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Cómo los animales domésticos toleran a los seres humanos

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Lobos

Ensayo revelador

Richard C. Francis cambia la mirada sobre el papel de los animales domésticos en la evolución.

Algo que se pierde de vista comúnmente es que la historia del hombre sobre la tierra ocupa apenas un ínfimo espacio en la línea del tiempo. Y lo mismo pasa con la vida de sus animales domésticos. ¿Desde cuándo existen y de dónde provienen nuestros perros, gatos, caballos, ovejas? ¿Qué vigencia tiene la teoría de la evolución y selección natural promulgada tanto por Charles Darwin como por Alfred Russel Wallace en el siglo XIX? ¿Por qué cambian los organismos vivos? El libro En manos humanas (2015), del neurobiólogo estadounidense Richard C. Francis, desarrolla la idea —aplaudible por momentos, inquietante en otros— de que el ser humano ha sido y es un agente fundamental en la evolución de las especies, durante milenios con un paciente trabajo de domesticación y en las últimas décadas a través de una alucinante manipulación genética. Hay un aspecto de orden a señalar sobre este ensayo que contiene sesenta páginas de bibliografía y es que parte de su contenido es para un público especializado o al menos familiarizado con la terminología científica. El resto podemos disfrutar un torrente de información importante vertida en un lenguaje accesible, con fotografías en blanco y negro de animales ya desaparecidos o en vías de extinción y otros novísimos, producto del capricho humano.

Un lobo con variaciones

Francis sostiene que en buena parte la cultura moderna depende de los animales domésticos, ya que fue a partir de la domesticación que tuvo lugar la Revolución Neolítica y de ahí en más, en un largo proceso, la economía agrícola y la vida urbana. En los parámetros de la evolución, que se mueve a una escala temporal muy amplia, Francis afirma que la domesticación es una evolución acelerada y señala como fundamental el concepto de “docilidad” entendiendo por esto la “capacidad de tolerar la presencia humana”. Ese proceso de acercamiento y tolerancia fue seguido por los ancestros de los animales que nos rodean hoy (perros, gatos, vacas, caballos, ovejas, cabras, etc.), a veces iniciado por los propios animales, que se acercaban a campamentos humanos en busca de comida. El hombre a su vez se sirvió y se sirve de ellos en un amplio espectro de intereses que incluye utilizarlos como alimento, vigilancia, guía, compañía o experimento médico.

Uno de los conceptos básicos de este libro es la Evo-Devo, abreviatura de biología evolutiva del desarrollo, que trata de comprender y sistematizar los procesos de desarrollo de los organismos y las relaciones entre especies. Otro es el concepto de “plasticidad fenotípica” que consiste en la “capacidad de responder de forma adaptativa al entorno sin ningún cambio genético”.

El caso paradigmático es el del lobo, del que descienden todas las razas de perros. El pequinés, por ejemplo, no es más que un “lobo con variaciones”. Pese a que hay una gran distancia fenotípica (rasgos fisiológicos, morfológicos y de comportamiento) entre perros y lobos, la distancia genética es mínima. Francis cita a un genetista ruso del siglo XX, Dmitry Beliáyev, que sostuvo que los rasgos propios de la domesticación venían en paquete, y un mismo gen podía afectar rasgos múltiples (pleiotropía); de ahí las grandes diferencias entre cráneo, pelaje, rabo, orejas y conducta en animales que descienden unos de otros.

En otro renglón, de orden ético, muchas razas existen debido al capricho humano de potenciar determinadas mutaciones (de ahí los gatos con ausencia de pelo, caballos enanos, etc.).

Más allá del genoma

En los años noventa el campo de la genómica se disparó y permitió secuenciar ADN completos de diversos organismos, no solo el humano. Los resultados obligan a reacomodar el ombligo: “Mucha gente esperaba que hubiera una correlación entre el número de genes y la complejidad, de modo que los seres humanos tendrían más genes que nadie; otros mamíferos unos menos, los peces menos aún, y los invertebrados todavía menos. Pero no fue así en absoluto. Los seres humanos tenemos más o menos la misma cantidad de genes que los peces globo, y no muchos más que los nematodos (lombrices). Aún peor, nuestros genes son más o menos los mismos que los de los peces globo, por no mencionar a perros y gatos”.

A lo largo del libro y en sucesivos capítulos Francis detalla la evolución de distintos animales domésticos y (aún) no domésticos: perros, gatos, mapaches, hurones, cerdos, reses, ovejas, cabras, renos, camellos, dromedarios, caballos y roedores. En cada apartado podemos encontrar datos curiosos. Por ejemplo, que en un período de diez mil años los humanos han creado unas setecientas razas de reses a partir de los salvajes uros. O que el 40 % de todos los mamíferos y la mitad de todos los mamíferos placentarios son roedores y que “el secreto de su éxito es su tendencia a vivir rápido, morir jóvenes y dejar mucha descendencia”, habilidad que rápidamente los convierte en plaga, o en mascota. Francis cuenta que el cazador oficial de ratas de la reina Victoria vendía las ratas vivas a un empresario y este hacía dinero domesticándolas y vendiéndolas a damas de la aristocracia: “durante un tiempo, las ratas falderas adornadas con cintas se convirtieron en un símbolo de estatus”. Cuando habla del camello, apodado “barco del desierto” a causa de los mareos que provoca, señala que puede alcanzar velocidades de hasta 72 km/h, similares a las de un caballo; pero a diferencia de este el camello resiste más y puede correr a 40 km/h durante una hora seguida, por eso el llamado “deporte de jeques” es más peligroso para los jinetes.

Un fragmento especial lo dedica a los purasangre y ahí aborda el espinoso asunto de la pureza genética. Francis sostiene que existe una endogamia excesiva que lejos de mejorar los resultados los empeoran (por ejemplo en términos de carreras los tiempos no se mejoran desde hace décadas pese a los entrenamientos exigentes y las ayudas farmacéuticas) además de perjudicar al animal: “Los purasangres han desarrollado unos corazones y unos pulmones extraordinariamente grandes, que aumentan su capacidad aeróbica. Pero estos órganos descomunales requieren una cavidad torácica enorme. No obstante, esta es demasiado grande para el estómago y el intestino, que se pueden mover de un modo peligroso. Es más, el cuerpo de los purasangres es demasiado grande para sus finas patas y sus pezuñas relativamente pequeñas, que han conservado las dimensiones de un caballo árabe típico”.

Informativo y ameno, En manos humanas habla de desarrollos evolutivos que van más allá de la genética. La mano del hombre y su interrelación con otras especies determinó nuestro presente y marcará sin duda el futuro. Por eso es inquietante.

EN MANOS HUMANAS. El papel de la domesticación en la evolución de las especies, de Richard C. Francis. RBA, 2019. Trad. de Jorge Rizzo. Barcelona, 427 págs.

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