Publicidad

El triunfo de su doctrina

Compartir esta noticia

Sacudieron al país los hechos que provocaron el procesamiento de dos jerarcas de ASSE y varios proveedores coimeros. La empresa estrella de limpieza quedó estrellada y ensuciada. Las ambulancias, vehículos de la angustia de rezar o maldecir por accidentes e infartos, no esperan hoy a las puertas de hospitales y sanatorios sino de un Juzgado de Crimen Organizado. Los servicios de salud, laicamente sagrados, se sacuden —escrachados en los noticieros policiales.

Sacudieron al país los hechos que provocaron el procesamiento de dos jerarcas de ASSE y varios proveedores coimeros. La empresa estrella de limpieza quedó estrellada y ensuciada. Las ambulancias, vehículos de la angustia de rezar o maldecir por accidentes e infartos, no esperan hoy a las puertas de hospitales y sanatorios sino de un Juzgado de Crimen Organizado. Los servicios de salud, laicamente sagrados, se sacuden —escrachados en los noticieros policiales.

Los gubernistas procuran despegarse de la responsabilidad, obsesionados por los votos para su propuesta de más de lo mismo. Arguyen que las corruptelas son aisladas y no endémicas, agudas y no crónicas. Aducen que todo resultaría del tropiezo singular de un desviado que le erró cuando, para enfrentar las primeras acusaciones, proclamó tener “conciencia de clase, universidad de la vida y muy claro lo que queremos”. Sostienen que todo se reduciría a desmanejos individuales, excusables con sólo recordar el proverbio “en todas las casas se cuecen habas y en la mía a calderadas”.

Pero he aquí que hace años que las habas no se ven en las casas ni en los puestos —lo que apaga la simbología del refrán— y que la olla donde en este caso se desprendió el hedor y el amargor de la olvidada legumbre fue ¡nada menos que el Senado de la República! Allí fue donde, hace tres años, se le selló a Alfredo Silva el pasaporte a la omnipotencia y se le dio patente de corso a su recua, a sabiendas de que no mentían en sus denuncias los honorables senadores Heber y Solari.

La responsabilidad por este bochorno colectivo no se agota, pues, en las malandanzas de los procesados habidos y por haber. Involucra a todos los legisladores que alzaron la mano para impedir que se formase una Comisión Investigadora. Todos ellos actuaron con conciencia y voluntad: en el lenguaje penal, tan propio del tema, eso se llama dolo. Surge, pues, indefendible, la responsabilidad política del lema gobernante, cuya evidencia es independiente de la circunstancial cercanía de las elecciones.

Eso sí: esa responsabilidad política no brota de una desviación o una derrota sino de varias victorias que se anotó la doctrina inspiradora del equipo gobernante.

Triunfaron el mandato imperativo, el espíritu de cuerpo, la mayoría automática. Triunfó el aparato impersonal. Se sustituyó la conciencia —límite natural entre la ley y el delito— por la decisión apañada en trastiendas protectoras de flecos que asomaban por los cuatro costados de la colcha de retazos.

Triunfaron el sindicalismo corporativo y la guerra de clases. Triunfó la omnipotencia de un puñado. Se sustituyó la deliberación ordenada y el contralor firme por la lucha de poderes que se resuelve por imposición de fuerzas y no por mérito de razones.

Esto que sentimos como una vergüenza nacional es el fruto esperado de una doctrina que despersonaliza a quienes aceptan servirla, y que, con distintos matices, la siguen defendiendo sus acólitos aun después de la hecatombe.

Tal doctrina no es una imposición de la historia sino un dislate de sus cultores, herederos de los que expulsaron a Emilio Frugoni de su Partido Socialista. No tiene nada que ver con los sentimientos de izquierda y derecha que conviven en toda persona sensible al prójimo.
Es tan sólo un retroceso al Medioevo corporativo y a la mitología anterior al hombre libre, cimiento y finalidad de la República que debemos salvar.

SEGUIR
Leonardo Guzmán

¿Encontraste un error?

Reportar

Te puede interesar

Publicidad

Publicidad