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Dinamarca huele mal

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Todo el tema fiscalía es difícil de explicar y de entender: de explicar, porque implica conocimientos técnicos e institucionales alejados del común de la ciudadanía. De entender, porque en ese relativo embrollo técnico y jurídico se juegan nada menos que las garantías de la libertad de cada uno.

Para ser muy sintético: la clave del protagonismo del fiscal en un juicio penal es que, sin su acusación, el juez no puede poner preso a nadie. Es cierto: el juez es quien termina decidiendo. Sin embargo, en la práctica y desde la reforma del código del proceso penal de 2017, se han multiplicado los juicios que, en base a la tarea de investigación e imputación del fiscal, terminan en acuerdos entre el fiscal y el juez para aplicar una sanción penal: el caso reciente más sonado, sin duda, es el de Astesiano.

Así las cosas, en todo el sistema que garantiza la libertad del ciudadano -es decir, que garantiza que nadie caiga preso por error, persecución social o política, venganza personal, o cualquier otro motivo ajeno al de haber cometido un delito probado-, el fiscal cumple un papel fundamental. Y en su tarea se destacan dos dimensiones. La primera es su independencia técnica, que debiera blindarlo de presiones externas, ya que en su tarea él se guía exclusivamente por su leal saber y entender en su interpretación estricta de las leyes. La segunda, que de hecho contradice bastante a la primera, es que no rige enteramente la aleatoriedad para tomar casos penales: muchas veces, el Fiscal General de la Nación es quien decide qué fiscal se ocupará de qué causa penal. El caso reciente más sonado, sin duda, es el del remplazo decidido por Gómez de la fiscal Fossati por la fiscal Flores.

Si se entiende bien todo esto, se deducirá fácilmente que el lugar institucional del Fiscal General es clave. Por eso se requiere mayoría especial parlamentaria para nombrarlo: la Constitución procura así que no sea un peón de una mayoría política circunstancial que use a la fiscalía en función de sus intereses partidistas. Y también son claves los fiscales, ya que deben ser partidariamente neutros, discretos en sus tareas, y estrictamente apegados al derecho en sus acusaciones.

El problema es que un manto de sospecha cubre hoy a la fiscalía. ¿Por qué hay causas que avanzan rápidamente y otras que se demoran sin justificación creíble? ¿Con qué criterios se reparten los casos para los fiscales? En concreto, por ejemplo: ¿por qué sacar a Fossati cuando había imputado a Astesiano y se aprestaba a ir a fondo en los pasaportes falsos que involucran a gobiernos del Frente Amplio (FA)?

¿Acaso Flores es una militante de izquierda incapaz de privilegiar la exigencia de independencia técnica por sobre su corazón partidista y por tanto encajonará todo lo que salpique a administraciones del FA? ¿Acaso entonces el manejo de Gómez, directamente influenciado por su exjerarca Díaz de conocida filiación izquierdista, implica asegurar impunidad a pasadas gestiones del FA? Alguien dirá que responder sí a ambas preguntas es ir demasiado lejos. Empero, la presión gigantesca del FA cuando Leal pasó a ser indagado, que terminó llevándose puesta a Fossati, es demasiado llamativa. Y grave.

Cualquier se da cuenta, sin necesidad de leer Hamlet, que algo huele mal en Dinamarca.

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