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Con Aguirre en la selva

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Aguirre, la ira de Dios

Le ofrecieron participar en una filmación en la selva, sin tareas precisas. No sabía -no podía saber- que esa película alcanzaría estatura mítica.

Todavía me pregunto si fue realidad, sueño o ficción. Todo comenzó en el albergue de juventud de Thessaloniki, a principios de marzo de 1969, última parada del viaje de París a Beirut con mi amigo Enrique. Al llegar nos topamos con un alemán de nuestra edad, alto, muy flaco, con estilo suave. Se llamaba Lucki Stipetic. Volvía de una estadía de un año en la India. Un clásico de la época. El ambiente general del albergue era más bien hippie, jóvenes de Occidente convencidos de encarnar alguna forma de revolución. Con una fuerte nota disonante: algunos eran jóvenes norteamericanos que ya habían estado en Vietnam.

La corriente con Lucki fue excelente. El encuentro juntaba Alemania y Argentina, la India y el Líbano. Nos sentíamos cerca de nuestros aventureros de novela. Durante la cena acordamos vernos en Múnich, semanas más tarde, a la vuelta de Beirut. Allí pasamos un par de días, conocimos a su madre, Lucki nos mostró su ciudad.

EXTRAÑAS VACACIONES.

Durante los meses siguientes mantuvimos el canal de correspondencia habitual para esa época, carta va, carta viene, respuestas dilatadas, lejos del diálogo casi simultáneo de hoy. Hacia fines de 1971 mi nuevo amigo me cuenta que viene a Sudamérica, a Perú, a ayudar a su hermano en una filmación, proponiéndome vernos allí.

La idea calzó perfecto, no tenía planes para las vacaciones de enero/febrero. Un par de cartas más me aclaran que la película era sobre "temas históricos, relacionada con la época de los españoles". Imaginé una especie de documental.

Nos encontramos en el aeropuerto de Lima, y de ahí fuimos a una oficina en la ciudad. Excitado, nervioso, y con el ruido de fondo del télex a cinta, Lucki me explica que está muy ocupado con la producción, que la plata no llega y otras dificultades, y que en consecuencia no puede viajar esa tarde a Cuzco. Me da el pasaje y me asegura que nos volveríamos a ver al día siguiente, máximo dos. Me voy tranquilo sabiendo que su hermano Werner Herzog me estaría esperando. No volví a ver a Lucki hasta veinticinco años después.

Werner me recibe muy amable, me indica cual es mi habitación y me informa el horario de salida para el día siguiente. Creí entender que íbamos a Machu Picchu. De mañana nos fuimos en grupo, unos treinta, a la estación de tren. Me di cuenta de que nadie se conocía entre sí, salvo un grupo de alemanes, los integrantes del equipo de producción. También un grupo de peruanos. El tercer grupo era de diferentes nacionalidades. Estaban a la expectativa, y como yo, tenían poco claro el desarrollo del programa, aunque transmitían cierta comodidad. Eran los actores. Cada tanto se saludaban como si se reconocieran a pesar de no conocerse. Me adherí a ellos; yo también era de afuera, ni peruano ni alemán, y estaba amparado por mi "vínculo" con Herzog. Además era el grupo más tentador.

En el tren nos fuimos presentando. Ocupábamos uno de los vagones, estábamos expectantes, como yendo juntos a una fiesta que duraría varios días. Cada uno tenía claro por qué y para qué iba a esa fiesta. Salvo yo. Pero bueno, tampoco era cuestión de ponerse a buscar legitimidad. No tenía por qué sentirme un colado, aunque el anfitrión hubiera desaparecido. El contexto parecía óptimo, la gente muy interesante. Onda de primera. Sobre todo porque en ese viaje en tren la encantadora actriz mexicana Helena Rojo parecía haberme elegido como su acompañante. Las solidaridades lingüísticas deben haber ayudado.

En la estación de Lima había un grupo aparte, más numeroso. Muchos eran locales, otros de diversas nacionalidades. Viajaron en otro vagón. Después entendí que serían la tropa. Vestidos con armaduras adquirieron un improbable aspecto de soldados de la época de la conquista.

