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La furia del ojo de María

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Foto: Reuters

UN HURACÁN EN CARNE PROPIA

El huracán, que aún tiene en vilo a Puerto Rico, puso al límite la resistencia de ese pueblo acostumbrado a los embates de la naturaleza. Este es el testimonio de un uruguayo que trabaja en un hotel frente al mar, donde la unión debió hacer lo que ninguna estrategia consiguió: conservar la vida.

La devastación causada
por María fue superior a
la de Irma. Foto: Reuters
Irma azotó Puerto Rico el 6 de septiembre y dejó daños menores. El 20 de ese mes llegó María y fue devastador. Foto: Reuters
Al día de hoy todavía falta electricidad, el combustible es oro, los bancos no tienen dinero y el agua se raciona. Foto: AFP
Los vuelos continúan demorados aunque los aviones de la Fuerza Aérea mantienen una intensa operativa. Foto: Reuters

Cuando sonó el teléfono a las 3:22 de la mañana, llevaba una hora despierto con la mirada fija en la ventana. A pesar de la oscuridad sabía que en esa dirección estaba el peligro. La llamada daba inicio a la primera alerta: había que comenzar por mover a los huéspedes hacia el escenario de resguardo del hotel, mi lugar de trabajo. Esa noche, la razón divisoria entre la vida o la muerte.

Por esos días nos reuníamos dos veces cada jornada, a las 11 y a las 17, luego de los reportes oficiales, en un grupo de trabajo al que denominamos hurricane strategy (estrategia para huracanes). La localización del hotel, por estar frente al mar y mal protegida podía asemejarse a un paredón de ejecución.

El huracán Irma sometió a la isla a la primera prueba en esta temporada de huracanes que comenzaba tan puntual como desafiante. Lo pasamos con daños menores, era mi primera experiencia en estos fenómenos naturales y podría decir que el miedo se fue transformando esa noche en experiencia, en errónea confianza y en inconsciente tranquilidad.

Irma finalmente no tuvo punto de comparación con los desastres y devastación de María.

En el correr de esos días, entre un huracán y el que se aproximaba, la gente recordaba una y otra vez la huella de Hugo, que dos décadas atrás mostró lo furioso que puede ser un fenómeno incontrolable y, por consecuencia, la ansiedad y nerviosismo que genera el advenimiento de un monstruo que destruye todo lo que toca. Un antónimo Rey Midas.

Quedó grabada en mi mente la noche anterior, llegando a mi casa casi a media noche para tomar los recaudos que uno debe para estas ocasiones y abrir la ventana para escuchar en los alrededores martillos que fijaban chapas, taladros que aseguraban maderas, veredas con personas cargando fardos de agua embotellada y linternas que presagiaban un destino ineludible: la pérdida de luz eléctrica.

En mi trabajo ideamos tres escenarios de refugio con distintas proyecciones de riesgo. Finalmente, con el huracán sobre nosotros, llegamos al tercer y último resguardo. María exigió de nosotros la máxima alerta y vivencia del peligro.

***

Recuerdo todo como escenas sin pausa de una película que se repite una y otra vez, como si se empecinara en que mi memoria no escape a ningún movimiento, sonido o imagen de aquella madrugada.

Al abrir la puerta de mi habitación me topé de frente con un compañero de trabajo paralizado en el pasillo, que solo atinó a decirme que retrocediéramos hacia el corredor de emergencia. La escena era pavorosa. Delante nuestro, separados por una puerta de vidrio, un grupo de personas completamente mojadas y empujadas por el viento hacían fuerza por colocar protección en un ventanal donde la intensidad del huracán había destruido todo a pesar de las tormenteras y refuerzos que se habían instalado. Los gritos y los movimientos ya me situaban en otra escala del temor.

Recorrimos por pasajes internos del hotel una serie interminable de escaleras, puertas de emergencia, corredores, depósitos, bodegas y sótanos hasta llegar al lobby, donde compañeros direccionaban huéspedes en grupos de familia o parejas, que abrazaban las almohadas que habían alcanzado a rescatar bajo el pánico. Imaginaban que lograrían dormir en algún rincón de resguardo.

