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Sobra Estado, falta Estado

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Es un valor entendido en el Uruguay de hoy, que el Estado tiene ensanches exagerados. Aun quienes creemos en el llamado Estado Batllista, precisamente por cuidar su prestigio, nos rebelamos ante su expansión burocrática, la tergiversación de sus fines o las costosas aventuras que lo exponen al desprestigio de sonoros fracasos.

Es un valor entendido en el Uruguay de hoy, que el Estado tiene ensanches exagerados. Aun quienes creemos en el llamado Estado Batllista, precisamente por cuidar su prestigio, nos rebelamos ante su expansión burocrática, la tergiversación de sus fines o las costosas aventuras que lo exponen al desprestigio de sonoros fracasos.

La paradoja, sin embargo, es que, así como sobra Estado en actividades normalmente secundarias, falta en cambio en las esenciales, en las que hacen a su propia existencia.

El viejo Estado “juez y gendarme”, núcleo primero y esencial de la organización, es hoy por hoy el más débil. La crisis de la seguridad pública es tan notoria, que cada día se privatiza más. Bancos, casas de comercio, urbanizaciones modernas, viviendas de importancia, contratan empresas particulares que prestan el servicio, ante la insuficiencia generalizada. Hasta hemos llegado al extremo de que la propia policía no entra a los estadios, porque no se la respeta, y deja entonces en manos de estructuras privadas un servicio insuficiente, sin armamento ni capacidad jurídica para detener a nadie.

Estos días, el propio presidente de la República ha reconocido la crisis y abrió un diálogo con toda la oposición.

Naturalmente, no está mal que el gobierno intente lograr acuerdos en un tema en que la oposición ha estado particularmente crítica, pero de entrada no nació bien: el presidente está jaqueado por su partido y se conversa sin que esté presente el ministro, responsable político y administrativo, lo que brinda un toque surrealista a reuniones que, además, debieran ser mucho más pequeñas y acotadas. En ese cenáculo discursivo es obvio que -hábilmente- el presidente lima las uñas de la oposición parlamentaria, que pierde espacio para cuestionar.

Se ha llegado a algunos acuerdos interesantes, pe-ro ninguno que pueda tener una repercusión inmediata en la seguridad pública. Es el caso evidente del proyecto de Código Penal, cuyas bases están en discusión desde hace veinte años, al punto de que en 1997 se aprobó un texto que más tarde se postergó, aunque su idea básica se mantenga en la propuesta actual.

En un país en que la mitad de los presos no tienen sentencia, es un avance lograr un procedimiento más rápido y eficaz. Lo es desde el punto de vista de los derechos humanos, de las garantías para los enjuiciados, pero no es razonable pensar que vaya a tener incidencia en la disminución de los delitos. Lo que nos lleva de nuevo a la insuficiencia del Estado, porque se lanza una gran reforma sin los fondos ni los medios para instalarla. El presidente de la Suprema Corte de Justicia, con mucha ponderación, lo ha dicho reiteradamente, pero sus razonamientos tienen menos fuerza que discursos políticos voluntaristas que crean la errónea sensación de una mejoría rápida en el clima general de la seguridad ciudadana.

Es notorio que no se le han dado al Poder Judicial los recursos imprescindibles para su vida diaria. Peor aun cuando debe afrontar una reforma sustancial. Se necesitan locales, salas de audiencia espaciosas, más defensorías de oficio, reorganizar las oficinas, diseñadas y formadas para otro modo de actuar.

El país tuvo una muy buena experiencia con el Código General del Proceso, que en 1989 modificó sustancialmente el viejo texto de 1877. Se nombraron entonces más de 100 jueces nuevos y se les capacitó en una novel escuela judicial que fue fundamental. Los recursos no sobraron, pero se dispusieron en tiempo y forma. Ahora habría que encarar una operación administrativa de parecido rango, pero con un agravante muy serio: la materia penal tiene una repercusión pública mediática inconmensurablemente mayor que la civil. Cualquier resbalada, cualquier tropezón, se amplificará ruidosamente.

Así como la justicia se tendrá que fortalecer, todas las instancias del Estado también deben serlo para el enfoque de la seguridad ciudadana. La escuela, el liceo, la escuela industrial, las policlínicas, las comisarías, los juzgados, los servicios de asistencia social, deben actuar coordinadamente. Y con autoridad. Desgraciadamente, en este mundo posmoderno, las autoridades civiles están disminuidas. Para empezar la familia, primer escalón de la autoridad, y para seguir las escuelas y liceos. Los directores se cambian constantemente y no están rodeados del clima de autoridad y respeto sin los cuales no hay pedagogía cívica posible. Sabemos que la policía hace un gran esfuerzo, pe-ro hay barrios en que su presencia es notoriamente insuficiente.

Se celebra estos días que Ancap perdió “solamente” 160 millones de dólares. En su ámbito sobra de todo: negocios deficitarios, aventuras ideológicas a pérdida, falta de manejo. Es el mismo dinero que está faltando para ampliar y profundizar las escuelas de tiempo completo y las escuelas de UTU en los barrios, tener allí una policía presente y una Justicia con acción inmediata. En una palabra, un Estado fuerte y presente. Así empezaríamos a revertir la situación. Malgastando donde no hace falta y débiles donde es fundamental, no hay mejoría posible.

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Julio María Sanguinetti

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