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¡Vivan las cadenas!

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En abril de 1808, en la ciudad francesa de Bayona, la disfuncional familia real española (Carlos IV, su esposa María Luisa, su hijo Fernando, sumados al ministro Godoy) sometía todas sus miserias humanas al arbitraje de su aliado Napoleón Bonaparte. Terminaron por entregarle todo a cambio de una pensión y un castillo en Francia.

En abril de 1808, en la ciudad francesa de Bayona, la disfuncional familia real española (Carlos IV, su esposa María Luisa, su hijo Fernando, sumados al ministro Godoy) sometía todas sus miserias humanas al arbitraje de su aliado Napoleón Bonaparte. Terminaron por entregarle todo a cambio de una pensión y un castillo en Francia.

En la temprana mañana del 2 de mayo de 1808, una muchedumbre de madrileños se concentró frente al Palacio Real cuando las tropas francesas se disponían a llevarse a los infantes María Luisa y Francisco de Paula. Cuando éste salía del Palacio, José Blas Molina cerrajero de profesión y agitador político fernandista, gritó: “¡Que nos lo llevan!, ¡Traición! ¡Nos han quitado a nuestro rey y quieren llevarse a todos los miembros de la familia real! ¡Muerte a los franceses!”.

Desde aquella mañana y durante seis años, cuatro de ellos sin ningún apoyo extranjero, el pueblo español enfrentaría, por todos los medios, a los hasta entonces invencibles ejércitos napoleónicos. Los guerrilleros –la palabra nace en ese momento— se convierten en leyendas populares: Julián Sánchez, Espoz y Mina, El Cura Merino, el Empecinado, el Pastor y muchos otros.

Las clases populares hacían la guerra dirigidas por las Juntas organizadas por los notables locales, tanto en la península como en América; hacían la guerra en el nombre de una entelequia: Fernando VII, el Deseado, una de las fabricaciones históricas más notables, que escondía a un individuo mediocre y mezquino que en su “prisión” llevaba una vida espléndida de ocios y diversiones, apenas interrumpidos para mantener una correspondencia humillante y servil con el emperador.
Al mismo tiempo, en nombre de la misma entelequia del Deseado, una Asamblea Constituyente -las Cortes de Cádiz- trabaja en el desmantelamiento del Antiguo Régimen.

Fue allí que el antiquísimo vocablo “liberal” tomó la acepción política que “lo convertiría en símbolo verbal de la cultura del siglo XIX”, dice Juan Marichal, luego de analizar el antiguo sentido español que asimila “liberal” a “magnánimo”. Los liberales españoles aportaron al concepto algo ausente en los pensadores ingleses y franceses: “el de identificar el liberalismo con el desprendimiento, con el imperativo de la generosidad.” También le habrían agregado “la carga emocional de su lucha contra la tiranía”.

La primera Constitución de la que gozaron los Reinos de España y América fue promulgada el 19 de marzo de 1812. En su artículo 1 decía: “La nación española es la reunión de los españoles de ambos hemisferios”. “La Pepa” instituía el sufragio universal masculino indirecto, la soberanía nacional, la monarquía constitucional, la separación de poderes, la libertad de imprenta, acordaba el reparto de tierras y la libertad de industria, entre otros avances.

En marzo de 1814, Fernando VII, el Deseado, desembarcó en Valencia. Las cortes le esperaban en Madrid y allí juraría la Constitución. Pero no eran esos sus planes. Un poderoso partido absolutista lo respaldaba y auspiciaba los fastos de su retorno triunfal, para el que nada había aportado. De entre el pueblo, exaltado ante el retorno del monarca, salían quienes desenganchaban los caballos de su carroza y tiraban de ella al grito de “¡Vivan las cadenas!”.

El 17 de abril, el general Francisco Javier de Elío, al mando del Segundo Ejército, puso sus tropas a disposición del rey. Comenzaba la época de los pronunciamientos militares. Fernando VII suspendió la Constitución, disolvió las Cortes, derogó su obra legislativa y persiguió a los liberales. Unos veinte mil se exiliaron, entre ellos buena parte de las mentes más brillantes y renovadoras de España. Los “serviles” –según el vocablo liberal-- se habían impuesto.

Durante los seis años siguientes gobernó como monarca absoluto sobre un país destruido por la guerra, sin hacer nada por su bienestar.
El 1 de enero de 1820 el ejército expedicionario reunido en Cádiz para combatir la insurrección americana, se rebeló bajo el liderazgo de Rafael del Riego y proclamó “la constitución de 1812 como válida para salvar la Patria y para apaciguar a nuestros hermanos de América y hacer felices a nuestros compatriotas. ¡Viva la Constitución!”. Fernando VII, siempre listo para mentir y traicionar juró la “Pepa” en Madrid el 10 de marzo de 1820: «Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional». Durante el llamado trienio liberal se produjo una cruenta guerra civil entre liberales y absolutistas donde unos no fueron más civilizados que los otros. Los liberales no parecían ofrecer, al fin y al cabo, una mejor España que los serviles”.

El 7 de abril de 1823, otra vez, un ejército francés cruzó los Pirineos, esta vez eran los Cien Mil Hijos de San Luis, encabezado por el Duque de Angulema. Llegaban a pedido de Fernando VII para restablecer el absolutismo. Manuel Marliani, un político y escritor, contemporáneo de los hechos escribió: «Aquel pueblo que se irguió como un solo hombre contra Napoleón, admite, sin resistencia apenas, resignado, sino gozoso, al duque de Angulema a los diez años.» Fernando VII reinaría hasta su muerte en 1833. Fue la llamada “Década ominosa”. Varios héroes de la guerra contra Napoleón fueron ahorcados o asesinados, otros militaron con los serviles.

Se cumplía, por segunda vez, una observación sobre los liberales escrita en 1814, cuando la primera restauración absolutista. En aquel entonces el liberal José María Blanco Crespo, conocido como “Blanco White”, exiliado en Londres, editaba un periódico, El Español. Desconsolado, decidió cerrarlo y en su último número escribió: “Estos hombres nacidos y criados en España, estos hombres que habían cursado en sus universidades, y vivido en sus principales pueblos, parece que ignoraban cuán corto era el número de los que pensaban como ellos; cuán reducido el círculo de liberales”.

Entre una entelequia, la libertad, y la otra, la que se había creado en torno a Fernando VII, triunfó la mala conocida. Por las calles y los pueblos se gritaba una vez más. “¡Vivan las cadenas, muera la nación! Luciano 

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Luciano Álvarez

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