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Un perdurable mito del horror

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Ya en 1816, Mary Shelley puso en duda el impulso optimista promovido por la modernidad.
English actor Boris Karloff (1887 - 1969) in full make-up for his role as The Monster in James Whale's horror films 'Frankenstein' and 'Bride of Frankenstein', circa 1935. (Photo by Hulton Archive/Getty Images) J154871201
Archive Photos/Getty Images

Mary Wollstonecraft Godwin, luego Shelley (1797-1851) dedicó buena parte de su vida a mantener vigentes dos mitos.

El primero de ellos fue sin duda el carácter casi de "santo laico" de su prematuramente fallecido marido, el gran poeta e insufrible ególatra Percy Bysshe Shelley (1792-1822), en torno al cual creó algo así como un culto perdurable. El segundo y más popular fue sin lugar a dudas la historia de Frankenstein.

El episodio puntual es conocido. Durante el verano de 1816, en la alquilada Villa Diodati cercana al lago de Ginebra, durante unas vacaciones hechas de sexo, literatura y aburrimiento, George Gordon Lord Byron lanzó a sus compañeros de correrías (Shelley; su amante Mary; la amante de Byron, Claire Clairmont; el médico personal, secretario, y acaso enamorado frustrado de Byron, John Polidori) el desafío de escribir la más terrorífica historia gótica. No se sabe que Percy Shelley ni Clairmont hayan hecho nada al respecto, y Byron borroneó algunas páginas que no llegó a terminar. Polidori escribió un cuento no particularmente memorable titulado El vampiro, que tiene el interés arqueológico de ser uno de los primeros relatos anglosajones sobre No Muertos (es obviamente anterior a Carmilla de Joseph Sheridan Le Fanu y al Drácula de Bram Stoker), y cuyo monstruoso protagonista posee algunas características del propio Byron, lo que debe ser entendido como una suerte de venganza personal.

Quien se alzó con el premio mayor fue sin embargo Mary Shelley: con menos de veinte años escribió una novela, Frankenstein o el moderno Prometeo, que ha entrado en la leyenda. El estreno de una nueva versión del mito justifica reflexionar sobre él.

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La primera pregunta que corresponde hacerse es a qué se debe el carácter perdurable de la historia de Frankenstein, que está por cumplir doscientos años y continúa muy vigente, al extremo de seguir siendo la razón por la cual la gente menciona con cierta frecuencia a Mary Shelley. Tras enviudar, la autora escribió varias novelas históricas y un relato apocalíptico, El último hombre, pero ese es un secreto cuidadosamente guardado por los especialistas. Frankenstein, en cambio, se abrió paso a codazos en el universo de la cultura popular, y sigue ahí.

Permanencia.

¿A qué se debe la vigencia de un libro inteligentemente estructurado y patéticamente mal escrito (la cursilería de la prosa de Shelley da vergüenza ajena) como el Frankenstein? Sin duda su tema remueve un temor o una desconfianza atávicas acerca de la ciencia y el progreso: es peligroso jugar a Dios, hay fuerzas desconocidas en la naturaleza con las que es mejor no meterse, no hay que robarle (como Prometeo) el fuego a los dioses.

Une espléndida variante del mito escrita por Brian Aldiss (Frankenstein desencadenado), muy mal llevada al cine por Roger Corman, y que constituye una reflexión autoconsciente sobre la obra de Shelley, puede ayudar a entender mejor el fenómeno. La fecha de escritura puede ser un dato decisivo: en 1816 Napoleón ya había sido derrotado, Metternich estaba manipulando la reconstrucción de Europa en el Congreso de Viena, un Borbón (Luis XVIII) había vuelto al trono en París, la Restauración estaba en pleno auge, y la Revolución Francesa podía ser vista en perspectiva como una lastimosa chapuza que se había disuelto en la nada. El optimismo iluminista del siglo XVIII se estaba yendo al diablo y pronto Europa se llenaría de románticos, tipos que se dedicaban a llorar, suicidarse o morir de tuberculosis. La generación de Byron y Shelley mantenía todavía, aunque con algún matiz de duda, los valores del Iluminismo. Percy Shelley publicó incluso un desafiante Prometeo desencadenado, y probablemente discutió más de una vez el tema con Mary y sus amigos. Ella se mostró obviamente más pesimista: su Frankenstein es una reflexión acerca de las catástrofes a que pueden llevar ciertos desencadenamientos.

