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Antonio Ladra y los carteles del crimen organizado en Uruguay

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Antonio Ladra

Investigación periodística

El nuevo libro de Antonio Ladra, Uruguay en la mira del narco, aporta muchos datos e historias, pero está escrito en un lenguaje que no despeja dudas.

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Es difícil pensar cuando te golpea la violencia. Lo vivieron en carne propia las diez personas que estaban en la parada de ómnibus de Avenida Italia y Bulevar Batlle y Ordóñez, un concurrido cruce de Montevideo, frente a una conocida marmolería. Dos sicarios ejecutaron a Pablo Porcal, que recién bajaba de un ómnibus, de un tiro en la cabeza. Era el 29 de marzo de 2017, y tenía 20 años. La detonación y el cuerpo que cae provocaron una suerte de parálisis, como si el tiempo se detuviera. Los asesinos aprovecharon ese instante para huir.

De eso trata el nuevo libro de Antonio Ladra, Uruguay en la mira del narco, La gestión de Julio Guarteche y el combate a los grandes carteles de la droga. De la violencia, o en realidad de muchas violencias. La del crimen organizado en sus varias versiones, sea la internacional de los grandes carteles del tráfico de droga, o la local de quienes apoyan a esas organizaciones o tienen operativa propia. La del lavado de dinero y sus diversos niveles de sofisticación, asistido por reputados profesionales uruguayos y extranjeros. La del lavado de dinero y el fútbol. La que hay en barrios muy pobres de Montevideo donde la rivalidad entre bandas por la venta de droga se ha cobrado demasiadas víctimas jóvenes. Y también la respuesta institucional a esa violencia, la de la policía personificada en notorios oficiales como Julio Guarteche, que reformó a la policía uruguaya, la modernizó, y en gran medida la blindó frente al poder del dinero ilegal. Guarteche supo, antes que nadie, que cualquier acción institucional efectiva contra la violencia exige disciplina, organización, gestión, tecnificación, solidaridad de cuerpo y, sobre todo, perfil bajo. Este libro tiene un antecedente interesante sobre Guarteche, Matar al mormón de Gabriel Pereyra (2019), que el lector deberá atender.

Ladra aborda esta realidad con datos. El lector sabrá qué carteles actuaron en los últimos años en Uruguay con fechas y nombres. El por qué de su operativa, sus éxitos y fracasos. Qué uruguayos hicieron negocios con ellos, cómo operaron, y cómo fueron atrapados. También la lógica de bandas en el barrio 40 Semanas de Montevideo, epicentro de la violencia por drogas que mató a Pablo Porcal en plena Avenida Italia. O lo que significó para la familia cercana a Guarteche, su esposa e hijos, vivir esos años rodeados de guardaespaldas y armas por las constantes amenazas, en particular por una de ellas, donde dos sicarios extranjeros llegaron a Uruguay a hacer inteligencia previa, pero el complot fue descubierto.

Antonio Ladra es un periodista experiente que, como narrador, es un buen contador de historias. Tendrá la complicidad de muchos lectores. Su narración, sin embargo, no alcanza a dar con el ritmo ni con una evocación de imágenes que sumerjan al lector en capas más profundas de la problemática. Entonces, en un rapto de entusiasmo, Ladra busca poetizar el texto apoyándose en epígrafes al comienzo de cada capítulo, es decir, breves citas del “Martín Pescador”, o de autores como Leonard Cohen, Alejandra Pizarnik, Francisco de Quevedo, Fernando Pessoa, incluso una letra de canción de Emir Kusturica en croata, sin traducción. No se entiende. En realidad no se entiende la pertinencia de ningún epígrafe. Son textos que podrían funcionar en otro libro. No en éste.

El lenguaje preciso

Pensar la violencia escapando a la parálisis, y luego a las narrativas dominantes, no es fácil. Exige método, disciplina y perfil bajo, como el de Guarteche. La clave está en el lenguaje. Ladra abusa de los términos narco, narcotráfico, narcoñeri, tan ambiciosos como imprecisos. Lo hacen también entrevistados notorios del libro como el sociólogo Gustavo Leal. Son términos cargados de misterio, de enigmas. Seducen, pero no dicen nada. En cierto momento Ladra cita al escritor norteamericano Ioan Grillo, autor del libro El narco (2011), ilustrado en la tapa de su edición mexicana con un rojo sombrío, casi púrpura, y una máscara mexicana del culto a la muerte. Este cronista dialogó con Grillo en 2012 durante un par de horas en el hall de un hotel de Guadalajara. Fueron horas de lógicas de poder, territorio, logística, estadísticas, muertos y más muertos. Un lenguaje roto, alejado del dolor humano. Supe, al finalizar la charla, que Grillo no había entendido nada. Si había algo que a su libro le faltaba, era empatía.

Este cronista recuerda, a su vez, una conversación de esos años con el escritor mexicano Juan Villoro. En pleno clímax de la “guerra contra el narco” del presidente mexicano Calderón, donde el periodismo ya resignado hablaba de “aniquilación” (de aniquilación propia, entiéndase), Villoro habló de la necesidad de abandonar términos como narcotráfico, que pretenden decir todo y no dicen nada, y utilizar el concepto crimen organizado. Porque de eso se trata, de organizaciones criminales. Basta de narrativas funcionales al crimen, de romantizar una cultura, sus rituales, su vestimenta, de regodearse con el lado fashion y seductor de la violencia, esa que destaca la foto de un jovencito decapitado o de una joven colgada de un puente y todos miran y dicen ¡oh!

Ladra también cita a Diego Enrique Osorno, cronista y documentalista mexicano. Pero no en su aporte más trascendental: sus propuestas y advertencias sobre la necesidad del cambio de lenguaje. Su libro del 2012, La guerra de los Zetas (los Zetas fue un poderosísimo cartel mexicano del norte de México), reúne crónicas donde las que hablan son, precisamente, las víctimas. Por ejemplo, sobre un paramédico que busca a sus dos hijos desaparecidos, sobre jóvenes zetas, o alcaldes que no pueden vivir en su propio pueblo por miedo a morir. El lenguaje es preciso, austero, con la aspereza de ese territorio que fue comanche. En entrevista para el El País Cultural (No. 1223), Osorno insistió en evitar la parálisis e ir más allá de la niebla que impone la violencia, para llegar así a las razones últimas del desmadre. A la pobreza y sus estigmas, por ejemplo. Habló de cambiar el lenguaje, de leer a Roberto Bolaño (Ladra cita su novela clave para ésto, 2666), de empatizar. Para ello buscó narrativas no contaminadas, las que surgen de la boca de las víctimas: el dolor que disuelve todo discurso. Porque en México, como en Uruguay, hay madres que ven morir a sus hijos y deben convivir con ello, o hijos que ven cómo matan a su padre y luego viven con el estigma social de ser los hijos de un criminal, porque la comarca es mala, chismosa, y señala, mostrando lo peor de sí. Ese libro, en Uruguay, todavía se está por escribir.

URUGUAY EN LA MIRA DEL NARCO, de Antonio Ladra. Sudamericana, 2021. Montevideo, 284 págs.

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