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Triunfadores, aventureros y raros

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Mercedes Estramil

EN 1951, EN PLENA posguerra y guerra fría, cuando la industria cinematográfica estaba volviendo por sus fueros procurando evadir, entretener y apasionar nuevamente al mundo, tres franceses de entre treinta y cuarenta años comenzaron a darle forma a un modo de leer el cine que influiría incluso el modo de hacerlo. André Bazin, Jacques Doniol-Valcroze y Joseph-Marie Lo Duca crearon Cahiers du Cinéma con vistas a sacudir la flojera de los creadores, la conformidad de los críticos y la chatura del público, una trinidad siniestra que tiene el don de reagruparse cíclicamente.

Mucho más que una revista sobre cine, Cahiers fue una entidad multifacética y referencial para cualquier cinéfilo, cineasta, o espectador inquieto. En sus más de sesenta años de páginas está la historia del cine y la comprobación, nada pequeña, de que precisamente desde la crítica se puede reescribir el cine mismo. Es la expresión de que la tarea del creador necesita y soporta un diálogo constructivo, al igual que la tarea del crítico puede y tiene o debería tener herramientas para ser creativa. Son principios de deseo, y no siempre los resultados acuerdan con las intenciones. La historia de Cahiers es buena prueba de eso.

Desde sus comienzos la revista se propuso acercar al consumidor cinematográfico el costado invisible del asunto, inculcarle la idea de que el cine era algo más complejo que un divertimento inmediato y circunstancial, y que esa complejidad se podía desentrañar y disfrutar, no estaba reservada únicamente a los ratones de cinematecas. Pero sobre todo, que antes que dinero, espectacularidad y tecnología, el cine era pasión. Y proponiéndoselo o sin proponérselo, Cahiers fue pariendo cineastas. Críticos que se pasaron al detrás de cámaras con las certezas (más) y las dudas (menos) que volcaban en sus notas. Eric Rohmer, Francois Truffaut, Jean- Luc Godard, Claude Chabrol, Jacques Rivette, el cogollito de la futura Nouvelle Vague, escribieron ahí abogando por un cine descontracturado, subjetivo, apasionado, callejero, irreverente, informal. Otra vez: expresiones de deseo. En el fondo y en ese comienzo había la clásica intención de romper con el cine de calidad ya consagrado, y capturar el aire de los nuevos tiempos. Un análisis profundo y profuso de la evolución de Cahiers du Cinéma, sus debates internos, sus firmas imborrables, incondicionales y detractores, es el que realizó Pablo Ferré en el número 639 de El País Cultural, publicado en 2002 en homenaje a los cincuenta años de la revista.

Hay que añadir que desde 2009 la revista dejó de pertenecer al grupo Le Monde, donde su posición económica era deficitaria, y quedó en manos de la editorial de arte Phaidon Press, con sede en Londres, dirigida por Richard Schlagman, que ha adecuado la publicación al aire de estos tiempos: global, marketinizado, resultadista, informativo y visualmente seductor. Como dijo Jean- Luc Godard hace ya cuarenta años, los Cahiers habían sido comandos, pero ahora sólo son un ejército en tiempos de paz, que cada tanto sale a hacer maniobras.

NUEVE AUTORES. Imposible pedirle, entonces, que mantenga la fascinación del principio, esa cualidad de meter el dedo en la llaga y descubrir territorios. Cahiers cumplió una etapa invalorable en la historia del cine, creó sus propios cánones y en cierto modo los impuso, y si bien fue modificando su plantilla de "ídolos" nunca dejó de tenerlos. Su concepción del film como un producto del director/autor, es decir, como una escritura personal y de expresión de un "yo" que la pone en escena y la firma con su nombre, sigue estando presente.

En 2010, la edición española de la revista editó una colección económica, impresa en China, sobre diez cineastas, de los cuáles nueve eran ingleses o estadounidenses y -¿concesión al país receptor?- uno español: Pedro Almodóvar.

