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La actriz metida en distintos líos

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Foto: Francisco Flores.

La primera vez que Soledad Gilmet se comió las uñas fue cuando su madre, Susana Castro, estrenó Todas tenemos la misma historia, de Darío Fo. Esa niña curiosa de diez años dejó de mirar las obras desde la platea porque la carcomían los nervios y pasó a vivirlas detrás del telón.Las horas en camarines cautivaban tanto a Soledad que llegó a tarde a todas las fiestas de 15 por acompañar a su madre al teatro. Margarita Musto le advirtió que no fuera actriz porque faltaría a todos los eventos sociales. No hizo caso. La vocación pudo más.

—Sos hija de Susana Castro (actriz) y Fernando Gilmet (actor, director y dramaturgo). Acompañabas a tu madre a los ensayos, ¿qué te parecía ese mundo cuando eras niña?

—Mis padres son exiliados, nací en Madrid y mientras vivimos allá mi madre no actuó. Conocí ese mundo cuando llegamos en el 85. Tenía siete años y ella se puso a ensayar Esperando a Godot con Cerminara y Restuccia. A mí me encantó. Aparte casi hago el rol del mensajero, pero dije que no porque volvía mi padre de España, y me agarró el Edipo. Me arrepentiré toda la vida.

—¿Qué viste en tus padres, en tu casa y en el entorno para decidirte por la profesión de actriz?

—Me empezó a copar todo el atrás, no tanto estar en el escenario o ver teatro, sino los camarines, el ambiente, los ensayos, el después. Miraba las obras desde las patas porque si lo hacía en la platea me comía las uñas. Tengo el recuerdo de la primera vez que me comí las uñas: fue en el estreno de Todas tenemos la misma historia, de Darío Fo. No podía manejar los nervios al ver a mi madre. Tenía diez años y me quedó la imagen grabada.

Cuando hicieron una versión de Madre Coraje ambientada en la Guerra del Paraguay yo tenía 14, y estaba en la época de las fiestas de 15, pero no me perdía un ensayo, me cambiaba ahí. Llegué tarde a todos los cumpleaños de 15 de mis amigas porque no podía dejar de ir al teatro. Me acuerdo que Margarita Musto me dijo, no hagas teatro, Soledad, después llegás tarde a todas las reuniones.

—¿Identificás en qué momento se despertó tu vocación?

—Fue en Madre Coraje. Yo era muy grande para representar el rol de la niña, pero la gurisa que lo hacía se enfermó de varicela y la sustituí. Era algo muy chiquitito, pero estuvo buenísimo. Ahí dije, quiero estudiar esto. Tenía claro que quería ser actriz y arquitecta, después me quedé solo con el arte. Con 16 años encontré la escuela de Mary Da Cunha, ahí daban clase Jorge Bolani y Luis Vidal, y allá empecé. En el 96 entré a la Escuela Multidisciplinaria de Arte Dramático (EMAD).

—A tu generación de la EMAD la llamaban "Las Pilotas" porque egresaron 11 mujeres dentro de un plan piloto de Levón, ¿te marcó ese punto de partida?

—Yo entré con 17 años, era una bebota. El plan piloto de Levón estaba muy abocado al cuerpo. Las pilotas seguimos siendo amigas. La EMAD me dio el panorama de la variedad que había. No tenía un estilo marcado e hicimos de todo: verso, tragedia, comedia, teatro físico, muestras en las que nadie hablaba una palabra, danza, gimnasia consciente. Entré muy verde, muy nena y estuvo buenísimo.

—En 2006 hiciste el corto Buen Viaje que estuvo en el Festival de Cannes y dijiste que fue lo mejor que te pasó a nivel cinematográfico, ¿por qué?, ¿qué tuvo?

—Toda la experiencia. Fue lo último que hice antes de irme a vivir a España. Lo rodamos con Guillermo Rocamora y Javier Palleiro. Nos fuimos un fin de semana a filmar a Mariscala y la experiencia estuvo buenísima. Participó la fotógrafa Bárbara Álvarez, una grosa que filma en Brasil. Dos años más tarde entramos al Festival de Cannes a competir por una Palma de Oro y allá fui. Compartimos cenas, fiestas, la alfombra roja con los famosos. Te topabas con gente que no podías creer: ¡que Milla Jovovich te peche con el vestido! En una cena estaba Natalie Portman y cuando se levantó al baño yo fui atrás.

—¿Tenés alguna experiencia teatral que pueda compararse con lo que viviste con ese corto?

