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Vanidad de vanidades

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Es bastante común que hacia el final de su camino un gran hombre público intente dejar establecida una narración de su vida. Muchos prefieren escribir sus biografías. Otros, como el presidente socialista Mitterrand (1981- 1995), buscan la connivencia de algún escritor para justificar ciertos itinerarios pasados difíciles de explicar. Es parte de la extendida preocupación por la Historia que los políticos tienen y que tan ligada está a la vanidad de los hombres.

Es bastante común que hacia el final de su camino un gran hombre público intente dejar establecida una narración de su vida. Muchos prefieren escribir sus biografías. Otros, como el presidente socialista Mitterrand (1981- 1995), buscan la connivencia de algún escritor para justificar ciertos itinerarios pasados difíciles de explicar. Es parte de la extendida preocupación por la Historia que los políticos tienen y que tan ligada está a la vanidad de los hombres.

Mujica no codicia bienes. Sufrió la soledad, la tortura y la prisión. También fue el hombre más votado en la historia del país y vive a diario ser un caudillo querido por su pueblo. Pero no hay que creer por ello que está de vuelta de todo. Al contrario, es clara su permanente obsesión por dejar moldeada su figura para la Historia.

Con paciencia y bonhomía ha logrado dejar instalada la idea según la cual su batalla de hace medio siglo junto con otros tupamaros fue por una causa justa y noble. Aquí, las nuevas generaciones así lo creen. En el exterior, es un cuento verosímil y funcional a los desgarros dictatoriales latinoamericanos. Pero sería un error creer que solo procura reescribir el pasado. También y sobre todo, al final de su vida, su inconmensurable vanidad escondida tras su austera apariencia es guía y tutor de muchas de sus actuales iniciativas internacionales.

Su énfasis por la paz en Colombia esconde un designio latinoamericanista que él cree es un mandato histórico. Pasar a la Historia como un constructor de esa unidad es más relevante que contrariar los intereses de Buenos Aires en la región, por lo que las premuras vitales del Uruguay quedarán, siempre, relegadas por el presidente Mujica. Sus recurrentes sentencias anticapitalistas y pro ambientalistas esconden su certeza de que en algún futuro cercano o lejano, alguna catástrofe hará valorar retrospectivamente el coraje de los que algún día dieron una convencida voz de alerta sobre la falta de consideración hacia la madre naturaleza. Su último discurso en la ONU, invocando la representación del Sur, ya era consciente de dirigirse a los que verán el documental de Kusturica que lo tiene como el último héroe. Si, además, todas estas iniciativas ayudan a obtener un premio Nóbel de la paz, ¿qué mejor premio para el ex guerrillero de justa causa devenido en presidente- filósofo?

Mujica es un hombre inteligente. Su excepcional experiencia de vida le permite calibrar de un santiamén a quien tiene enfrente, y seducirlo desde su afinado personaje presidencial. Y no importa si es un rival, ¿cuántos fueron los adversarios cautivados en estos años? Ninguna de sus iniciativas es casual, a pesar de que transmita auténtica sinceridad en su cotidiano vivir. Nunca da puntada sin hilo, a pesar de su sonrisa bonachona.

Mujica es un artesano sutil de la populista y vieja demagogia que adula al pueblo y que corrompe la República. Con una bonanza económica impar, ella permite al último héroe, en su cotidiana fragua, apoyarse en la peor dimensión del ser humano para, desde allí, tejer una fuerte malla de apoyos tan sólidos y sinceros como irracionales y triviales.

Mujica no es un sabio. Su obsesión es tallar su busto histórico con meticulosidad, detenimiento, agilidad, destreza, paciencia, sigilo, rigurosidad y claridad. Sucumbe así a la urgencia de la vanidad que trae consigo la angustia de la finitud de la muerte.

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Francisco Faig

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