Si tomamos sólo el corpus anglosajón (y masculino y blanco, y hasta donde se presume, heterosexual) de esos nueve directores, vemos que todos ellos en algún momento recalaron en Hollywood -sitial por excelencia del conflicto industria-arte- pero en cada caso y de distinto modo, hicieron saltar sus presupuestos. Cahiers los presenta en una mezcla heterogénea, sin falso intelectualismo, atenta a los resultados: consagrados de hecho cuya posición canónica en la historia del cine a pocos se le ocurriría poner en entredicho con argumentos razonables. Alfred Hitchcock, Woody Allen, Stanley Kubrick, Martin Scorsese, Francis Ford Coppola, Tim Burton, Steven Spielberg, David Lynch y Clint Eastwood.

Con alrededor de cien páginas, estupendamente fotografiados a todo color como para que sintamos la fuerza estética en ellos, estos libros recorren en detalle cada biofilmografía, la adornan con variadas anécdotas, y ofrecen un contenido más informativo que analítico, siempre desde la tradicional perspectiva elogiosa de Cahiers. Las firmas provienen de colaboradores habituales de la revista (Thierry Jousse, Bill Krohn, Aurélien Ferenczi, Bernard Benoliel, etc.), el nivel es bastante parejo, y las traducciones reflejan los títulos españoles, que no siempre coinciden con los exhibidos aquí.

KAMIKAZES Y ARTESANOS. Ver en una misma lista, de lo que sea, a Spielberg y a Lynch, puede ser un atentado para mucho espectador. Incluso si el mundo del cine es un espacio de naturaleza surrealista donde lo más distante se podría juntar. Lo más evidente y vulgar que une a estos nueve, es su condición de triunfadores. O en éxito de taquilla, o de crítica, o de posicionamiento especial (raro, original, de "culto", etc.), o todo junto.

En principio uno tendería a poner de un lado al artesano clásico que empieza de abajo, con una constancia a toda prueba; y piensa en el londinense Alfred Hitchcock, o en Woody Allen, prolíficos compulsivos (una, dos y hasta tres películas por año, en el caso de Hitchcock) que pueden mantenerse en una línea de flotación con obras brillantes y con desaciertos pasajeros. Y por otro lado, podría ubicarse a un "duro lindo" como Clint Eastwood (1930, San Francisco) que empieza actuando westerns y llevándose de punta con la crítica "seria y especializada", y termina haciendo films intimistas sobre la naturaleza humana y los conflictos sociales. O de un lado a Tim Burton y su estética combinable de material dark, kitsch, naïve, y del otro a un Martin Scorsese de pulcros dramas clásicos. O de un lado a la máquina hollywoodense de generar dinero (Spielberg, o el propio Burton desde su sitial de francotirador dentro del sistema), y del otro a un David Lynch de adoradores solitarios, o a un Stanley Kubrick que dando la espalda a Hollywood, se largó a Inglaterra a continuar sus particulares exploraciones sobre la condición humana. Puestos a separar, hay abismos entre todos ellos.

Por otro lado, todos han dejado una firma que los hace identificables, más allá de que cambien sus guionistas, productores, fotógrafos, etc. Han llevado al renglón de lo inolvidable determinados rostros conocidos o no: la Mia Farrow extasiada de La Rosa púrpura del Cairo, el detective Kyle MacLachlan de Twin Peaks, el Robert De Niro desquiciado de Taxi Driver, el Al Pacino de la saga de El Padrino, el Malcolm McDowell de La naranja mecánica. Han aparecido en sus propios films como protagonistas (Eastwood, Allen), en cameos (Hitchcock) o en breves interpretaciones (Lynch, Scorsese). Han hecho coincidir realidad y ficción en la piel de sus "musas", ya fueran parejas: Mia Farrow y Allen, Isabella Rossellini y Lynch, Sondra Locke y Eastwood, Helena Bonham Carter y Tim Burton; o fueran simplemente musas platónicas: todas las "rubias" literales o no de Hitchcock (Ingrid Bergman, Grace Kelly, Tippi Hedren, Anne Baxter). Casi todos han alternado proyectos personales o grandes sueños privados con realizaciones por encargo. Todos, sin excepción, han tenido fracasos de los que "el público" (esa entidad amorfa) y ellos mismos creyeron que no saldrían. Algunos fueron redescubiertos en Europa (Lynch, Kubrick, el propio inglés Hitchcock), y alguno aprovechó Europa para relanzar una carrera minada por dramas personales (caso Woody Allen a partir de la relación sentimental con su hijastra). Puestos a unir, hay puentes entre todos ellos.

