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De tierra adentro

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Aníbal Barrios Pintos falleció en 2011, con 92 años de edad y en medio de una sesión de trabajo del Instituto Histórico y Geográfico. Tenía en su mano un inventario de los temas a tratar, escrito en su vieja y leal máquina de escribir, una Hermes Baby de teclado verde, invariablemente rodeada de altas pilas de libros, fotocopias y anotaciones.

Aníbal Barrios Pintos falleció en 2011, con 92 años de edad y en medio de una sesión de trabajo del Instituto Histórico y Geográfico. Tenía en su mano un inventario de los temas a tratar, escrito en su vieja y leal máquina de escribir, una Hermes Baby de teclado verde, invariablemente rodeada de altas pilas de libros, fotocopias y anotaciones.

Estaba tan memorioso como lo fue siempre y conservaba su autonomía física y su buena vista, apenas auxiliado por un par de lentes y una llamada oportuna al servicio 141. En su bolsillo llevaba únicamente el dinero para el taxi y una tarjeta personal con su nombre y aquel honor que estimaba tanto: Miembro de la Academia Nacional de Letras del Uruguay.

Barrios no fue un historiador de escritorio, ni limitó su esfuerzo únicamente a revisar documentos guardados en los archivos. Él visitaba los lugares que no tenían más registro que las mentas del lugar o un número en las planillas de contribución, para descubrir paisajes generalmente ignorados, modalidades locales de lenguaje o labor, testimonios socioeconómicos y culturales.

Su obra compendió más de 350 artículos sobre temas de historia nacional y 50 títulos de libros, así como el diseño y armado de varios museos y una colección de miles de fotografías (actualmente en el acervo de la Biblioteca Nacional y del Archivo de la Ciudad de la Intendencia Municipal de Montevideo), tomadas por él mismo.

En avioneta y cámara en mano relevó todo el paisaje uruguayo, sus estancias, sus labores, su gente. En las fotografías aéreas de su colección, cuando las manadas miran curiosas hacia lo alto, cuando los jinetes saludan al aparato que sobrevuela la estancia, es a Barrios Pintos a quien ven llegar, a preguntar, a observar, a retratar aquellos ti-pos humanos a los que poca existencia individual depa- ran los documentos escritos (generalmente más atentos al gran hombre, al gran aconte-cimiento).

Tuvo la maestría narrativa de los grandes viajeros y la curiosidad de los antropólogos, herramientas que le bastaron para escribir “De las vaquerías al alambrado”; “Lavalleja, la Patria independiente”; “Los libertadores de 1825”; “Orientales en la Emancipación Americana”; “Los aborígenes del Uruguay”; “El silencio y la voz, historia de la mujer en el Uruguay”; los varios tomos de “Los barrios de Montevideo”; los tres gruesos volúmenes de “Historia de los pueblos orientales” y ese homenaje final a los valores que dio el interior al país: “De tierra adentro”. Libro que dedicó “a los escritores y artistas que dejaron en mis manos el testimonio de sus luchas o sus libros, que hoy desbordan mis bibliotecas y mesas de trabajo”.

Su voluntad expresa fue que sus restos descansaran para siempre en su Minas natal. Muchos minuanos entendieron que además de otorgarle un sitial en el panteón departamental, una escuela de Lavalleja debía llevar su nombre. Sería un buen mensaje para los niños que lleguen con sus túnicas blancas desde las sierras y recodos del camino, que el nombre de su escuela les diga que desde tierra adentro también se puede.

Las burocracias y las luchas políticas que siempre rodean a todo nomenclátor (nada más discutido y disputado que un nombre de calle, de escuela, de plaza) han demorado algo tan justo.

¿Cuándo van a enmendar ese error?

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Ana Ribeiro

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