—Con Rifar el Corazón, una obra que hacíamos con mi madre y Mary Da Cunha, fuimos a Washington y Chicago. Fue la única vez que viajé haciendo teatro. Hay muchas obras y momentos que son un viaje, incluso son mejores que Cannes. Para mí hay un antes y un después de aquella función de Carta de una desconocida el primer sábado de agosto de 2014: volvía a Uruguay después de siete años de no actuar acá a hacer esta adaptación de la novela de Stefan Zweig dirigida por mi padre.

—¿Cómo fue volver a subirte a un escenario aquí?, ¿tenías miedo?

—Tenía mucho miedo vinculado al ego: qué van a decir, qué van a pensar, cómo me van a mirar, hace siete años que no actúo acá, me fui, ahora vuelvo. Hasta que en un momento dije, ta, no depende de mí que les guste o no. Yo voy a contar una historia, tengo que tener confianza. Todas estas preguntas son el ego. Entonces lo dejé a un costadito y salí a convertirme en canal para contar la historia. Y sucedió todo.

—¿Todo el amor que recibiste fue clave para que decidieras volver a vivir a Uruguay?

—Sí. Yo había trabajado con Jorge Denevi en 2002, me lo reencontré y me preguntó, ¿te vendrías a hacer una obra el año que viene? Tendrías que estar unos seis meses. Yo había vuelto por un mes y medio, y cuando me lo propuso dije, sí. Estrená y después hablamos, me dijo. Fue a verme y empezamos a planear el proyecto Skylight que se concretó al año siguiente con Jorge Bolani y Mateo Pistoni. Vine por siete meses y en el interín me salió otro trabajo, me fui diez días a Madrid, cerré todo y volví definitivamente.

—Viviste siete años en España y la actuación quedó un poco de lado mientras estabas allá, ¿no?

—No tuve suerte. Fui a muchos castings, pruebas, audiciones para teatro, cine, series, y no quedé. Concursé para la Compañía Nacional de Teatro Clásico. Entré por currículum, hice un monólogo de verso y quedé: estoy dentro de la institución, pero como los directores no tienen referencias mías van a otros actores. Igual fue hermoso el desafío.

—Incluso trabajaste como moza en Madrid, ¿fue difícil ese cambio?

—Yo había trabajado de moza acá. Era un oficio que tenía para solventar otras cosas. De hecho, el año pasado tuve que recurrir a él porque todavía no tenía las bases laborales que conseguí ahora. Recuerdo el lugar con mucho cariño, pero el problema es cuando solo te dedicás a eso y dejás de ser vos, entonces tenés que explicarte todo el tiempo y ni siquiera a vos te convence la justificación que das. Cuando entendí eso supe que así tuviese que ir como una gitana de casa en casa y sin un mango, prefería pelearla acá a estar en España y esperar que suceda el milagro.

—¿Estuviste peleada con la artista?, ¿pensaste que no ibas a volver a actuar?

—Sí, pensé que no iba a saber cómo se hacía. De hecho, Carta de una desconocida la ensayamos en Madrid durante cinco meses y yo laburaba diez horas por día: es una hora y cuarto de monólogo y pensé que no iba a poder lograrlo. Fue un proceso alucinante, por eso hubo un antes y un después.

—El proyecto apareció por una charla con tu padre en el living de tu casa en Madrid. Era su primera dirección, ¿qué pasó durante esa conversación?

—Mi padre estuvo en Uruguay mucho tiempo porque mi abuela se enfermó y la obra no podía hacerse en España porque los derechos no se liberan hasta los 80 años de muerto el autor. Habíamos intentado conseguirlos y nos los habían negado. Mi padre me dijo, vamos a ensayarla y la llevamos a Uruguay, que sí podíamos estrenarla. Cuando ya teníamos la temporada en La Gringa, nos contrataron para hacer una función dentro del marco de una exposición en Madrid. La hicimos para 200 personas y quedó gente afuera. Fue el día que Uruguay jugó contra Italia en el Mundial 2014. Yo soy muy hincha de la Selección. Me acuerdo que dije, no voy a ver este partido, me quiero matar.

—En El accidente volviste a ser dirigida por tu padre, ¿se entremezclan el papá y el director durante los procesos creativos?

—Yo siempre digo que tengo un máster en trabajo familiar: trabajé con mi madre, con mi padre y mi marido (hicimos dos cortos y una serie). Hay que cambiar el chip, olvidarse que es tu padre y confiar. Si le decís que sí a un director, sea quien sea, es porque confías en que lo que te diga va a ser lo correcto. Se puede pelear lo que no te cierra pero hablándolo bien. Y si el director te dice, es así. Ya está.

—Volvés al monólogo con Carbono 14, un texto de Pinocho Routin dirigido por Coco Rivero, ¿qué pasó cuando te llamaron y te hicieron la propuesta?