Y así llegamos al maravilloso Machu Picchu. Los futuros conquistadores fueron por su lado a unas barracas que había en el valle, y nosotros, los de la producción y los actores, subimos a un bus y de ahí al hotel, una especie de parador no bien mantenido, pero con mucho encanto y situado, majestuoso, al lado de las ruinas.

A la hora de la cena ya me habían asignado la habitación que compartía con un norteamericano flaco, muy alto, rozando los cuarenta, que era actor de westerns. En Aguirre... es el cura. A la hora de la cena ya estaba claro que yo era el amigo (¡o el novio!) de Helena. Su rol como Doña Inés era uno de los principales; nos sentaron juntos.

DISCUSIONES NO DISIMULADAS.

Al día siguiente empezó la filmación. Tuvimos que caminar un trecho largo. Vi por primera vez a Klaus Kinski, de cuya existencia no tenía idea, a diferencia de los demás. Todos parecían conocerlo, incluyendo los peruanos que lo identificaban con el malo emblemático de películas de cowboys. Kinski estaba acompañado de una mujer bastante más joven, de rasgos asiáticos, y una niña de unos diez años. Muchos años después deduje que esa niña debía ser Nastassja, la encantadora Tess de Polanski o la que deslumbró en Paris Texas y Maria's Lover. Los Kinski tenían una suite en planta baja. Él no parecía contento, recuerdo escenas con gritos. Kinski en la vida era Kinski en la ficción. Carácter fuerte, discusiones fuertes y no disimuladas con Herzog

Hice amistad con Ruy Guerra, brasileño, acompañado de Armando, que en la ficción era su asistente. Ruy interpretaba a Don Pedro de Ursúa y transmitía mucha serenidad, con una distancia de sabio, de brasileño trancuilo. Poco a poco fui deduciendo que ocupaba un lugar en el mundo del cine. Hablábamos de París, que todavía no era mi casa, y de los directores con los que había trabajado como asistente. También de la revolución, bien sur. Después supe que era una figura conocida en Brasil, uno de los puntales del cinema novo.

El rodaje me parecía lento, algo natural para quien no tenía experiencia. Herzog siempre firme, verdadero director, era quien mandaba. Fueron impresionantes las escenas con los "soldados" bordeando las montañas. También cuando se filmó al borde del río Urubamba, con corrientes y rápidos, todo a mucha velocidad. Recuerdo cuando se armó una balsa muy simple a la que se ató una cabra, y la pobrecita se fue sola río abajo. No debe haber terminado bien. Los integrantes de la tropa eran muchos. Las condiciones en que vivían, en las barracas cerca del río, eran bastante precarias. Hubo algunas quejas, planteos, aunque nunca llegó a mayores. Éramos como los pasajeros de un transatlántico, nosotros en primera, los operadores en el medio, y una tercera clase bien diferenciada.

En los cinco o seis días que duraron las tomas en Machu Picchu fue quedando claro que yo no tenía ni rol ni función. Se fue apagando la posible expectativa que pude haber generado, pero ya estaba de algún modo integrado al grupo. Ayudé con alguna tarea práctica, seguí el ritmo de las tomas, las comidas, la vida cotidiana. Por las tardes recuerdo haber jugado más de un picadito de fútbol con los mozos del hotel. En las mismas ruinas. ¡Hoy impensable! El maestro Herzog fue siempre cordial.

A los cinco o seis días todo el grupo partió a Pucalpa, adonde se filmarían las escenas en río abierto, y yo me fui arriba de un camión, varias horas de viaje, del otro lado de la montaña, ahí adonde se terminaba la civilización occidental en la frontera con la selva amazónica. Una semana más tarde nos volvimos a reencontrar en Cuzco. Cené con todos sintiendo que ya no era más del grupo. La integración entre ellos había funcionado, pasé a ser un extraño. Incluyendo para Helena y Ruy, que parecían bien próximos. Eran la pareja en la ficción.

Al regreso una de las operadoras, fotógrafa, pasó unos días por casa. Había elegido visitar Buenos Aires en su camino de vuelta a Alemania. Con Lucki almorzamos en Múnich en los 90. Fue cordial, pero su experiencia era muy diferente a la mía. Todo estaba muy lejos.

NOTA: Carlos Abboud es hoy empresario, cinéfilo y coleccionista de arte. Luego de cuarenta años en Francia, vive principalmente en Uruguay.

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