No es casual, por ejemplo que la novela entrecruce dos historias de personajes que se internan en lo desconocido (la del explorador polar que oficia al principio como narrador; la del doctor Frankenstein y su Criatura), y que ambas terminen en la frustración. Tras saber lo que le sucedió a Frankenstein al ingresar en territorio inexplorado, el marino renuncia a su propia expedición. El dato ha sido manejado pocas veces en las versiones cinematográficas o televisivas del asunto: notoriamente, está en la suntuosa versión producida en 1994 por Francis Ford Coppola y dirigida y protagonizada por Kenneth Branagh (con De Niro en el papel de la Criatura).

Imágenes.

Por supuesto, la principal herramienta gracias a la que Frankenstein ha sobrevivido ha sido el cine. En el siglo XIX ya hubo adaptaciones teatrales del asunto, pero fue la pantalla el espacio privilegiado habitado por el doctor y su creación. El popular sitio web IMDB contiene más de 300 películas con el nombre Frankenstein en el título, y es posible que falte alguna: la más vieja es un corto producido por la empresa de Thomas Alva Edison en una fecha tan temprana como 1910. Las más nuevas son de 2015, y hay unas cuantas.

Es posible empero que los dos grandes períodos del mito en el cine se vinculen con dos momentos de particular popularidad del film de horror. El primero de ellos es el ciclo de la empresa Universal en los años treinta, que incluyó dos versiones mayores a cargo del director James Whale (Frankenstein, 1931; la superior La novia de Frankenstein, 1935), ambas con Boris Karloff en el papel del monstruo y con Colin Clive como el científico responsable del estropicio. La saga se extendió demasiado con hijos, fantasmas y otros parientes, reuniones del monstruo (que para entonces solía ser Glenn Strange) con Drácula y el Hombre Lobo, y hasta un encontronazo final con los inevitables (para la época) Abbott y Costello. Esas películas generaron incluso un equívoco: la idea de que Frankenstein era el nombre del monstruo y no el de su fabricante.

La creación de Mary Shelley renació con fuerza en 1957, cuando la empresa británica Hammer Films compró los derechos de los viejos monstruos de la Universal y los relanzó en color, frecuentemente bajo la dirección de Terence Fisher, a menudo con Peter Cushing y Christopher Lee al frente del elenco. De hecho, Cushing fue el doctor y Lee el monstruo en La maldición de Frankenstein, primera de varias películas en las que el director Fisher y el guionista Jimmy Sangster mantuvieron al personaje del doctor a cargo de Cushing (cada vez más irónico, más cínico, más cruel), mientras sus creaciones cambiaban de película en película. La saga de Hammer bajó drásticamente de nivel cuando Fisher dejó de dirigirla. Entre tanto, los Frankenstein se habían multiplicado, desde una versión "western" en la que Jesse James se encontraba con la hija del doctor, hasta algunos delirios avalados por Andy Warhol.

Hay un dato por lo menos en el que el cine ha demostrado ser un poco menos sutil que Mary Shelley. Desde Whale en adelante (acaso con algún matiz en La novia de Frankenstein), la maldad del monstruo ha sido explicada casi siempre por motivos fisiológicos: un ayudante torpe se equivoca de cerebro, y adjudica a la criatura frankensteiniana el de un asesino en lugar del genio en que se había pensado originalmente (eso ocurría incluso en la divertida parodia de Mel Brooks El joven Frankenstein, 1974). Shelley era más inteligente: era el rechazo de los humanos (el miedo al Diferente, al Otro) lo que provocaba sus reacciones asesinas. Otra intuición pesimista de la autora: es la conducta humana la que puede resultar autodestructiva. No en vano escribió también un libro sobre El último hombre.

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Ya en 1816, Mary Shelley puso en duda el impulso optimista promovido por la modernidad.

El estreno de “Victor Frankenstein” trae una vez más al cine a un ícono góticoGUILLERMO ZAPIOLA

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