—Rebotaba contra los techos. No podía creer. A Pinocho lo jodo con que soy re fan. Lo conocí en un taller de dramaturgia el año pasado. Cuando terminamos fui a ver Nadie entiende nada (Coco Rivero) con Pinocho (Routin), Diego Bello y Jorge Esmoris. Es un espectáculo para hacerlo por los siglos de los siglos. Me explotó la cabeza de la emoción, la risa y el goce. Salí fascinada y le mandé mensaje a Coco (Rivero). Después vi Clase, también dirigida por Coco, y le mandé un audio en plan, brother, basta de hacer cosas copadas y que yo no esté en ellas. A las dos semanas me envía un audio: estaba con Pinocho y tenían una obra para ofrecerme. Para mí son dos gigantes. En Pinocho encontré un amigo de toda la vida. Y Coco es un artista exuberante en sus propuestas y su imaginación. Conecto muy bien con esa forma de trabajar.

—En la obra se habla de lo que implica para el artista ir a actuar y ensayar sin ganas o desmotivado, ¿te pasó de andar así dividida?

—Sí, pasa. Cuando te enseñan a Stanislavski lo primero que te dicen es eso de dejar las botas sucias afuera; a veces podés, otras no. Con Coco estamos trabajando eso: si llego resfriada o cansada tomo lo que venga desde ahí. Porque aunque construyas un personaje es desde donde vos estás en ese momento: tiene que ser verdad en el presente. Después la historia y la acción te colocan en otro lugar, sin forzarlo. Si vos entendiste con el cuerpo lo que tiene que pasar, no tenés que construirlo exteriormente, sucede.

—Coco te planteó formas de andar y caminar y lo incorporaste rápidamente. El próximo plan es ir a ver shows de stand up para que te familiarices con eso porque es lo que te tiene más insegura, ¿no?

—Sí, mucho. Creo que hacer reír es re difícil. Hay gente que califica de género menor la comedia y para mí es lo más difícil. Si lloran o no, si se emocionan o no, pasa. La risa tiene que estar. Igual estamos trabajando para que si no se ríen no pase nada.

—¿Qué parte de los procesos creativos disfrutás más?

—Esos ensayos donde aparece la necesidad de probarlo con el público y saber qué pasa. Y la función. Con Tío Vania (María Varela) es un disfrute absoluto.

—¿Te ponés nerviosa como cuando te comías las uñas en los estrenos de tu madre?

—Ya no ¿Sabés cuando dejé de ponerme nerviosa? Cuando saqué el ego de circulación y dije, ya no tiene que ver conmigo. En España hice un entrenamiento con un loco que su frase era, estar en el presente y en la verdad: si vos estás en lo que sucede no tenés cómo errarle. Es confiar en que estás ahí. Sos vos metido en distintos líos.

Trabajé en La Peli (Gustavo Postiglione, 2007) y actúa Norman Briski. Nos conocimos recién en el avión rumbo al Festival de Mar del Plata porque en el rodaje no coincidimos. El viejo es un capo y conversando en la sala de espera nos dijo, yo no compongo un personaje, soy yo en diferentes líos. Y me pareció genial. Me di cuenta de que yo no estaba tan equivocada: partís de un lugar tuyo. Ahí es donde está tu verdad.

—Hiciste teatro, cine, televisión, publicidad, locución. Ahora debutaste en radio con una columna en Monos con Escopeta (X FM), ¿estás contenta?

—Nunca había hecho radio. Era mi sueño. Cuando me enteré que en Monos con escopeta estaban era Pedro Dalton, Roberto Suárez y Nacho Mendy, le mandé mensaje a Nacho diciéndole, qué ganas de escuchar Monos, te va a explotar la cabeza. Hacer radio es el sueño del pibe. Me contestó, ¿qué me estás pidiendo? Laburamos juntos en Uruguayos campeones (Adrián Caetano), nos queremos un montón y siempre intentamos hacer cosas juntos. Me llamó y me dijo, pensá en algo de lo que quieras hablar y nos reunimos la semana que viene. Y surgió la columna El recreo: hablo sobre qué hacer en el tiempo libre sin un mango. Está buenísimo porque me obliga a ser turista en Montevideo, que para mí es una ciudad a explorar y descubrir.

Punto de inflexión.

Nació en España porque sus padres estaban exiliados allá pero es más uruguaya que el mate. El día que estrenó Carta de una desconocida bajo la dirección de Fernando Gilmet, su padre, en Madrid, se lamentó porque la función coincidió con el partido de Uruguay - Italia en el Mundial 2014. Se enteró tarde del resultado y de la mordida. Hoy recuerda que mientras ella la clavaba en el ángulo, Luis Suárez se mandaba flor de macana, "pero igual lo amamos".

El eterno femenino de una imaginativa pintora
Foto: Francisco Flores.

SOLEDAD GILMET

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