Luego de esta primera imagen que era como desparramar incontables piezas de un puzzle en una habitación a oscuras, comenzó aquello que hace diferentes a los humanos en situaciones límite: la unión.

Todos interpretamos un rol y aquellas personas que nos miraban con pánico e incertidumbre nos cedieron instintivamente el papel de líderes, de custodios.

Los minutos fueron avanzando, las horas completando y la parte más despiadada de un huracán (el ojo) llegó promediando las ocho de la mañana.

Los daños fueron en aumento, tuvimos que trasladar a los huéspedes al segundo escenario y este comenzó a debilitarse por el techo, cayeron plafones, apareció el agua, se intensificó el pánico. Solución: ir al último escenario de resguardo por las escaleras de emergencia. Tal era el número de personas que la fila llegaba hasta el décimo piso.

Las puertas del lobby protegidas por materiales resistentes comenzaron a ceder, los vidrios a hincharse y las miradas entre nosotros pedían respuestas unos a los otros para ver qué podíamos idear y no sucumbir al peligro irreversible de ver entrar los pesados y arrasadores vientos.

En ese momento tomamos unas sogas y decidimos fijar las puertas a las columnas cercanas. Uno de nosotros, una persona ya madura en edad y experiencia, se despegó por completo hacia un costado de la fila de contención y al lograr un contacto visual, observarlo con los ojos rojos de impotencia y temor, tomarse el rostro y perder por completo el control de la realidad, verse superado por el pánico, aturdido por la furia de los vientos y el sonido de lo que a su paso iba arrastrando, me nació apartarme de la cadena humana y simplemente abrazarlo. Ese abrazo no lo olvidaré jamás, y creo que él tampoco.

***

No es sencillo describir el miedo propio midiéndolo con el ajeno, muchos lo procesan internamente y otros lo evidencian en una mirada o un simple movimiento.

Las horas más críticas las vivimos entre las ocho y las nueve de la mañana, cuando el ojo ya estaba sobre nosotros y los límites de las precauciones tomadas hicieron frente al gesto más furioso de María. Hubo partes que soportaron y otras que pusieron en riesgo tanto vidas como espacios de resguardo.

Hoy, luego de dos semanas, quedan anécdotas y testimonios del desastre, tareas de recuperación y voces que se pronuncian sentenciando que este ha sido el peor huracán registrado en la isla. Aún no hay luz, aún no hay agua, la ayuda no llega en tiempo y forma, la población aumenta en ansiedad y desesperación, las señales gubernamentales no parecen ser suficientes, y mientras tanto todo quiere volver a su cauce en un terreno donde el huracán se llevó todo.

El agua embotellada se raciona, los supermercados son custodiados con armas de alto alcance, las filas se extienden por horas, las estaciones de combustible implican siete horas para llegar y ser despachados con una cantidad limitada, los bancos se quedan sin efectivo, el aeropuerto demora pasajeros por tiempos superiores a una semana, y todo lo que antes era normal hoy es una incertidumbre al borde de un caos social.

Solo queda el esfuerzo interno y la buena voluntad, autodenominarse voluntario y salir con motosierra a cortar los árboles que obstruyen las rutas, tomar una escoba y guantes de cuero para quitar los restos que arrastró a su paso el huracán, compartir energía, lograr combustible para un hospital con pacientes dependientes de energía para seguir respirando y, sobre todo, abandonar todo egoísmo para lograr observar alrededor y entender que muy probablemente quien tengas a tu lado precisa más que tú ese simple sorbo de agua potable.

Hay episodios que en el transcurso de la vida de un ser marcan y generan una huella permanente en el tiempo, que puede ser observada a la distancia como un perfilador indeleble de ese ser y su realidad actual. Así sucedió con la irrupción de Irma, y después de María. Su impacto generó heridas que luego el tiempo transformará en cicatrices visibles o daños permanentes. Eso sí, nada vuelve a ser lo de antes.

*Dante Filosi es un uruguayo que lleva 18 años fuera del país. Ha estado en Brasil, Estados Unidos, Colombia, entre otros, y hace seis meses vive en San Juan, la capital de Puerto Rico. Trabaja en la industria del turismo.

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