Fiel a sus comienzos, Cahiers difumina la frontera entre artistas y artesanos, una concepción maniquea que estos nueve -a veces- hacen saltar por los aires.

CHICOS MARAVILLA. En los años setenta, Martin Scorsese (1942, Nueva York), Francis Ford Coppola (1939, Detroit) y Steven Spielberg (1946, Ohio), cinéfilos obsesivos desde pequeños, inyectaron sangre fresca a Hollywood. De hecho hicieron nacer (junto a George Lucas, Dennis Hopper, Michael Cimino, William Friedkin y otros) un "Nuevo Hollywood" en el que la batuta había pasado de los estudios y los productores a ese puñado de individuos, las más de las veces problemáticos, alucinados, drogadictos, enfermizos, egocéntricos, depresivos, etc., pero con una voluntad de erigirse en cineastas que superaba todas las trabas.

Spielberg, por ejemplo, transformó el cine en un parque de atracciones (algo que el imprescindible Moteros tranquilos, toros salvajes de Peter Biskind relató en detalle) con films sobre extraterrestres, exploradores y dinosaurios, y trató de "salirse" de ese retrato con una producción seria que hablara de la amistad, la intolerancia racial o el exterminio de los judíos a manos del nazismo. No resultó demasiado creíble, incluso por datos tan significativos como que realizó La lista de Schindler (1993) entre sus dos "parques jurásicos". De todos modos, conjugando artesanía y pilotaje de kamikaze, Spielberg se metió a Hollywood en el bolsillo, literal y metafóricamente, calzándose con holgura el traje de Rey Midas.

En el caso de Coppola, su vida profesional es un auténtico subibaja de emociones, con éxitos de taquilla y crítica, con premios a discreción pero también con reveses económicos formidables, en su mayoría achacables a su megalomanía y a su productora Zoetrope, que financió auténticos desastres propios y ajenos. Para salir de ellos Coppola aceptó trabajos de encargo que no pocas veces le salvaron la vida, otorgándole ese perfil de ave fénix que lo caracteriza. Una anécdota clave es la que lo pinta dirigiendo El Padrino (1972) a sus 32 años y oyendo en el baño cómo los técnicos se reían de su incompetencia y le pronosticaban una rápida sustitución. Lo cierto es que ni él creía en esa película basada en una historia que no le interesaba, filmada a los tumbos, con un casting (en aquellos momentos) sin gloria y bajo las imposiciones de la Paramount. Y sin embargo, ahí comienza Coppola, y es a través de ese pasaporte que realiza los films que quiere (sean un éxito de crítica como La conversación en 1974, o un quebradero de cabeza exitoso como Apocalypse Now en 1979, o el fracaso total de Golpe al corazón, 1982, que lo devuelve al pozo).

Martin Scorsese, un hijo de la "pequeña Italia", recién accedió al Oscar en 2007 con un film sobre mafiosos y policías: Infiltrados. Había tocado esa puerta en incontables oportunidades luego de que su nombre sonó fuerte con Taxi Driver (1976), había fracasado con mega proyectos como New York, New York (1977) o Casino (1995), se había hecho odiar por la Iglesia Católica, la suya, con La última tentación de Cristo (1988), había hecho dinero con el suspense violento de Cabo de miedo (1991) y con la biopic El aviador (2004), y fracasado con estilo en la épica Pandillas de Nueva York (2002). Es más bien un maratonista de fondo.

Más acá en el tiempo, otro chico maravilla sacudió la estantería. Se trata de Tim Burton (1958, California), el introvertido que comienza trabajando para la casa Disney, en el estilo de realizaciones destinadas a pasar por rarezas de un nerd cinéfilo, y sin embargo se las ingenia para enloquecer la rueda de la taquilla con éxitos como una historia de fantasmas (Beetle Juice, 1988), el reflote de un cómic (Batman, 1989), o la adaptación de un relato infantil para adultos (o un relato adulto para niños), Charlie y la fábrica de chocolate (2005). Su caso puede enmarcarse claramente en el milagro.

