagradable maquillaje. Era un escenario vacío de autos donde se había representado una obra violenta la noche anterior, y que nos tuvo como actores de reparto.

El miércoles tomamos el Bus Turístico que recorre puntos importantes de la ciudad con la posibilidad de descender y luego tomar otro. Bajamos en el Born, un barrio conectado con el Gótico, lleno de callejuelas y donde se encuentra el Museo Picasso. Luego de visitarlo, pasada las cinco de la tarde, volvimos a la parada para retomar el paseo en bus. Esperamos media hora. Algo andaba mal. Un par de mujeres mayores consultaban en inglés por celular qué había pasado. Los viajes se habían suspendido a causa de los incidentes. Las mujeres eran de Oregon, Estados Unidos, y visitaban España por primera vez. Pregunté que les parecía: “Hermosa pero muy intensa”.

Puntos de vista.

A un par de cuadras de donde vivíamos, un grupo de personas —que no superaban la decena— cada tardecita pedía por la libertad de los presos políticos. El líder, un veterano en camiseta, arengaba a través de un megáfono. Los otros gritaban y hacían ruido con lo que podían. Parecían cumplir un rito pacífico y obligatorio. Una noche hablamos con un uruguayo que, junto a otros socios, era propietario de un bar. Mientras nos invitaba con orujo y café, opinó: “Es imposible lograr la independencia con un referéndum. La economía aquí es poderosa. No los dejarán ir.” El viernes 18 llegaban a Barcelona marchas populares de toda Cataluña en un día de paro general. La noche del jueves, mientras cenábamos paella, el mozo nos aseguró que iba a ser una fiesta pacífica. Se calcula que más de medio millón de personas tomaron las calles desde las primeras horas de la tarde. El ambiente era de coincidencia y alegría. Los primeros que desfilaron fueron estudiantes, quienes pedían por la independencia y liberación de los presos políticos mientras señalaban al cielo, con los dedos mayores de cada mano, a los helicópteros que agregaban su particular música a la tarde. Nos mezclamos entre los manifestantes. A eso de las seis, con muchas calles cerradas, decidimos volver. Algo, poco más que un presentimiento, nos hizo sentir que los ánimos cambiaban. Una hora después comenzaron los enfrentamientos con la policía. La chispa era usualmente encendida por grupos radicales que aprovechaban la protesta para generar destrozos mientras ocultaban sus rostros.

Con nuestra anfitriona Begonia, una señora encantadora de ascendencia vasca, hablamos de los incidentes. Estaba preocupada por la ciudad y por la baja del turismo, aunque tenía su departamento alquilado por todo el mes y nadie había cancelado reservas. El sábado 19, nuestro último día en Barcelona, se respiraba otra calma pese al ruido de helicópteros. Esa mañana una señora de edad, mientras veía como las cuadrillas limpiaban las calles, dijo en voz baja: “los que destruyen la ciudad ahora duermen”. La noche anterior, luego de la gran huelga, los jóvenes catalanes finalizaron sus marchas y protestas en alguno de los muchos bares de la ciudad. En uno de ellos, al que solíamos ir, vimos mesas largas ocupadas por militantes con banderas de Cataluña colgadas a sus espaldas. Hablaban en voz alta del conflicto y el futuro. Las certezas eran menos que las botellas vacías de cerveza, esas que el mozo coreano levantó una vez que todos se fueron con sus banderas y su fervor de libertad a cuestas.

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