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Ser uruguayo

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El mundo cambia, la vida cambia. Los viejos pensamos que los tiempos de antes eran mejores, los jóvenes piensan lo contrario. Probablemente no sea ni lo uno ni lo otro.

El mundo cambia, la vida cambia. Los viejos pensamos que los tiempos de antes eran mejores, los jóvenes piensan lo contrario. Probablemente no sea ni lo uno ni lo otro.

El tiempo de antes era previsible, la vida estaba pautada, ordenada, menos libre, quizás menos creativa. El tiempo de antes al que me refiero no es hace mil años, es el tiempo de cuando yo era chico (muchísimo tiempo, con todo), el tiempo de cuando estábamos por ganar Maracaná, la Ruta 5 pavimentada llegaba solo hasta Florida y corrían los ferrocarriles.

En esos tiempos la sociedad a través de las costumbres y de las tradiciones, señalaba caminos. También marcaba límites a lo que se podía hacer: cómo vestirse, cómo presentarse en público, qué palabras se podían decir en voz alta y cuáles solo eran del ámbito doméstico o de amistades; en fin, había un mapa de aquellas cosas que el individuo podía permitirse a sí mismo y las que no, sencillamente porque eso no se hacía o no estaba bien y punto.

El mundo ha cambiado: todos nos damos cuenta.

Hay lazos y raíces que se perdieron y libertades que se ganaron. Pero en ese terreno tan amplio de la libertad, el hombre todavía no sabe cómo manejarse: retoza pero está desorientado, tiene dificultad para encontrar un rumbo. La libertad sin límites, la libertad como usufructo y no como tarea, es un descampado sin trillos y sin una geografía de referencia.

Las raíces de las que el individuo se ha soltado son de naturaleza física, social y espiritual. Cito a Real de Azúa: “Rotos todos sus vínculos con lo divino (las religiones, las Iglesias, lo sagrado), con la tierra (el pago, el paisaje donde uno ha gateado y jugado), el prójimo (familia, compañeros de escuela) y las cosas, (mil cosas menudas) el hombre presuntamente liberado se enfrenta con la carcoma de una soledad y un sin sentido global”.

Una sociedad nacional, para que tenga consistencia, debe ser terreno donde hundir raíces, plantar afectos, entrelazar recuerdos, aprender un idioma a través de las canciones de cuna, visitar tumbas venerables y generar hijos. Ser uruguayo -sentirse y querer serlo- es cultivar un arraigo.

Simone Weil, prodigiosa mujer judía, escribió hace años un libro fantástico sobre el arraigo. Ese es su título. Y dice: “El arraigo es, puede ser, la necesidad más importante y más desconocida del alma humana. Es una de las más difíciles de definir. Un ser humano tiene una raíz a través de su participación real, activa y natural en la existencia de una colectividad que conserva vivos ciertos tesoros del pasado y ciertos presentimientos del porvenir. Participación natural, es decir, aportada automáticamente por el lugar, el nacimiento, la profesión, el contorno. Tiene necesidad de recibir la casi totalidad de su vida moral, intelectual, espiritual por intermedio de los ambientes de los que naturalmente forma parte”.

No nos desarrollamos en el vacío. Somos uruguayos abiertos al mundo pero somos de acá. Como decía Herrera, respetamos todas las Patrias pero nosotros somos de ésta. Ser uruguayo -u oriental- requiere querer serlo, voluntad de serlo y de seguir siéndolo. Requiere también un continuo pero recatado preguntarse a sí mismo: ¿qué es ser uruguayo? Quizás lo importante no sea llegar a una respuesta sino el cultivar (afectuosamente) la pregunta.

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Juan Martín Posadas

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