OTROS CAMINOS. Más modestos quizá (en un renglón de modestia con las medidas del norte), los otros cinco "maestros" anglosajones elegidos por Cahiers en este momento, hicieron descansar sus biografías no tanto en el esplendor del espectáculo, sino más bien a contracorriente de él.

El caso emblemático es el de Hitchcock, autodidacta que comienza diseñando intertítulos para películas y acaba siendo el director que tiene montada en su cabeza cada una de sus creaciones (al punto de preguntarse irónicamente para qué filmarlas). El gran maestro del suspenso y "enemigo de las rubias" hizo una carrera a ritmo regular y ágil, imponiéndose como un déspota ante las actrices y los actores que se lo permitieron, y moviéndose con agilidad ante los estudios y productores; caso límite su relación con David O. Selznick, a quien estuvo atado siete años y tres películas, si bien aprovechaba los loan out, préstamos a término que le permitían trabajar para otros estudios. Los altibajos de su carrera a nivel de crítica se vieron compensados en cierto modo cuando Francois Truffaut le realizó una serie de entrevistas y las publicó, relanzándolo al mercado como un tipo capaz de imponer su firma. Los riesgos iban desde exigir a sus intérpretes que infraactuaran, hasta reducir los escenarios y las tomas a su mínima expresión, o reducir las tramas al cóctel funcional de sexo más crimen. Economía del "menos es más" que no casa con la espectacularidad.

En esa línea, pero por el lado de un humor corrosivo o un dramatismo sobrio, se ubica Woody Allen (1935, Nueva York), el judío intelectual por excelencia del cine estadounidense. Con una presencia física que lo habilitaba para el humor a costa de sí mismo, Allen se perfiló desde el inicio como un comediante nato, y eso fue lo que el público le pidió. Debieron pasar varios films (el vuelco al drama de Interiores en 1978, la melancolía de Manhattan un año después, y sobre todo Recuerdos en 1980) para que esa imagen cediera a otra más profunda, la del angustiado existencial que cuando puede tapiza de humor un suelo de frustraciones y desengaños. Recién en 1985 con La rosa púrpura de El Cairo, con una actuación memorable de su pareja de entonces, Mia Farrow, sacó patente de autor donde la seriedad y la sensibilidad se conjugaban a la perfección, dato que fue asimilado antes por Europa que por su país.

El caso de Clint Eastwood es puro empecinamiento. En la línea de un Robert Redford o un Mel Gibson que deciden cambiar de lugar, pero más inquieto y prolífico, Eastwood salta de una actuación seca y económica (en gestos, palabras, emociones) a un detrás de cámara más sanguíneo. En vez de detenerse en el clisé de chico malo de western o policía expeditivo, Eastwood retuvo de esos papeles una esencia clave que le permitió despuntar sus obsesiones sobre la violencia y la comunidad. En un punto, Hollywood le perdonará con exageradas disculpas lo que primero atacó con desaforados castigos. Pero antes, Eastwood coloniza Europa. A mediados de los setentas, las revistas Positif y Cahiers empiezan a mirar con otros ojos al joven director. En 1982 Orson Welles lo elogia diciendo que es "el realizador más subestimado del mundo". Con Bird (1988), biopic sobre el saxofonista Charlie Parker, da un viraje; con Los imperdonables (Unforgiven, 1992) se consagra, al ser capaz de reelaborar un oeste intemporal que perdura en el alma estadounidense. A partir de ahí puede hacer lo que quiera, desde un impresionante drama romántico como Los puentes de Madison (1995) hasta el ejercicio políticamente incorrecto de El Gran Torino (2008), o la reciente Más allá de la vida (2010) con un costado fantástico que añade otro renglón a sus intereses.

Singular es también el camino que hace David Lynch (1946, Missoula). Comienza estudiando pintura hasta que ve en el cine su futuro y se matricula en el American Film Institute de Los Ángeles, del que se despide con el delirante Cabeza borradora (1977), que ya lo inscribe como un raro con talento. Los relativos fracasos de crítica y taquilla que tendrá después con Duna (1984), la adaptación de una novela descomunal de Franz Herbert, o con la road movie Corazón salvaje (1990) serán compensados con otros tantos resurgimientos: Terciopelo azul (1986), la serie televisiva Twin Peaks (1990-91) de cuyos treinta episodios dirigió seis (pero que respondía a "su" cabeza) o Carretera perdida (1997). A partir de ahí, es decir, de esa suma de ejercicios sacudidores y ambiguos, Lynch puede hacer lo que quiera porque está parado en un lugar que sólo le pertenece a él, alejado de la esencia misma de Hollywood, y poseedor, desde las imágenes, de una seducción tangible pero inexplicable que lo convierte en autor y encima de "culto".

En ese lugar se había parado también Stanley Kubrick, adelantado de los efectos especiales con 2001, Odisea del espacio (1968), a través de films tan diferentes como la historia de gladiadores Espartaco (1960), la adaptación de Nabokov con Lolita (1962), el golpe al hígado de La naranja mecánica (1972) o la erótica y perturbadora Ojos bien cerrados (1999). Lo único inamovible e indeleble era su escritura -poética, conceptual, alegórica, oscura, ambigua, obsesiva-, su coherencia interna.

En estos nueve casos, preciso es admitirlo, hay algo de "culto a la personalidad", aquel riesgo inherente a la politique des auteurs del que advertía André Bazin. Y sí. Igual es un handicap menor comparado a lo que estos "autores" -sin duda apasionados en toda la dimensión del término- han dado al cine y al público.

ALFRED HITCHCOCK, por Bill Krohn.

STANLEY KUBRICK, por Bill Krohn.

WOODY ALLEN, por Florence Colombani.

CLINT EASTWOOD, por Bernard Benoliel.

FRANCIS FORD COPPOLA, por Stéphane Delorme.

MARTIN SCORSESE, por Thomas Sotinel.

STEVEN SPIELBERG, por Clélia Cohen.

DAVID LYNCH, por Thierry Jousse.

TIM BURTON, por Aurélien Ferenczi. Serie "Maestros del cine" de Cahiers du cinéma, edición española, 2010. Madrid, 104 págs. Distribuye Océano.

Lo dijeron ellos

SPIELBERG EXPLICA más claro que nadie en una entrevista de 1977 en Sight & Sound, de qué va su puesta en escena inmediatista: "Con Tiburón decidí hacer una película que llegara al público en dos niveles: primero un golpe en el plexo solar, y después un gancho justo encima de la nariz. Nunca tuve una ambición mayor. Me lo pasé bien leyendo el libro. Y mejor aún trabajando en el guión. No sabía que iba a hacer una película primaria, como han dicho. A veces sacrifico por completo el estilo por el contenido. Para mí, Tiburón no tiene estilo. Tiburón sólo es contenido, experiencia. Es como guiar al público con una vara electrificada, semejante a la que utilizan los ganaderos con los animales. No sé bien qué pensar sobre mi trabajo en esta película". Afortunadamente para él, el público en general se dejó guiar por la película y no por sus opiniones sobre el público.

En 1960, Stanley Kubrick reflexionaba para Sight & Sound: "La gente me pregunta cómo se puede hacer una película a partir de Lolita cuando la calidad del libro reside en la prosa de Nabokov. Quedarse sólo con la prosa de una espléndida novela es confundir en qué radica la excelencia de un libro. Uno de los elementos que hace excelente una obra es sin duda la calidad de la creación literaria; esa calidad es el resultado de la calidad de la obsesión del autor por su argumento, con un tema, un concepto y una visión de la vida así como con una comprensión de los personajes. El estilo es lo que un artista utiliza para fascinar al lector, cómo le comunica sus sentimientos, sus emociones y sus pensamientos. Eso es lo que ha de ser dramatizado, no el estilo".

En noviembre de 1999, en entrevista para Cahiers, David Lynch daba su credo: "¡Al rodar una película no podemos estar seguros de nada! Es una especie de pesadilla. Acaba uno sudando sangre. Al final, la mostramos a la gente esperando que funcione. Y volvemos a trabajar. Cuando logramos nuestro objetivo, lo dejamos".

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